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Domingo, 1 de noviembre de 2015

LA CARA DE LA ÉPOCA

 Por Elvio E. Gandolfo

Acabo de levantarme y me miro al espejo, o estoy caminando en la calle y veo mi reflejo en un vidrio, o peor aún, siento una levísima presión sobre los músculos que me rodean la boca y la base de la nariz. “Cristo”, me digo, “tengo la cara de la época”. En cuanto lo distingo, el síntoma desaparece.

Vista en el espejo o en el vidrio, la puedo describir. Pero aprendí a reconocerla en los demás, hasta que le fijé la etiqueta: “cara de la época”. Es a medias una sonrisa, pero un poco forzada, un poco detenida, con la boca entreabierta. Exagerando (y mintiendo incluso) podría afirmarse que parece la reacción facial ante un olor desagradable. Pero justamente la diferencia leve es una grieta gigantesca. La misma que hay, por ejemplo, entre Marilyn Monroe y una imitadora bastante buena de Marilyn Monroe: son casi iguales y por lo tanto las separa una diferencia abismal. Es mucho más parecida una morocha con el flair de Marilyn que una rubia oxigenada que la imita incluyendo —sí, una vez más— la cara de la época.

Es la cara de la alegría que no se atreve a afirmarse, del glamour que, en realidad, está cumpliendo con un deber impostergable, aburrido, tendiente al asquete (o cara de la época).

La veo a menudo en el rostro de un gran amigo que, sin embargo, se mete en situaciones típicas que producen ese tipo de cara a media máquina. Antes de que uno le pregunte, en cuanto te ve te dice “¡Estoy bien, magnífico!” (juro que cuando está así, atrapado por la época, usa ese tipo de expresiones). Lo dice además con una sonrisa de oreja a oreja, que dura apenas un instante. Casi sin transición pasa a una expresión formal, grave, y agrega: “En serio”, En el paso de una expresión a la otra está, fugaz, la cara de la época.

Si en vez de encontrarlo frontalmente y gatillarle la expresión predeterminada, lo veo desde cierta distancia sin que aún me vea, advierto con cierta inquietud que su rostro está en cambio totalmente invadido por la cara de la época: con la boca levemente entreabierta, pero no floja (ahí tendría cara directamente de bobo total). La tensión le tensa microscópicamente los músculos alrededor de las comisuras, algo parece preocuparle. Aunque no del todo: no se trata de algo exacto, ubicable, hasta trágico. Es la cara que pone cuando escucha un ruidito persistente en el motor recién arreglado de su auto. Pero desprovista de ese motivo: ahí es la reacción natural ante una inquietud concreta.

Nada más lejos de la cara de la época que las caras de emoción evidente. El esplendor del mismo rostro cuando lo invade la alegría, o la expresión de sufrimiento real cuando lo aplasta la tristeza. O hasta la fijeza absorta del ensimismamiento, casi la antípoda de la cara de la época. Ahí está, mi gran amigo, a pleno, jugándose, sin saber qué pasará a continuación, ni él ni yo.

En cambio, de pronto, algo que viene del aire, de los programas de televisión, del bombardeo de los diarios, pero más aun de las relaciones imprecisas (grandes productoras de caras de la época), de las inseguridades sin motivo, de una secreta, tenue, inubicable insatisfacción flotante, típica de la época, desde luego le instala en la cara esa expresión.

Al menos en mi caso lo bueno de haberla ubicado es que en cuanto me doy cuenta de que la tengo, se disuelve. Pero no sé si podría explicárselos, imitárselas. No sé si puesto entre la espada y la pared sería capaz, a pedido, para transmitir el descubrimiento, de poner exactamente la cara de la época.

En cuanto pienso en la dificultad, empiezo a tenerla, pero al darme cuenta la disuelvo, y así voy, dando tumbos.


Esta columna de Elvio E. Gandolfo pertenece al flamante libro La mujer de mi vida de Letra Sudaca, una excelente recopilación de artículos y filosas recomendaciones culturales (en la sección “Margaritas”, caracterizada por los comentarios de “me gusta muchísimo”, “me gustan mucho”, “me gustan poco” y “no me gusta nada”) publicadas en la revista homónima de Ricardo Coler y Sergio Olguín que salió en forma mensual hasta 2008.

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