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Domingo, 30 de enero de 2005

HALLAZGOS > LA ADAPTACIóN DE UNA CASA EN EL FIN DEL MUNDO, OTRA NOVELA DEL AUTOR DE LAS HORAS.

Cuando Bobby conoció a Jonathan

 Por Mariana Enriquez

Michael Cunningham publicó Una casa en el fin del mundo –su primera novela– en 1990. Fue un debut extraordinario y un libro entrañable para la generación que lo descubrió. Los nuevos vínculos, Nueva York a principios de los ‘80, el sida, la fragilidad de los lazos afectivos, el sueño de crear familias no convencionales, eran todos temas cercanos para quienes se hacían adultos a principios de la década pasada, y Cunningham tuvo además el talento y la empatía suficientes para volverlos universales. Sus novelas siguientes, De carne y hueso y Las horas, exploraron territorios similares y también fueron libros brillantes. Sin embargo, Cunningham no tuvo suerte con la única adaptación al cine de su obra: Las horas resultó una película pomposa, que confundía solemnidad con profundidad.

Quizá por eso, cuando llegó el momento de adaptar Una casa en el fin del mundo, el escritor decidió involucrarse con el proyecto, escribió el guión y fue consultado durante la producción. El resultado –que se estrenó hace poco en Estados Unidos y aquí ya se consigue en versiones pirateadas– no es una maravilla, pero está mucho más cerca del espíritu del libro que aquella enormidad con música aterradora de Philip Glass que fue Las horas. Dirigida por el debutante Michael Mayer, con producción de Tom Hulce (el Mozart de Amadeus), Una casa... es la historia sencilla pero emocionalmente compleja de Bobby (Colin Farrell) y Jonathan (Dallas Roberts), dos amigos que se conocen en la adolescencia y tienen una fugaz relación homoerótica. Jonathan, abiertamente gay, se muda a Nueva York y deja atrás a Bobby. Ya en la gran ciudad comparte casa con Clare (Robin Wright Penn): ambos intentan formar una familia no convencional, que se materializa cuando Bobby se une a ellos y Clare queda embarazada. Entonces los cuatro se mudan a Woodstock, viaje hacia un desenlace a la vez dulce y amargo.

Como siempre, es inútil comparar el libro con la película: la bellísima prosa de Cunningham no es trasladable al guión. Pero gracias a un clima nostálgico que captura la esencia del legado emotivo de los ‘60, una banda sonora perfecta (Dusty Springfield, Leonard Cohen, Bob Dylan, Patti Smith), la cotidianidad de la vida gay mostrada sin subrayados y una actuación perfecta de Colin Farrell –que en esta película deja por fin de ser una “promesa”–, Una casa... se acerca mucho a lo que Cunningham se merecía del cine, aun cuando por un exceso de celo el personaje de Eric –un amante de Jonathan enfermo de sida– haya sido eliminado. Su ausencia, que en la novela precipita el final, es significativa: sin él, los personajes son menos mezquinos, más íntegros y no tan creíbles. Tal vez el clima hostil que se respira en EE.UU. tenga como consecuencia un exceso de corrección política y cierta exigencia de personajes gays “positivos”. Aun así, la sencillez y honestidad de Una casa en el fin del mundo es un bálsamo en un paisaje cinematográfico que derrocha dramas crispados sin alma y superproducciones tan bobas que parecen pergeñadas por productores y guionistas con muerte cerebral.

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