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Sábado, 12 de marzo de 2011

CULTURA › OPINION

Hueso duro de roer

 Por Guillermo Saccomanno *

Respeto, eso imponía Viñas. El respeto hacia una especie extinguida, cruza de guapo (porque las ideas a veces hay que defenderlas no sólo con palabras) con intelectual (porque no basta con poner el cuerpo). Coraje intelectual, digo. Tenía calle, mucha, y sofisticación literaria para leer la realidad. Supo imprimirles ese respeto a sus seguidores y aun más a sus adversarios, aunque nadie se le animaba. No es que le tuvieran miedo por su presencia física: le tenían miedo en el debate. Lo físico era una excusa para no discutirle. No era que Viñas tuviera siempre razón. Pero le pegaba en el poste al cuestionar. Sin ser peronista, de joven le tomó el último voto a una Evita moribunda hospitalizada. Cuando salió con la urna (está filmado) y vio la masa de humillados y ofendidos rezando por su santa definió la escena como tolstoiana. Y eso le cambió la perspectiva del peronismo. Podía ser crítico, pero no gorila. Tenía experiencia. De dolor. Propio y ajeno. Quizá la única experiencia que cuenta, la de dolor, la que permite a veces sonreír. Desde hace años consideraba la realidad con escepticismo. Y tenía sus motivos. Nadie leyó la violencia política de nuestra literatura, desde Echeverría a Walsh, con semejante agudeza. Se le criticó que, en su tensión, sus ensayos eran narrativos. Como si la tensión fuera patrimonio de la ficción y la crítica pura distancia, ecuanimidad y no una toma de partido. Su fama de ensayista polémico opacó un tanto su obra de narrador. Si su Literatura argentina y realidad política lee nuestra historia, su vasta producción narrativa la cuenta. Cuando estuvo de profesor en Letras fue capaz de parar un cuatrimestre en Walsh, eso en los ’90 nada menos. Tartabul, su última novela publicada, fue prácticamente ignorada por la crítica. Previsible. Aquellos que se la tiran de haber leído a Joyce no se animaron a esa novela con ecos de Mansilla, Cambaceres, Arlt y Marechal. Tartabul conjugaba la conversación elevada con lo plebeyo, la perspicacia de lo social con la intimidad que se esconde, la diatriba con la chicana que sugiere más de lo que redunda tanta ficción apoltronada en el lenguaje neutro de la literatura “marketinizada”. Viñas desnudaba, en un discurso al que había que entrarle, las marcas de la violencia política, la complicidad civil, la tendencia acomodaticia de los chupamedias del poder. No es que Tartabul fuera ilegible. El problema no estaba, no está, en la escritura como en el compromiso del lector. Porque Viñas era exigente. Les exigía a sus lectores lo que él se exigía como lector. En tiempos de tilinguería editorial, Viñas era un hueso duro de roer. No será fácil que alguien tome la posta. Y será triste pasar por la vidriera del bar La Paz y no encontrarlo ahí, sentado, fumando, leyendo, anotando. Escribiéndonos.

* Escritor.

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