SOCIEDAD › CRONICA DESDE LAS PLANTACIONES PERUANAS DONDE NACE LA DROGA QUE DESATO LA GUERRA NARCO EN BUENOS AIRES

El valle de la coca

De Perú provienen los ex Sendero Luminoso que pelean el poder narco en la capital. Y buena parte de la cocaína que trafican. Página/12 recorrió el Valle del Río Apurímac: once mil hectáreas sembradas con plantas de coca, restos de la organización maoísta, narcotraficantes varios y campesinos hundidos en la miseria. El Estado ausente lo convierte en una de las zonas más peligrosas del continente.

 Por Cristian Alarcón

Desde el Valle del Río Apurímac

Cuando en Buenos Aires se reproducen y fortalecen las organizaciones criminales peruanas dedicadas al narcotráfico, Página/12 recorrió por primera vez el Valle del Río Apurímac y Ene, VRAE, en el sudoeste del Perú, entre las sierras y las alturas del Cuzco: origen de la sustancia por la que se desató una guerra de narcos en la Capital. A unos cuatro mil metros de altura, en medio de la ceja de la selva, entre la presencia residual de Sendero Luminoso, los Comités de Autodefensa Campesina y un Estado históricamente ausente que ahora amenaza con un nuevo plan de erradicación y combate contra el narcotráfico en la zona, los campesinos cocaleros sobreviven a la pobreza extrema defendiendo las plantaciones que se convertirán en miles de toneladas de cocaína exportada luego a la Argentina, entre otros países del mundo.

Ladislao, el guía, señala la zona donde dicen que Sendero Luminoso reapareció. Con su famosa capacidad de fuego, los guerrilleros maoístas que –se supone– se desintegraron como organización hace 13 años, emboscaron y mataron a cinco policías, en diciembre pasado. “Fue porque la policía iba a perseguir gente que trabaja con la coca”, dice elegantemente Ladislao, el hombrecito que supo pelear con armas contra los “terrucos”, como les dicen en todo Perú a los miembros de Sendero. El camino es una sola vía de piedra y barro, un hilo marrón que se puede ver como un latigazo sobre la montaña verde a medida que se avanza, lentamente. Las curvas cerradas obligan al bocinazo preventivo. El paso de otro vehículo obliga a retroceder para darle lugar. Las nubes están próximas. Cuando el viajero cree que se aproxima al final se cruza otro río en el camino, porque así como a esta altura del viaje ya no hay servicios, salud ni desarrollo, y las fuerzas de seguridad son un fantasma temeroso de un ataque de Sendero o de los narcos, tampoco existen los puentes.

Se parte de Ayacucho, la capital del departamento, donde hay un pequeño aeropuerto. Luego Quinua, donde se termina el asfalto, y desde entonces tierra: Tambo, Ayna, hasta San Francisco, Kimbiri y Santa Rosa, uno de los paraísos de la coca. El Valle del Río Apurímac y Ene, o VRAE, la sigla con la que se lo nombra como si se tratara de un apodo, es una carrera de obstáculos a la que ningún local se le achica y el extranjero soporta entre el vómito, el ahogo y el mareo del sorocho que causa la altura. “Audaz”, dice en el techo de un camión enterrado en el barro. El motor parece agonizar en el intento mientras detiene la marcha de cientos de personas a lado y lado del barrial. Los cocaleros que esperan pasar hacen un silencio piadoso. El chofer de la “doble tracción” arranca primero, obligando al camión, al arremeter en la única vía como en un duelo de toros, a retroceder. “Córrete, bigotitos”, le dice. Entonces, tras la puja, se puede retomar el camino de la coca.

Poceros

En ocho horas se llega al centro administrativo del Valle, junto al caudaloso río Apurímac. Del lado oeste, San Francisco, departamento de Ayacucho, y en el este, al cruzar un puente anaranjado y nuevo, Kimbiri, la puerta del departamento de Cuzco. Los pueblos de diez mil habitantes lucen como hermanos: el gris y el ladrillo, la pobreza estructural, las enormes propagandas de los dentistas, las moto taxi con sus carcazas que parecen calabazas de metal decoradas como autos de colección. En un primer contacto secreto, al amparo de una cerveza cuzqueña, un hombre de dientes de oro cuenta cómo funcionan las cosas en la zona. La primera vez que vio la coca fue en 1970, cuando comenzaron a sembrar para “charchar”, o sea para masticar. Pero lo cierto es que “la coca se hizo fuerte en los ochenta”. Entonces aparecieron las primeras pozas de maceración.

A Ladislao le brilla el oro en la sonrisa cuando en voz baja explica el procedimiento. “O se hace una poza en la tierra o se arma una con madera y nylon. Siempre tienen 1,20 de profundidad”, comienza. El recurso que más insumen: agua. Es la que sacan del Apurímac con un tubo y una bomba. Esas piletas que parecen pelopinchos familiares suelen medir alrededor de cuatro por diez. Las más grandes, seis por doce metros. En las más chicas entran 200 arrobas (bolsas) de coca. Cada arroba hace unos diez kilos. “Primero se ponen tres cuartos de agua, y a eso se le agrega el ácido sulfúrico, que es un líquido que te come la piel y la ropa rapidito. Para una poza grande son unos diez kilos de ácido. Es fácil de conseguir; entre ellos nomás se venden”, dice. Después hombres y mujeres de brazos fuertes los revuelven como a un caldo, con unos palos grandes como remos.

“Al día siguiente, cuando está negrita el agua y la hoja está ya bien finita, empiezan a sacarla –cuenta el hombre, y almuerza un seco de pescado–. La llevan a un cilindro. Después le echan cal, lo baten y le echan el querosén. A un cilindro, ocho galones de querosén. Esto es lo que hacen algunos: de cien agricultores, 30, diría yo, son poceros. O sea, procesan la pasta básica. El agricultor que pocea gana entre 200 y 300 dólares en una cosecha. La poza grande puede dar doce kilos de pasta base. Por eso el narco le paga 600 dólares o 700 como máximo. Ellos no hablan, no cuentan. Como los conozco hace mucho, lo sé. Pero ellos se callan. Muchas veces no lo sabe el vecino tampoco. Las compras y las ventas son bien secretas. Se comunican entre ellos por radio, y hoy día compran en ese rincón de la selva, y otro día, en otro. Es en el medio del monte, nadie lo puede ver.”

A 1200 kilómetros del valle cocalero, en Lima, el general Miguel Hidalgo, al mando de las tropas de la Dirección Antidrogas de la Policía Nacional (Dirandro), dice que durante 2006 sus comandos destruyeron 300 pozas de maceración en el Valle del Apurímac. “Cuando llegamos no hay nadie, y casi nunca. Apenas nos retiramos ya arman otra”, reconoce el general. Dos de sus soldados, de fusiles AKM al hombro, confiesan durante el desfile dominguero de tropas que religiosamente cada semana se hace ante la plaza de Ayacucho, la capital del departamento, lo frustrante que es hacerlo, ellos mismos, con sus propias manos. “Estamos siendo preparados como comandos porque este año hay un plan para atacar”, dice el más alto de los dos fornidos morenos. “Somos 209”, dice su compañero.

Se los ve exultantes entre las comparsas de los pueblos vecinos que han llegado al precarnaval. Entre polleras de colores y sicus de todos los tamaños, guaguas envueltas en aguayos y puchero voceado en la vereda, se pasean los soldados del ejército, camuflados, con las caras cubiertas por tela de mosquitero verde, o directamente tapados de hilachas color tierra que les cuelgan desde la cabeza y hasta los pies, como un lampazo. “¡Se parecen al Tío Cosa!”, dice un niño apuntándolos. Son los rastros de la guerra. En la zona del río Apurímac, entre 1982 y 1993 murieron diez mil personas. Se calcula que hoy en todo el valle hay 160 mil habitantes. Las dimensiones de la guerra interna en el Perú la equiparan, por cantidad de víctimas, a un conflicto bélico mundial.

Mochileros

Al cocalero Telésforo García, los “terrucos” le mataron al padre. Casi a todos los que se les pregunta por la guerra cuentan sobre una víctima en su familia.

–¿Usted también peleó contra Sendero? –le pregunta Página/12.

–Acá todos tuvimos que salir a la guerra. Niños, ancianos, mujeres, todos –dice y señala a los que pasan por el camino frente a su rancho, desde donde se aprecia la vista de parte del valle y la prosperidad de la coca que brilla adonde se mire.

En el fondo de ese paraje, a unos minutos de la plaza de Santa Rosa, un arco iris se abre y se extiende sobre los cocales. A nadie le llama la atención. Para Telésforo y para ese niño que corre entre los perros de la casa, es común y silvestre esa explosión de colores en el cielo. Cléber, que tiene ocho años, es cultivador de coca. Le pagan según la cantidad de hojas que logra juntar con sus manos. La cosecha de la coca es una operación siempre manual: se toma el tallo casi desde la base, como si fuera un ramo de fresias, y se sube con el puño cerrado arrancando suavemente el follaje. Eso suele producir leves cortes en la piel por las hojas más filosas. Por eso las manos de Cléber tienen esas marcas. Al niño le pagan por su faena en el momento. Por cuatro kilos, dos soles, o sea dos pesos o 66 centavos de dólar. Por seis kilos, 3 soles, explica. “A la sombrita lo pones”, detalla, y muestra a lo lejos, bajo un galpón de techos de paja, el nylon cubierto por hojas que se secan. En Europa, el kilo de cocaína ya lista para su consumo en los espléndidos salones es de 60 mil euros.

Cuando Página/12 estuvo en Perú se divulgó un informe de Unicef que da cuenta de los males que padecen los niños del VRAE: desde el más alto índice de diarrea infantil hasta la contaminación con plomo por los desagotes permanentes de pozas de maceración al Apurímac, de donde se saca el agua para el consumo. No existe el agua potable. Mucho menos la energía eléctrica trifásica. De todo esto se queja Telésforo, que lo hace como cocalero, pero también como flamante alcalde de Santa Rosa, esos 170 kilómetros cuadrados de valle en los que viven seis mil personas. “Qué nos queda. No vamos a morir de hambre, pues en vez de morir de hambre preferimos sembrar nuestra hoja de coca, que para nosotros es como nuestra caja chica del campesino. Aparte de eso, sembramos nuestro cacao, nuestro café y nuestros cítricos. Entonces, nosotros no somos narcotraficantes. Los grandes narcotraficantes están ahí en la capital, son los que manejan los verdes”.

En un artículo sobre el movimiento cocalero subtitulado “Itinerario de desencuentros en el río Apurímac”, la socióloga Anahí Durand Guevara explica que “al participar la mayoría de los agricultores en las autodefensas contra Sendero disminuyen las posibilidades de dedicarse a los cultivos legales como el cacao, o el café, pues dado el aislamiento del Valle por la violencia, no tienen salida comercial”. Es por eso que los campesinos prefieren la coca, que no les demanda tanto cuidado, lo hacen en su tiempo libre. El informe académico dice lo mismo que Telésforo: se trata de una “estrategia de reducción del riesgo”. La coca minimiza pérdidas, maximiza oportunidades, porque sostiene otros cultivos. Requiere menos inversión que el café o el cacao, se cosecha cuatro veces por año: “Con menos cuidados se consiguen más ingresos. Por eso es considerada una caja chica”, concluye Durand Guevara.

A medida que el arco iris fulgurante se disipa sobre las montañas se junta gente en el caserío de ranchos apagados. De uno y otro lado salen campesinos jóvenes que si no disponen de un pedazo de tierra, trabajan en los cocales. En 1907 había solo 911 hectáreas de coca en el Valle. Según un Boletín del Instituto Francés de Estudios Andinos, se calcula que hoy existen unas 11 mil hectáreas de coca, y que de cada cien productores 87 son cocaleros. Entre ellos, una mujer risueña se acerca y elogia la remera del cronista.

–Qué buena su camiseta, a mí también me gusta Siuxie and The Banshees –sorprende y se esfuma.

Las posibilidades de vincularse con el negocio del narcotráfico y sus ganancias extraordinarias apenas comienzan a perfilarse cuando la hoja pasa a la maceración y a la pasta básica. Aunque la Dirandro asegura que existen laboratorios en la zona, lo cierto es que se supone que la mayoría de ellos están mucho más al sur. Por eso es necesario transportar la pasta básica. Cléber lo sabe. Su futuro puede no tener nada de previsible si sólo piensa en la escuela y en su condición de cultivador. Pero cambia la perspectiva si se imagina que lo contratan como “mochilero”. Así se les dice a los jóvenes que acarrean mochilas que llevan de diez a quince kilos de pasta por secretos senderos en el valle: son los nuevos chasquis. “Pueden tardar de cinco a quince días para hacer 500 kilómetros. Les dan cien dólares por kilo. O sea se pueden hacer hasta 1500 dólares en un viaje”, describe Ladislao, siempre bien informado.

Cocaleros

Nelson Palomino está sentado ante su desayuno, junto a los líderes cocaleros de casi todo el Valle. Son unos quince. En la mesa, sin embargo, hay sólo dos mujeres, y sentadas frente a él. Amapola Durán, una joven que viene del norte, de Tingo María, y María Elena, una técnica en desarrollo rural invitada. Los cocaleros creen que deben manejar ellos mismos los recursos que durante casi dos décadas solo ostentaron las ONG internacionales. “En la ciudad, un hombre en moto es un sicario. En el valle, un hombre en moto es un ingeniero”, dice este hombre que bate los brazos y profundiza, eleva y hace retumbar la voz para dar su mensaje “a los hermanos argentinos”, entre ellos este cronista y un equipo televisivo que también acompaña la incursión al valle. Sólo falta Telésforo y algunos otros alcaldes, de los 20 que el movimiento naciente Kuzka Tarpuy consiguió en las últimas elecciones. Los cocaleros han decidido disputar el poder en las urnas. Y han conseguido triunfar. “No queremos parecer pavos reales”, dice Palomino, queriendo decir que no se agrandan. Pero se mide con esa vara, la de la total representatividad del VRAE en su movimiento. Como el 78 por ciento de sus habitantes tienen como idioma fundamental el quechua, la campaña la ganaron usando un símbolo infalible. Mientras otros candidatos se identificaban con un gallo, un toro, una vasija, ellos lo hicieron con una hoja de coca bien verde y poderosa.

La primera comida del día en la selva está lejos del café con leche: es un plato fuerte como la sopa de pollo, el pescado frito con arroz o el chilcano de carachama, un caldo reconcentrado de un pescado “antediluviano”. Uno de los secretarios generales de la mesa lo levanta de un largo y delgado hilo que luce como la cola de un ratón. Lo comen deshuesándolo con los dedos con una pericia admirable. “Para mentir y comer pescado hay que tener mucho cuidado”, dice el refrán popular en el VRAE. Se debe entender la lógica de un territorio en el que los flujos que lo sostienen viajan camuflados por los caminos más secretos de América.

El VRAE produce además madera y gas. La madera suele ser ilegal. El gas va por un megagasoducto propiedad de Techint. Aseguran los expertos, como Gustavo Gorriti, autor de Sendero, historia de una guerra milenaria, que lo que queda de la guerrilla cobra peaje por cada uno de estos flujos. Sobre todo después de que en 2003 le secuestró 71 empleados a la empresa argentina.

Es que el VRAE es un lugar, al menos, complejo. En el VRAE se da la presencia simultánea de residuos de Sendero Luminoso, narcotraficantes, campesinos cocaleros en pie de lucha y varios Comité de Autodefensa Campesinos (CAD), ilustran los estudios académicos de peruanos, norteamericanos, franceses que han llegado a mirar con lupa el fenómeno. “Estos (los CAD) podrían ser captados como delincuentes por Sendero o por el narcotráfico”, advierte el Informe de la Comisión de la Verdad peruana. Bien paradójico teniendo en cuenta que en la memoria territorial lo que aparece de la mano del cultivo de la coca es el rol de la hoja sagrada en la derrota de Sendero, o al menos en su acorralamiento en las altas montañas de Viscatán. “El tema de la coca para la pacificación del VRAE ha sido un tema muy importante –dice Nelson Palomino mientras convida al periodismo con el chilcano y otros platos de amanecida–. Alimentario, como trabajo primordial, porque nuestros hermanos que combatieron han estado de por medio con la hoja de coca en la boca. Cuando había pérdidas de hermanos en la lucha, los cuerpos eran velados a través de la hoja de coca. Y en la parte económica, la hoja de coca era el soporte económico para poder comprar armamentos”.

El aprecio por la Argentina, y por el “compañero presidente Kirchner”, Boca, Maradona y el tango resulta impresionante, al menos entre estos dirigentes cocaleros que hablan largamente sobre su sueño de visitar algún día el país. Palomino envía un mensaje en quechua a los 200 mil argentinos que coquean en el norte. Tiene una hermana que vive en Jujuy. Y un sobrino en la Armada. Telésforo también: siempre he tenido buenas referencias de los argentinos, dice en su elegante manera de hablar. Telésforo es el que sueña, es el alcalde, habiendo sido cultivador, es el que explica la necesidad de los que lo rodean en ese paraje de belleza dolorosa, es el que se baña sin extrañeza en el arco iris del atardecer, y el que dice la verdad. Tiene 33 años. Es un hombre grande para lo que se sobrevive en una tierra de guerreros. Casi al final, cuando la luz se esfuma entre las montañas y los sonidos de la selva se hacen escuchar, el cronista se atreve, ignorante y prejuicioso, a preguntar:

–¿Qué tipo de perjuicios les ha traído el narcotráfico a ustedes?

–Bueno, hablar de perjuicio, creo que aquí no corresponde -–dice piadoso–-. Aquí no tenemos drogados. Eso existe en Estados Unidos. Sabiendo que esta droga es dañina, pues ellos consumen. Aquí no puedes ver ni un loco ni un traumado. Nada. Aquí, a pesar de nosotros, bueno, sembramos nuestra hojita de coca, pero no tenemos drogados. Esta es nuestra caja chica. La vamos a defender porque es nuestro pan de cada día, no sólo de nosotros sino de todo el campesinado del VRAE. Nada, perjuicio a nosotros nunca nos ha traído.

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