ESPECIALES

El fin de la inocencia

 Por Edgardo Mocca *

La Semana Santa de 1987 señala el final de un ciclo en la democracia argentina recuperada cuatro años antes. El que se cierra entonces es el ciclo de lo que podría llamarse “la inocencia democrática”, la ilusión de un cambio automático y raigal de nuestra cultura política a partir de la reinstauración del estado de derecho.

Ciertamente a esa altura el gobierno de Alfonsín ya había experimentado los límites a su proyecto político que emanaban de las diversas resistencias corporativas y las señales de una crisis económica en ciernes. Sin embargo, la rebelión militar golpeó en el núcleo duro de la estrategia del primer gobierno posdictatorial al poner en entredicho la plenitud del ejercicio de la soberanía por el gobierno democrático. Con la crisis militar, el gobierno radical perdió la iniciativa política para no recuperarla más: en las elecciones legislativas y de varias provincias en septiembre de ese mismo año, el justicialismo recuperaría la mayoría y se adelantaría súbitamente el reloj de la alternancia política.

No son Alfonsín y su gobierno los únicos actores políticos perjudicados por el acto de rebeldía de los “carapintadas”. En el peronismo, el sector renovador liderado por Antonio Cafiero terminaría pagando en las elecciones internas de 1988 el costo de su cooperación con el gobierno democrático durante la asonada. El entonces gobernador riojano, Carlos Menem, estuvo ausente del cónclave multipartidario que en las horas críticas de aquellas Pascuas suscribía el Acta de Compromiso Democrático en el que se hacía constar “el debido reconocimiento de los niveles de responsabilidad de las conductas y hechos del pasado”, fórmula que inspiraría la posterior sanción de la llamada “ley de obediencia debida”. Vale recordar que ese enunciado era fiel a lo que había sostenido Alfonsín en su programa electoral de 1983, mientras que el Partido Justicialista se había manifestado entonces a favor de la “ley” de autoamnistía sancionada por la última administración de la dictadura. No terminarían ahí las responsabilidades de Menem ante las conjuras militares: son muy conocidos sus vínculos con Seineldín, quien se constituiría en la figura central de las rebeliones militares posteriores en Monte Caseros y Villa Martelli.

Tal vez pueda considerarse la escena política de aquel 19 de abril de 1987 como la última postal, por lo menos hasta ahora, de un modelo de democracia consensual con la dirigencia de los partidos políticos en el centro. El episodio posterior del Pacto de Olivos no expresa tanto una voluntad republicana común como la resignación de un partido al designio de poder de su adversario. Aquella Plaza de Mayo poblada de banderas partidarias rodeadas por grandes masas de ciudadanos independientes movilizados en defensa del sistema democrático es el acto final de una breve etapa política argentina, iniciada después de la rendición militar en Malvinas.

El juicio sobre la actuación de las autoridades democráticas en aquel episodio, desde la distancia que permiten las dos décadas transcurridas, no puede prescindir de las condiciones políticas que entonces se vivían. El hecho incontrastable de que el gobierno constitucional no encontró un solo oficial dispuesto a enfrentar con las armas a los sublevados da cuenta de una situación grave y amenazante para la democracia. En el contexto de un gobierno que había avanzado más que ningún otro en el juicio a los máximos responsables del terrorismo de Estado, no puede cerrarse el tema con el fácil balance que sintetiza la palabra “claudicación”.

Sin embargo, la “pacificación” que empezó con la “obediencia debida” no fue sino el prólogo de nuevas sublevaciones y nuevas presiones militares al gobierno democrático. Aun sin establecer una causalidad lineal entre las concesiones con las que terminó el episodio de aquella Semana Santa y el decreto con el que Menem indultó a los jefes de la dictadura, es indiscutible que entre ellos media una saga muy visible de debilitamiento del poder constitucional a manos de los nostálgicos de la dictadura. Naturalmente que hablamos de un proceso que no puede ser comprendido al margen de un conjunto de circunstancias críticas –particularmente en lo económico-social– que el país atravesó desde fines de la década del ochenta hasta comienzos de la del noventa. Así también es necesario reconocer que el encauzamiento de la “cuestión militar”, cuyo punto máximo es la pública autocrítica iniciada en 1995 por el entonces jefe de Estado Mayor del Ejército, general Balza, solamente es concebible en un nuevo clima político nacional y regional, menos propenso a aceptar el rol pretoriano de las Fuerzas Armadas que caracterizara gran parte de nuestro siglo XX.

La reapertura de los juicios a los terroristas de Estado a partir de la declaración de nulidad de las leyes de perdón sancionadas bajo amenaza armada es una afirmación de la democracia por sobre los poderes fácticos. Es la recuperación de aquella voluntad de verdad y justicia que alumbró el documento del Nunca más y el juicio a las juntas militares; como tal es el patrimonio no de una parcialidad política sino de la democracia argentina en su conjunto.

* Politólogo.

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