Sábado, 30 de abril de 2005 | Hoy
NOTA DE TAPA
El mes que viene se estrena Melinda y Melinda, una película que muchos consideran el regreso de Woody Allen después de los recreos que se vino tomando con sus últimas comedias. Con motivo del estreno, la revista inglesa Uncut se disponía a entrevistarlo de manera convencional cuando se encontró con una aguja en un pajar: el reticente Allen dispuesto a repasar buena parte de su filmografía película por película.
Una película representativa de las tempranas comedias slapstick con temas recurrentes: el perdedor debilucho que persigue a las mujeres, el absurdo del celo religioso y los grupos políticos, y la ansiedad por la performance amatoria. Su protagonista chaplinesco se convierte por accidente en revolucionario y después en dictador latinoamericano; por fin, es acusado de traición.
Allen: “Bueno, en ese momento estaba tratando de convertirme en director. Había escritor What’s new, Pussycat?, pero la había odiado tanto a pesar de que me había dado dinero que decidí no hacer otra película si no podía dirigirla. Sólo podía apoyarme en ser gracioso. Sabía que podía serlo. Aunque me convirtiera en un director terrible, o en un mal escritor de personajes y tramas, estaba seguro de poder hacer reír a la gente. Así que en ésta y todas mis primeras películas –Robó, huyó y lo pescaron, Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo pero temía preguntar, El dormilón, La última noche de Boris Gruschenko– me sentía a salvo y protegido siendo sólo gracioso. Eso me motivó, y se nota en las películas. Sabía que si todo lo demás fallaba, si era la peor película jamás hecha, los chistes iban a estar bien. Así que procedí de chiste en chiste.
En Bananas tuve la suerte de conseguir al comentarista deportivo Howard Cosell para que hiciera el relato de las payasadas en el dormitorio. Elegí al mejor comentarista de los Estados Unidos de aquella época. Fue fantástico, viajó a Puerto Rico, donde filmábamos, tuvo un breve encuentro conmigo y después, recién bajado del avión, fue y lo hizo de una vez, sin esfuerzo alguno. Y el resultado es tan auténtico porque él lo era”.
Una agridulce obra maestra de la comedia romántica, que ganó cuatro Oscar y consagró a Allen. El comediante stand-up Alvy Singer conoce a la igualmente neurótica Annie (el nombre real de Diane Keaton es Diane Hall). El amor florece y Alvy estimula a Annie para que se exprese; pero no puede evitar su obsesión con la muerte, y la lleva a Hollywood.
Allen: “Cuando la hice, la gente que me rodeaba decía ‘¿Por qué querés hacer esto? ¡Tiene trama! ¡Tenés que dedicarle tiempo al carácter y la exposición! ¡No vas a ser gracioso!’. Acababa de hacer La última noche... y otra en la misma línea de Bananas y la gente me preguntaba por qué cambiar. Pero la hice, y cuando se estrenó fue bien recibida, gustó... pero no me estremeció. No me fue tan bien. Ni mal ni excelente. No mejor que cualquier otra cosa.
Después, cuando ganó los Oscar, los negocios repuntaron, pero nunca radicalmente. Quiero decir, en aquel momento debió ser la película ganadora del Oscar que menos dinero hizo. Mi Mejor Película con la Peor Recaudación. Un logro en sí mismo. Siempre sentí que era una película buena, pero había hecho varias mejores. A la gente le gustó la historia de amor, por supuesto, y claro, Diane Keaton es una personalidad tan fuerte. Tenía algo, quizá el sentimentalismo, no lo sé, que atrapó a la gente. Peter Bogdanovich dijo que era la película donde todo caía en su lugar, y con la que me había transformado en un cineasta. Y quizá tenga razón. Antes sólo había hecho chistes enganchados. Con Annie Hall empecé a hacer películas. Y no voy a negar que me encantó tener éxito”.
Desde su majestuosa apertura, esta maravilla monocromática es una carta de amor a la historia y la personalidad de Nueva York. El escritor que interpreta Allen, Isaac (42 años), sale con Tracy, de 17 (Mariel Hemingway). ¡Si sólo pudiera disfrutarlo! Pero su ex esposa lo dejó por otra mujer y siente que el público no aprecia su ingenio. Como la ciudad, tiene que aprender a abrazar el cambio.
Allen: “Para mí, lo mejor fue la fotografía de Gordon Willis y la música de Gershwin. O mejor: al revés. Pero sentí que era una película fallida. Marshall Brickman (coguionista) y yo nos propusimos hacer algo mucho mejor. Cuando la vi entera, me molestó. Sentí que no había conseguido lo que quería e hice muchas tomas adicionales. Para mí no fue una experiencia tan buena como para los demás. Pero estoy acostumbrado a que mis opiniones no sintonicen con las del público. Me pasa todo el tiempo. No sé qué significa, pero sé que también les pasa a otros directores. No puedo creer que sea sólo yo. Muchas veces empiezo a hacer una película que escribí, no consigo lo que quiero y... siento que arruiné una muy buena idea. A veces el público está de acuerdo con que la arruiné, pero por lo general dicen que aman la película. Por supuesto, el tipo que se mete en una sala de cine no tiene idea de lo que yo tenía en mente y por qué lo arruiné. Pero aun así, aunque la gente sea tolerante, no me siento bien. Y otras veces pienso que hice algo fantástico y el público no lo ve así. Eso me sorprende”.
Un autoexamen inspirado en Fellini, con un cineasta en una retrospectiva de sus películas horrorizado ante las malas interpretaciones de los fans; lo preferían cuando era “gracioso” así que él se deprime y reúne a las mujeres fascinantes y problemáticas que amó. “Stardust” de Louis Armstrong acompaña su único momento perfecto.
Allen: “Todos los directores me dicen que vivieron esa escena: fans bienintencionados que alaban lo que uno percibe como errores o elementos débiles. He hablado con muchos en estos años y me dicen: ‘El tipo de Stardust Memories soy yo, pasé por esa experiencia’. Muchos escritores también me lo han dicho.
La idea de que cualquier tren que tomemos, en cualquier dirección, termina siempre en el tacho de basura es... bueno, tengo que pensar cuál es la mejor respuesta. La idea es... mi triste mirada de la vida. Seré brutal: refleja mi fútil, oscura, depresiva y pesimista mirada sobre la vida. ¿Hay ecos en la idea de que ‘la casa siempre gana’ de Los secretos de Harry? Seguro, y debe aparecer en muchas otras películas también”.
Una mesera en plena Depresión (interpretada por Mia Farrow) va al cine para escapar de su marido maltratador. Está viendo una película de aventuras cuando el personaje principal sale de la pantalla.Tienen un romance, pero el actor del mundo real vuelve para tomar control de su imagen errante. La línea arte-realidad pocas veces se ha trazado con tanta claridad.
Allen: “Es una de mis favoritas. Es el ejemplo de una película no muy popular –bien recibida, pero no salvajemente comercial–. Tenía un concepto y lo ejecuté perfectamente. Me sentí bien y satisfecho, aunque no fue un éxito de taquilla ni la gente exclamó que se trataba de mi mejor película.
Quería postular el problema de la realidad y la fantasía en la pantalla. Tenía esta idea de que ella viera películas y el tipo saliera de la pantalla para encontrarla. Pensé: ‘Eso estaría bien, sería divertido y original’. Escribí la mitad y después no pude terminarla. No sabía qué hacer. La dejé durante meses. Entonces un día se me ocurrió que el actor ‘real’ que interpretaba al ídolo de la pantalla debía llegar a la ciudad. Tiene problemas –su personaje había abandonado la pantalla–. Y ella está enamorada de los dos. Entonces debe elegir entre realidad y fantasía. Y por supuesto, ¡la fantasía es muy tentadora! Pero, al mismo tiempo, ¡de ese lado queda la locura! No se puede elegir la fantasía; uno se vuelve loco. Por supuesto ella elige la realidad, a la persona real. Pero él la lastima. Y entonces supe que tenía una historia. Después de que se las mostré, United Artists me dijo: ‘¿Estás seguro de que querés ese final? Sería mucho más agradable y divertido si ella es feliz al final’. Y les dije: ‘No. Se están perdiendo el motivo por el que hice la película’”.
Allen creció en Brooklyn y de niño pasó mucho tiempo en Coney Island. Estas anécdotas y sketches sobre el mundo de la radio en aquella época forman una rica montaña rusa de detalles autobiográficos y nostalgia. Su textura es la de una pintura de Hopper.
Allen: “Algo que sólo se hace una vez, supongo. Fue divertido, porque durante ese año estuve viviendo en el pasado. Lidiaba mucho con mi niñez. En teoría no era mi niñez personal, sólo elementos. Cada día vivía en aquellos tiempos, con la música vieja, la ropa de antaño. Se consigue la atmósfera, como el jazz de Nueva Orleans que toco con mi banda, como el antiguo baseball, y uno vive en eso. Después se va del estudio, vuelve a casa y está en el mundo actual, con los celulares y las casas de comida rápida. Pero en el estudio es otro mundo, y eso es muy seductor”.
Hannah y sus hermanas (1986) había sido su mayor éxito en algún tiempo, así que Allen llevó la idea novelística todavía más lejos. Martin Landau lucha con su conciencia; Allen, un documentalista desconocido, envidia al rufianesco productor televisivo que interpreta Alan Alda. Las mujeres aman a los hombres equivocados. Lo que es bueno, lo que es pecaminoso, lo que se encuentra en las áreas grises.
Allen: “De acuerdo, yo siempre quise ser un cineasta serio. Mi don es el de la comedia. Pero siempre que puedo hacer algo serio siento que me divierto más. No digo que sea mejor en este terreno, sino que lo disfruto más. En un momento, cuando la estaba armando, quería que sólo quedara la parte seria, la de Martin Landau, y no la subtrama ‘entretenida’ conmigo y Mia (Farrow). Entretenido para muchos, rutina para mí. Podría haberme desprendido de ese alivio cómico y el impacto hubiera sido mayor.
¿Son ciertas las historias de múltiples cortes de último momento? Bueno, ahora mismo no me acuerdo, pero se puede decir que los hice prácticamente en todas mis películas. Filmo y filmo y en la última semana siempre les pregunto a la chicas que se encargan de la continuidad del guión cuánto tiempo acumulé. Invariablemente dicen dos horas y cincuenta minutos aproximadamente. Siempre sé que es demasiado larga antes que me lo digan”.
Parejas que se forman, se separan, se arrepienten, se reúnen. Allen hace un brutal pero compasivo estudio de la tontería del amor, el precio del compromiso, el dolor de no poder comprometerse. La cámara fresca y movediza reafirma el sentimiento volátil.
Allen: “Otra de mis favoritas. Otra vez tenía un concepto y conseguí plasmarlo. Después no sentí: ‘Dios, qué hice, la arruiné’. Fue positivo, la disfruté. Decidí desobedecer todas las amabilidades de la cinematografía. La hice torpemente, como un chico que toma una cámara sin saber nada. No estaba restringido por nada y fue muy pero muy divertido. Cortar por el medio, no importa si se ve feo, lo que sea cuando sea. Y sin embargo conté bien una historia. Me sentí bien sobre la película. Todavía me siento bien”.
Harry es un escritor bloqueado y le sobran ex esposas. Es un narcisista y vemos sus crisis intercaladas con pasajes de sus maliciosos, beligerantes libros. Un elenco que incluye a Robin Williams, Demi Moore, Elisabeth Shue y Billy Crystal trata de redimirlo.
Allen: “Maligna, sí. No me disgustó esa película. Es más, me gustó, y fue bastante exitosa. Pero no quería interpretar a Harry. Les pedí a muchos actores que lo hicieran. A muchos no los pude conseguir y con otros no me pude poner de acuerdo. Hablé con Dustin Hoffman, Robert De Niro, Elliot Gould, hasta Dennis Hopper. Pero finalmente tuve que hacerlo yo. Siempre pensé que otro lo hubiera hecho mejor. No es que dudara en interpretar a alguien jodido –es que mi costado cómico puede diluir la seriedad de un personaje–.
Cuando uno envejece quedan cada vez menos papeles adecuados para interpretar. Si tuviera treinta años menos, podría haber hecho el papel de Kenneth Branagh en Celebrity o el de John Cusack en Disparos sobre Broadway. Pero a mi edad no puedo. Tengo que esperar hasta que me llega un papel. Y cuando escribo, no fuerzo el asunto. Si escribo un buen papel para mí, bien. Y si no, también”.
La llegada de Melinda (Radha Mitchell) a su grupo de amigos neoyorquinos resulta en caos y angustia o farsa y luz, según cuál de las líneas paralelas hipotéticas creamos. Los temas de Woody Allen perseguidos con buen gusto, y su mejor trabajo en mucho tiempo.
Allen: “No fue demasiado difícil equilibrar la comedia y la tragedia, pero como en Crímenes y pecados disfruté más las partes trágicas. Hacer lo cómico es redundante para mí. Tengo mucha experiencia en la comedia dramática y allí está mi fuerza, pero me gustan los desafíos. Por fortuna esta actriz, Radha Mitchell, llegó y me quitó gran parte de la carga. Ella es la que tiene que ser graciosa a las ocho de la mañana, estar sombría a las 11, intentar suicidarse a las tres de la tarde y a las cinco y media morirse de risa con Will Ferrell. Fue pura buena suerte, porque no la conocía ni había escuchado hablar sobre ella. La vi en Enlace mortal de Joel Schumacher y me dije: “Es bonita, es buena, ¿estará disponible?”. Y Will es fantástico, un oso tonto con dulce vulnerabilidad que sencillamente no entiende nada... no se puede evitar quererlo. No creo que me imite en la película, en absoluto. Mi personaje es más alerta, más intelectual neoyorquino, más patético. El es un californiano grandote y alto que sólo... desea.
Tuve suerte con el casting. Al comienzo siempre usaba a la misma gente: Diane Keaton era mi pareja, y vivía cerca. Tony Roberts también vivía cerca. Me gustaba trabajar con amigos. Con los años Diane se convirtió en una estrella, se mudó a California, hizo millones de cosas... es una amiga muy cercana, pero tenía que romper con el círculo. Y cuando salía con Mia Farrow hice muchas películas con ella. Pero, últimamente, he sumado más gente.
A veces contrato a un chico o una chica que estaba bien en dos o tres películas; los contrato y no pueden hacerlo. Pienso: ‘¿Qué pasó? ¡No lo entiendo!’. A veces apuesto a alguien que nadie conoce y salen airosos de la forma más hermosa. Hay que tener habilidades para hacer una película, pero también hay un alto porcentaje de suerte. Cada director se propone hacer una buena película, pero incluso los mejores hacen películas malas. Aunque uno sea bueno, no puede serlo todo el tiempo. Hacen falta recreos”.
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