ESPECTáCULOS

Un Moretti de una inédita gravedad

 Por Luciano Monteagudo

Parece una paradoja que el gran realizador italiano Nanni Moretti haya obtenido el máximo reconocimiento del mundo del cine, la Palma de Oro del Festival de Cannes, con el que quizá sea su film menos original, La habitación del hijo. En Basta de sermones (1985) y luego en Palombella rosa (1989), Moretti había sorprendido con un cine único, fuera de norma, donde los límites entre persona y personaje se hacían indiscernibles. Con Caro diario (1993) y su continuación, Aprile (1998), Moretti directamente adoptó la primera persona singular para hablar sobre el mundo contemporáneo, la política italiana, el cine y la paternidad, todo con una libertad, una fuerza polémica y un desprejuicio envidiables. Ver cualquiera de estos films de Moretti significaba encontrarse con un humor feroz y una capacidad de reflexión siempre sorprendentes. No es el caso, necesariamente, de La habitación del hijo, donde Moretti sigue siendo el protagonista, pero abandona esa escritura en forma de diario para pasar a una clásica tercera persona, a un cine de prosa, sobrio, sólido, bien narrado, pero mucho más convencional, en la medida en que ya no pretende confrontar al espectador, sino en todo caso conmoverlo, con la historia de un matrimonio que no encuentra la manera de elaborar el duelo por la absurda muerte de su hijo.
Moretti es aquí Giovanni, un próspero psicoanalista de Ancona, una ciudad-puerto al norte de Italia. Su mujer, Paola (Laura Morante), es editora de libros de arte. Comparten un amplio departamento frente al mar con sus dos hijos adolescentes, Irene (Jasmine Trinca) y Andrea (Giuseppe Sanfelice), y todo el comienzo del film está organizado de manera tal de dar a entender la armonía que reina en esa casa. Es allí también donde Giovanni atiende su consulta, un desfile de maníacos y depresivos a quienes él parece escuchar con sabiduría y paciencia (y a través de los cuales se filtra algo del humor acre que reinaba en los films precedentes de Moretti). Frente a uno de ellos, Giovanni desliza uno de sus pocos consejos: “No sienta culpa por aquello que no puede resolver, no se puede controlar todo en la vida”.
Giovanni, sin embargo, cree tener su propia vida bajo control. Su callada, tácita omnipotencia se manifiesta de una manera notable, puramente cinematográfica, cuando la cámara lo acompaña, sin cortes, desde su consultorio –donde acaba de despedir a un paciente con la satisfacción del deber cumplido, como si hubiera contribuido a poner orden en el mundo- hasta las distintas habitaciones de la casa, abriendo puertas una tras otra e inmiscuyéndose incluso en una conversación telefónica de su esposa. Esa necesidad de control, ese orden aparente de Giovanni se destruirá de pronto cuando se entere que Andrea ha muerto en un accidente incomprensible, mientras practicaba natación submarina.
A partir de allí, mientras la madre no puede hacer otra cosa que recluirse en su habitación y llorar como un animal herido, Giovanni intentará en cambio volver atrás, reconstruir el orden perdido. ¿Por qué esa trágica mañana de domingo decidió atender a un paciente que lo convocó de urgencia? ¿Por qué no pudo compartirla con su hijo? De ser así, ¿Andreatodavía estaría vivo? Es Paola quien le hace ver que con esa actitud no hace sino refugiarse en su egoísmo, seguir pensando en sí mismo antes que en ella y en su hija, que lo necesita más que nunca.
Fue Bernardo Bertolucci, en una polémica entrevista del periódico romano La Republicca, quien deslizó la que quizá sea la interpretación más lúcida para un film que tiene como figura central a un psicoanalista. Según Bertolucci, aunque Moretti nunca lo reconozca o siquiera lo haya pensado, La habitación del hijo no hace sino expresar el deseo de Nanni de volver a ocupar el centro de la escena, luego de que el nacimiento de su verdadero hijo le disputara el protagonismo de Aprile. La muerte simbólica del hijo lo pone a Moretti en la situación de volver a hablar de sí mismo antes que de los demás.
Si hay algo que Moretti resuelve mucho mejor que su propia actuación, no siempre creíble o convincente, es el tono que le da a su película, una cierta sequedad con la que elude cualquier desborde o exageración melodramática. En este sentido, hay una suerte de minimalismo en La habitación del hijo que parece manifestarse en dos citas que no tienen una importancia dramática sino más bien de orden formal. Un lacónico poema de Raymond Carver que Giovanni le lee una noche a su esposa y un tema de Brian Eno que encuentra en un CD destinado a un amigo de su hijo (y que se escucha en dos momentos clave) son capaces de expresar sobriamente la melancolía de un mundo complejo y azaroso, que se resiste a ser resuelto en el diván de un psicoanalista.

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