EL PAíS › ALAN PAULS*.

El mecanismo argentino

Tengo 42 años, viví siempre en la Argentina y confieso que nunca tuve noción de país. Nunca. O mejor dicho: siempre tuve la impresión de que el país (la Argentina como país) era algo que pertenecía al pasado. San Martín, la inmigración en el siglo XIX, el trigo, Yrigoyen, Perón, los años 60. Una cosa remota, vagamente intensa, de la que todos los días íbamos alejándonos un poco más. Eso, esa amnesia gradual, casi imperceptible, era ser argentino. Esa amnesia y, al mismo tiempo, esa repugnante fetichización del pasado, confirmada por el tango, el culto a la nostalgia y todos los blasones típicos de la argentinidad. País era algo que habían tenido alguna vez los otros, los antepasados, mi padre, tal vez, que llegó huyendo de la Alemania nazi a principios de los años ‘30, o mi madre. Quiere decir que siempre, desde que razono, tuve la impresión de vivir en decadencia. Siempre. Lo único que la Argentina ha perfeccionado en todo este tiempo son, me parece, sus instrumentos de tortura: humillación, engaño, brutalidad, rapiña, ignorancia, cinismo, sojuzgamiento, traición. Y los pocos momentos de euforia (“felicidad” es una palabra tan extranjera) que salpicaron ese padecer en las últimas décadas fueron devorados rápidamente por la defraudación, clave última de esa atrocidad que podríamos llamar “el mecanismo argentino”.
Como es lógico, dada la gravedad de mi síndrome, me cuesta mucho pensar que con Eduardo “Joe Pesci” Duhalde a la cabeza del gobierno esa agonía vaya a revertirse. Veo más sangre, más dolor, más robo, más inepcia, más de todos los pasatiempos a los que se dedica la corporación argentina de políticos (decir “clase política” me parece un honor que no merecen) y que aparecen retratados con tanto brío en Buenos muchachos, la película de Martin Scorsese. La única novedad (a los 42 años confío menos en el optimismo que en la curiosidad, y creo que eso es todo lo que podemos rastrear ahora en esta monstruosidad llamada Argentina: no algo “bueno” sino algo “nuevo”) es el ritmo. Todo se ha acelerado. Incluso la lentitud forma parte ahora de ese paíspasado que vamos olvidando. Tal vez algo esté terminando. Tal vez lo que llega a su fin, en la Argentina, sea la idea misma del pasado, del paísheredado, de que sólo hay país en ese país imposible y lloroso que es el pasado. Tal vez estemos entrando en la fase terminal de la enfermedad terminal. Tal vez estemos en el umbral de una insurrección popular. “Weimar”, me escribe un amigo desde el exterior, alarmado por las imágenes que ve por televisión. Qué interesante suena esa palabra “Weimar” a los oídos del argentino decadente que soy, pero qué rápido desconfío del sesgo “nacional” de ese supuesto umbral prerrevolucionario, que confunde la rebelión con la queja, la intensidad con el estrépito, la reivindicación con el pataleo exhibicionista, la redención con la liberación de los depósitos bancarios, y que siempre se las ingenia para obturar las mejores oportunidades con las peores decisiones. Hay un cambio de ritmo, sí, y ese cambio coincide con otras dos novedades: la presencia de la gente en la calle y un nivel de franqueza completamente inusitado en el diagnóstico del estado de cosas argentino. De las dos noticias flamantes 1) La Argentina tiene un ¿nuevo? gobierno; 2) la Argentina no tiene dinero ni tiempo ni coartadas, ¿no es incorregiblemente argentino que la buena noticia sea la segunda y la primera la mala?

* Novelista. Su último libro es “El factor Borges”

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