ESPECTáCULOS › UNA ENTREVISTA AL ESCRITOR ABELARDO CASTILLO SOBRE EL ROL DE LA CULTURA EN LA ARGENTINA ACTUAL

“Este es un momento en el que hay que buscar de nuevo el sentido de las palabras”

El rol de los intelectuales en este país fue el disparador de la charla con el autor de “Crónica de un iniciado”. A partir de ese disparador, el escritor entrelaza presente, pasado y futuro, Argentina con Latinoamérica y EE.UU. y a los intelectuales con el poder, la cultura y la política.

Por Angel Berlanga

El Congreso Nacional, a cuatro cuadras de la casa de Abelardo Castillo, está vallado por una tropa de policía que pretende aislar a legisladores de piqueteros. La plaza 1º de Mayo, a pocos metros de la puerta que será abierta por la escritora Sylvia Iparraguirre, su compañera de vida, reúne sin reunir a linyeras con colchón, a madres que hamacan hijos, a chicos que mendigan o revuelven basura, a gorriones sucios, a jubilados gastados al sol, a miembros de un picado de fútbol, a vendedores ambulantes de escaso éxito y a una pareja joven y bella que, sentada en el pasto, toma mate. Una reproducción del Guernica de Picasso está en el descanso de la escalera; luego, enseguida, lo primero que se propone ser visto en el living es el ajedrez, a estas alturas legendario, del escritor (“La única afiliación que yo recuerdo haber tenido en mi vida es al Círculo de Ajedrez de San Pedro”, dirá). Sylvia convida con algo para tomar y en simultáneo aparece él y saluda. Se puede pensar que Castillo, director en los ‘60 y los ‘70 de la revista El escarabajo de oro, novelista (El que tiene sed, Crónica de un iniciado”), cuentista (“El cruce del Aqueronte, “Las otras puertas”) y autor de obras de teatro (Israfel, El otro Judas), debe tener entre pecho y espalda un porcentaje mucho mayor de literatura que de agua. Pruebas, más allá de su obra, mencionada aquí parcialmente: su vasta biblioteca, sus almanaques cargados de lecturas, los talleres literarios que dirige. Mientras contesta, además, Castillo cita continuamente a otros escritores.
–Usted suele citar una frase de Sartre: “Ante un chico que se muere de hambre, La náusea no tiene peso”. ¿Qué significado tiene, para un escritor argentino, por estos días?
–Para mí, lo mismo que cuando fue escrita. Puede ser que ahora se den cuenta del significado unos cuantos intelectuales. A Sartre se lo criticó mucho por esa frase. Recuerdo un artículo de Sabato, y también a Vargas Llosa. Con una gran honestidad, Sartre cuestionó su literatura, pero no a la literatura en general, no a Tolstoi, Homero o Shakespeare. De pronto sintió que sus libros no tenían sentido ante un chico que se muere de hambre. Hoy para mí la frase tiene un gran sentido: ¿qué peso tiene Crónica de un iniciado ante un chico que se muere de hambre? El otro día Antonio Dal Masetto me contaba que le pasaba exactamente lo mismo que a mí, que estaba trabado, como si no pudiera escribir. Porque por un lado está la dureza de la realidad, que pasa por la puerta de casa, y por otro es necesario ese egoísmo de paz, sosiego y tranquilidad para encerrarte a escribir, con tus personajes imaginarios. Entonces cuestiono mi propio oficio, pero no el oficio en general. Mucho mejor para los escritores que pueden escribir. Yo intenté hacerlo, y de hecho escribí un cuento fantástico no hace mucho. Pero creo que es un obstáculo bastante serio desde el punto de vista ético. Ya Nietzsche dijo que no hay escritor que en algún momento de su vida no se avergüence de escribir. Creo que éste es uno de esos momentos en los que hay que buscar de nuevo el sentido de las palabras, lo que no quiere decir que haya que escribir novelas comprometidas, poemas de testimonio o cuentos de barricada: la palabra también puede ser efectiva en un reportaje, o en un ensayo, o en opiniones acerca de la realidad.
–¿Por qué cree que faltan intelectuales de peso?
–Un poco porque el intelectual se retiró del campo de batalla ideológico. Y otro poco porque no tiene el peso que tenía en los años ‘60, por ejemplo. Recuerdo un debate entre Borges, Sabato y Martínez Estrada acerca del peronismo: fue una especie de acontecimiento ideológico. Si hoy debatieran los tres escritores más conocidos acerca de ese asunto, no tendría ningún peso. En esa época esos escritores, que tendrían la misma edad que tengo yo ahora, o Saer, o Piglia, tenían peso también en el exterior. Es como si en el mundo en general el escritor hubiera perdido su influencia, que fue reemplazada por cierto tipo de periodismo testimonial.
–¿Se pregunta si es preciso salir a pronunciarse, busca hacerlo?
–Sí. Es preciso. Y desde mi modesto lugar, porque un intelectual no tiene más que eso, sobre todo si no tiene una revista literaria o un periódico donde poder publicar lo que realmente quiere, cada vez que me hacen una pregunta que más o menos tiene que ver con la realidad, me pronuncio.
–¿Escribió algo sobre la situación de Argentina del 2002?
–Sí, pero no para acá. En realidad, salvo alguna excepción, no me lo pidieron. Me pidieron desde Italia: cuando empezaba la crisis escribí una serie de textos, llamados “Cartas a un amigo italiano”, título evidentemente tomado de aquellas famosas cartas de Camus, donde explicaba lo que a mi juicio estaba pasando en la Argentina.
–¿Qué cambió en el país a partir del 20 de diciembre de 2001?
–En esencia no creo que haya cambiado mucho: pasaron a primer plano problemas que estaban en el país desde hace muchos años. Entonces los vimos. Los vimos por televisión, vimos lo que realmente ocurría. Pero la deuda, la miseria y la desocupación son muy anteriores a todo eso. Ahí estalló algo que ya se advertía desde los ‘70, y sobre todo a partir de la dictadura, cuando empezó la adoración del dólar, el modelo de los americanos, el desprestigio de la industria nacional. En la época del Mundial las banderas argentinas venían de Taiwan. Y Alfonsín luego justificó la deuda, la cargó sobre el país y la institucionalizó. Desde ahí no paramos más. Acabo de oír que el premio Nobel de Economía declaró que el problema de la Argentina se debe justamente a que las exigencias constantes del FMI son suficientes como para que este país esté en crisis. Aunque por supuesto que también somos responsables de muchas cosas. Tendríamos que ver qué pasó en Brasil, si un hombre como Lula no tiene unas cuantas cosas que enseñarnos.
–¿Tiene expectativas respecto de Lula?
–Sí, pero no es un optimismo fanático: no va a poder hacer ni la mitad de lo que se propone, porque se lo van a impedir, pero de todas maneras hay como un movimiento latinoamericano que tiende a romper ese cerco. El hecho de que gane las elecciones en Ecuador el coronel Lucio Gutiérrez, que se supone de izquierda (aunque sepamos que viene del militarismo), suma datos que dan la impresión de que algo está pasando. O nos aliamos o vamos a terminar siendo lo que ya empezamos a ser desde hace mucho tiempo: nada más que una provincia del imperio. Esto se parece mucho al Imperio Romano. Es decir, los cónsules van a la metrópoli a pedir consejos, o a mendigar ayuda al César. Hoy Nueva York o Washington son como Roma, y nosotros somos provincias de ese vasto imperio. Hay muchas semejanzas. Sin contar la iconografía. Hubo tres águilas fantásticamente aguileñas en el mundo: una fue la romana, la otra fue la nazi y la tercera es la norteamericana.
–¿Por qué cree que no se pueden articular nuevos movimientos políticos? ¿A cuántos años habría que retrotraerse para encontrar un gobierno que no haya perjudicado al pueblo?
–Es uno de los problemas más dramáticos de la Argentina, el más difícil de analizar. Y está muy vinculado al peronismo. Para la generación anterior a la mía, que era muy gorila, la aparición del peronismo fue una catástrofe, la irrupción del fascismo. Para mí, en cambio, fue el ascenso de las clases populares, sobre todo de la clase obrera, a un protagonismo que se mantuvo durante muchos años. A esto no lo confundo con la figura de Perón, porque jamás me olvidé de dónde vino, ni de sus orígenes en el GOU, etcétera. Ciertas características del peronismo, esa cosa aglutinante, donde cabe todo, la articulación desde arriba hacia abajo que ejecutó el poder, son las que crearon este caos. A lo único que se llamó movimiento acá fue al peronismo, en el que cabía todo: tanto Perón como Menem, Eva Duarte como Corach, o López Rega. Hay algo en ese movimiento por lo menos dudoso. Creo que desde hace años estamos viviendo una interna peronista.
–En realidad las bases, tanto del justicialismo como del radicalismo, hace demasiado que no existen más.
–Las bases del peronismo esencial no son muy distintas del irigoyenismo esencial. Diría que los dos movimientos, el radicalismo y el peronismo, terminaron traicionando sus orígenes. Y lo otro, probablemente lo más grave, es la imposibilidad ya casi epidémica de la izquierda para articularse realmente en un movimiento. Esto ocurre desde que yo tengo uso de razón, siempre hay excluidos. Pero es el peronismo el que todavía le impide al país ir adelante. Pronto vamos a tener nada más que dos opciones, un peronismo más bien progresista y otro renegadamente reaccionario. Estamos a las puertas de un bipartidismo cuyo origen es el peronismo, que es un poco abstracto, porque sirve para nacionalizar los ferrocarriles, parte de la banca, la industria, y luego para desnacionalizar todo, como hizo Menem. Todo bajo el ritmo de la marcha peronista, que dice “Perón Perón, qué grande sos”, pero además dice “combatiendo al capital”.
–¿Qué opinión tiene de los movimientos piqueteros y de las asambleas?
–Las asambleas pueden correr el riesgo de transformarse en algo parecido a una reunión de consorcio, donde cada uno tiene una idea, algunas de ellas disparatadas. He oído algunas impracticables y totalmente absurdas. Los piqueteros me interesan más, son una respuesta concreta y casi espontánea de la población que menos tiene. Con el riesgo de volcarse a grupos que están infiltrados. Cierta violencia de los movimientos piqueteros no nace en ellos mismos. Pero estaban desde hace mucho: el Perro Santillán no necesitó del 20 de diciembre para existir. Por eso decía que básicamente salió a la superficie lo que ya estaba, y hoy tenemos conciencia de eso, de la miseria, de la mortalidad infantil. Desde el punto de vista social, no desde el punto de vista humano, da lo mismo que mueran cien chicos de hambre por día o que sean cincuenta, o tres: no tendría que morir ninguno. De todas maneras, la situación es gravísima, porque mueren miles de chicos.
–¿La gravedad es comparable a la dictadura militar 1976-1983?
–Si aquello fue genocidio, esto también. Y al mismo tiempo no es sólo el número de muertes, sino también el número de incapacitados para el futuro. Un chico mal alimentado entre su nacimiento y los ocho años, aunque sobreviva, va a ser evidentemente un chico infradotado. No lo estoy juzgando moral ni intelectualmente: infradotado por lo que quiere decir la palabra, dotado por debajo de lo que podría ser. Por otra parte, en momentos así la solidaridad también empieza a pasar a primer plano. Salvo en la época de la dictadura, cuando se hizo Teatro Abierto, nunca vi tantos chicos jóvenes tratando de ayudar y colaborar, ni tantos movimientos culturales. Hay necesidad de hacer algo desde la cultura, que en estos casos termina siendo siempre un lugar de resistencia.
–Es evidente el contraste entre la enorme actividad cultural y la falta absoluta de perspectiva política.
–Es que también faltan dirigentes creíbles. Un dirigente creíble no es un señor con carisma, sino alguien que representa una ideología. Cuando se habla de líderes como Fidel o el Che no se habla de la cara que tienen, sino de lo que simbolizan, lo que aglutinan, lo que sintetizan. Hoy no hay ese tipo de hombre emblemático en la política. La gente no lo encuentra. Y hace bien, porque no hay.
–A su criterio, ¿cual debería ser el rol de la comunicación, hoy?
–De alguna manera la palabra intelectual se pegó a la palabra escritor, porque nace cuando el manifiesto por el Caso Dreyfus, con Zola, Proust, Anatole France. Pero un abogado, o un periodista, también es un intelectual: tiene que elegir qué ideas transmitir y cómo. El intelectual no es una clase, ni siquiera es una casta, es como una capa intermedia entre el poder y el llamado hombre común. En general lo que hacen los intelectuales en todos los países del mundo en distintas épocas es transmitir las ideas recibidas. Vivimos transmitiendo ideas falsas, o ideas recibidas, que ni siquiera nos ponemos a analizar: ¿Son las nuestras, o son las que aceptamos como verdaderas sencillamente porque las venimos oyendo desde que tenemos ocho años? Creo que hoy, para un periodista en serio, ése es un problema ético fundamental. Porque hoy la ética está pasando también por ahí. Sartre creía que la ética pasaba por la política. Y es cierto: nunca pudo escribir su gran libro de moral, porque se dio cuenta de que un intelectual debe poner su cuerpo en los movimientos de cambio, de liberación. Hoy un gran periodista debiera ser aquel que se juega por lo que realmente ve, no importa que esté equivocado o no. Porque nadie aspira a decir la verdad absoluta. La pregunta es: ¿se puede? ¿Te dejan?

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“Hoy Nueva York o Washington son como Roma, y nosotros somos provincias de ese vasto imperio. Hay muchas semejanzas”, define Castillo.
 
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