PSICOLOGíA › EL TERRORISMO DE ESTADO EN LA ARGENTINA Y LA “INHUMANIDAD”

“¡Como un perro!”

A partir de la puesta en cuestión del término “actos inhumanos”, referido a los perpetradores de actos aberrantes durante el terrorismo de Estado, el autor advierte sobre “el peor porvenir: la identificación con la máquina”.

 Por Mario Betteo Barberis *

“Pero las manos de uno de los señores se posaban ya en la garganta de K mientras el otro le hendía profundamente el cuchillo en el corazón y lo hacía girar dos veces. Con los ojos vidriosos, K vio aun cómo los señores, muy cerca de su cara, mejilla contra mejilla, observaban la decisión. ‘¡Como un perro!’, dijo; era como si la vergüenza hubiese de sobrevivirle.” Así concluye El proceso, la novela de Franz Kafka que se adelantó a los acontecimientos del siglo XX y, en particular, anticipó los métodos del Estado en los años ’70 en la Argentina, cuando las víctimas fueron tratadas de una manera que podría compararse con las palabras finales de K: “...como un perro”. ¿Una metáfora o algo más?

A partir de la puesta en cielo abierto de sus prácticas y métodos de asesinato, surgen nuevos problemas. Un rasgo que insiste es no querer escuchar lo que los asesinos tengan para decir. En todo caso, sus palabras se interpretan muy rápidamente como procedentes de un lugar por fuera de lo humano. Ese diagnóstico se apoya, sin saberlo ni proponérselo, sobre un precepto organizador: hay seres humanos que están por fuera de la humanidad, y es a la manera de seres demoníacos, o ajenos a los rasgos de identidad humanos, como se conducen frente al semejante, tratándolo como si éste fuera un animal. Tal diagnóstico produce una deshumanización del perpetrador, lo cual configura un campo de análisis e intervención problemático.

Horacio Verbitsky, en El vuelo. “Una forma cristiana de muerte”. Confesiones de un oficial de la Armada, además de reconstruir parte del modus operandi del terrorismo de Estado en la Argentina, ofrece una serie de entrevistas a Adolfo Scilingo, en su momento integrante del aparato represor de la Armada: a través de un periodista, un miembro de la represión ilegal habla al público. Desde allí buscaremos un acceso a la compleja cuestión social que nos ocupa. En el capítulo “Romper el caparazón”, escribe Verbitsky: “Cuando Scilingo perdió pie y estuvo a punto de caer al mar junto con una de sus víctimas, se resquebrajó dentro de sí el mecanismo militar de despersonalización y deshumanización. Por primera vez pudo ver al enemigo como a un ser humano. Años después entró definitivamente en crisis por la actitud elusiva de sus superiores”. Y, luego: “Pero no sólo la sociedad estaba cambiando. También Scilingo parecía otro hombre”.

El propio Scilingo es citado en ese capítulo: “Aunque sea un poco egoísta, mi confesión pública me ha dado cierto alivio. Antes tenía un secreto del que no podía hablar con nadie. Ahora puedo hablar con cualquiera”. También dijo Scilingo: “Cuando yo empecé a hablar, mi esquema mental era todavía muy cerrado. Antes de cada entrevista me tomaba un sedante y me preparaba una actitud dura. Tenía miedo de que me vieran llorar, porque me parecía que eso no era de militar. [...] estoy arrepentido. Más que eso, estoy destruido por lo que hice. Pero he comenzado a romper el caparazón militar. Si tengo lágrimas en los ojos no me preocupa que me las vean. No sólo estoy sintiendo como ser humano. También estoy empezando a pensar como una persona común. Además esto modificó mi vida familiar. Hay cosas que le conté a usted que no las había hablado ni siquiera con mi esposa. [...] No creo que haya ser humano en condiciones de guardar este secreto de por vida”.

Entender estos hechos en términos de “actos inhumanos” divide al universo de estudio en dos, formando una suerte de binarismo moral que polariza y excluye cualquier discusión apegada a la letra. Se demoniza a los victimarios y, al hacerlo, sin querer se los excluye de alguna forma como sujetos de la palabra, de aquello de lo que ellos privaron a quienes detuvieron y asesinaron. La animalización de los actos humanos produce un efecto de despolitización y de normativización que alivia el dolor, pero no esclarece la participación y la responsabilidad de cada uno de los actores de la tragedia social que alcanzó su máximo vértigo a partir de la dictadura de Videla.

La pregunta es saber cómo hacerle un lugar a la subjetividad en condiciones tan aberrantes de diálogo con un represor. Scilingo nos propone un problema. Se trata de ponerse de frente a la especie humana en tanto generadora de actos y consecuencias que tocan lo más vital. Scilingo perdió pie y en ese tropiezo advirtió que su propia vida estaba siendo también arrastrada al fondo del río, junto con aquellos que había que eliminar, a la manera de un desecho industrial que contaminará no sólo el agua sino la historia y la memoria de todos.

Podríamos cuestionar desde esta óptica las fórmulas acerca de la capacidad de deshumanización de los represores, en la medida en que esos términos los coloquen como animales, como no sujetos. Sus “animaladas” obligan a soportar ese trato que solamente el humano puede dar a su semejante: “...como a un perro”.

Ninguna especie del mundo animal puede efectuar identificaciones de este orden. No hay forma de que el perro obligue a otro perro a que se haga el gato. La cárcel de Abu Ghraib es una buena muestra de esto. Poner a alguien en posición de tener que imitar un animal para poder sobrevivir, nos guste o no, está en la cuenta de lo humano. Cuenta un testimonio en Nunca más (Eudeba): “El trato habitual de los torturadores con nosotros era el de considerarnos menos que siervos. Eramos cosas. Además, cosas inútiles. Y molestas: ‘Vos sos bosta. Desde que te chupamos no sos nada. Ya nadie se acuerda de vos. No existís. La Justicia somos nosotros. Somos Dios’. [...] Le hacían mover la cola, que ladrara como un perro, que les chupara las botas. Era impresionante lo bien que lo hacía, imitaba al perro igual que si lo fuera, porque si no satisfacía al guardia, éste le seguía pegando. Después cambió y le hacía hacer el gato. En este lugar el Turco Julián llevaba siempre un llavero con la cruz esvástica y una cruz cristiana en el pecho”. El Turco Julián, cuyo verdadero nombre es Julio Héctor Simón, ha sido condenado por la Justicia por los delitos de torturas y privación de la libertad. No por nada Robert Antelme tituló La especie humana al libro que relata su experiencia en los campos de concentración nazis.

Scilingo advertía que el hecho de hablar, de abrirse a otro acerca de su secreto, sirvió para “romper el caparazón”, término propio de la descripción entomológica o zoológica. El escudo protector, que lo cubría como a un bicho, se quiebra y por esa hendidura sale una palabra contenida, verdadera o falsa, eso no es lo más importante. El asunto es que dijo algo que, hasta ese momento, lo privaba de cierto trato social.

Señalo el inevitable retorno de una distinción dogmática entre la relación a sí humana –es decir, de un sujeto capaz de conciencia, de lenguaje, de una relación a la muerte como tal– y una relación a sí no-humana, incapaz de un “como si” fenomenológico. El sustraer la subjetividad al campo del animal sólo es posible dentro del espacio de la verdad como ficción que el ser hablante produce. Tal vez es más digno de la humanidad mantener una cierta inhumanidad, el rigor de una cierta inhumanidad. Es un rasgo del que los animales no disponen. El cadáver es humano. Y dejar insepulto o hacer desaparecer un cadáver forma parte de un campo en el cual cabe la responsabilidad y el castigo. Por otra parte, la automatización y mecanización de la muerte, tal como en el exterminio realizado por los nazis en Europa durante la Segunda Guerra, no debe y no puede ser colocada por fuera del imperio de la razón y de los sentidos. De lo contrario, estaremos dándole a la víctima una aureola de inmunidad subjetiva como moneda de cambio por haber lanzado al más allá, a la esfera de lo demoníaco, lo perverso, lo animal, a los victimarios, dándoles, sin saber, una buena cuota de inimputabilidad. Es por esto que el pasaje por la Justicia es necesario, ineludible, aunque no resuelve definitivamente las impasses de la memoria y el recuerdo.

El cuerpo y el alma; el viviente y el logos; el animal y lo sobrenatural o lo divino. Pares en oposición. El hombre se presenta más bien como lo que resulta de una desconexión de los términos. Estudiar el moderno colapso de tal oposición, donde el hombre ya no está tan claramente separado del no-hombre, sino que tiende a la animalización natural, es de mayor importancia. La diferencia entre animal y humano, tan decisiva para la cultura, está amenazada de desaparecer.

Giorgio Agamben (Lo abierto. El hombre y el animal, ed. Pre-Textos, 2005) lo plantea de este modo: “Cuando la diferencia se anula y los dos términos entran en una relación de vaciamiento recíproco, como parece suceder hoy, también desaparece la diferencia entre el ser y la nada, lo lícito y lo ilícito, lo divino y lo demoníaco, y en su lugar aparece algo para lo que ni siquiera parecemos disponer de nombres. Quizá también los campos de concentración y de exterminio son un experimento de este género, un intento extremo y monstruoso de decidir entre lo humano y lo inhumano que ha terminado por arrastrar en su ruina la propia posibilidad de la distinción”.

Conviene seguir algunos de sus pasos para hacerle lugar a la incidencia en la clínica que este borramiento induce. Si lo que distingue al hombre del animal es el lenguaje, este lenguaje no puede ser asignado de entrada ni al hombre ni al animal en su naturaleza. Hombre-animal y animal-hombre son dos partes que no pueden ser colmadas entre sí. El problema se centra en tratar de rastrear el origen del lenguaje en el hombre, ese estado que lo habría humanizado. Es la invención teórica de la “máquina antropológica”, que, excluyendo de sí como no humano un ya humano, animaliza lo humano, aísla lo no humano en el hombre. El judío, bajo la maquinaria nazi, entra en este argumento, ya que es algo del orden del no hombre producto del hombre; en otro extremo, el ultracomatoso, es decir, el animal aislado en el propio cuerpo humano. En la antigüedad, este extremo se planteaba de manera simétrica, pero al revés: el esclavo, el bárbaro, el extranjero, aparecían como figuras de animal con forma humana. Se trata entonces de comprender el funcionamiento de tal máquina que constituye un espacio intermedio entre el hablante y el viviente; una zona perfectamente vacía que apunta a obtener ni vida animal ni vida humana, sino una vida separada y excluida de sí misma, una nuda vida. La experiencia en la Argentina permite entonces visualizar de qué manera el sujeto, al poder ser desprendido por otro de su atributo fundamental ligado al lenguaje, recrea espantosamente el salto cualitativo que resulta del pasaje de lo animal al humano. Este espanto llegó al máximo a partir del desarrollo de una ciencia que anticipa el peor porvenir: la identificación del hablante con la máquina. Ni siquiera lesa humanidad, sino tonta humanidad.

* Psicoanalista.

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Imagen: León Ferrari
 
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