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Domingo, 19 de diciembre de 2010

ARTE > EL BALANCE DE LA 29ª BIENAL DE SAN PABLO

El Evangelio segun San Pablo

La edición de este año de la Bienal de San Pablo estuvo teñida, para la Argentina y para todos los participantes, de la censura que sufrió la obra del argentino Roberto Jacoby: su unidad básica de apoyo a Dilma Rousseff en plenas elecciones. Pero debajo de eso, hubo una Bienal: la primera después de que el curador anterior decidiera vaciarla de obra para repensarla; una Bienal con intenciones museísticas y pedagógicas que incluyó un 80 por ciento de obra brasileña y un buen porcentaje de obra conocida. Sin embargo, se presentaron diez obras encargadas por los organizadores este 2010 que actualizaron el debate que estalló con la censura: el del arte y la política. Como despedida, tras su cierre, Radar recorre esas diez obras y ofrece un balance.

 Por Lucrecia Palacios

Principios de diciembre en San Pablo. Falta poco más de unas horas para que la 29ª Bienal cierre y se desarme, después de 80 días de exposición. En los pabellones se huele un poco ese aroma a fin de fiesta, cierto cansancio en el caminar de los guías, folletos que faltan en la entrada, registros de performances y obras que ocurrieron al inicio. Ya no hay críticos, ni artistas ni curadores recorriendo los enormes pabellones de Niemeyer, que cuando no están vacíos se llenan de contingentes de estudiantes que corren veloces a las obras, escuchan lo que los guías explican y se desarman como una bandada de pajaritos hasta la próxima pieza.

Esta edición de la Bienal empezó muy mal. Pésimo. Se había propuesto trabajar la relación entre arte y política, pero pocas horas después de la inauguración, la censura a la obra de Roberto Jacoby tiñó de sospechas cualquier discurso que la Fundación Bienal o los curadores pudieran articular. “¿Qué piensa un curador cuando invoca la palabra política?”, preguntaba enojado Jacoby desde la carta abierta que publicó mientras tapaban con papel madera y cinta una de las imágenes de su obra: la cara sonriente de Dilma Rouseff, por entonces todavía candidata a presidente de Brasil.

La verdad es que no queda demasiado claro. Los curadores Agnaldo Farías y Moacir dos Santos distribuyeron más de 800 obras en los pabellones, como respondiendo al imperativo de “volver a llenar los pabellones” que habían quedado vacíos tras la última edición, en la que Ivo Mesquita pensó la Bienal como un espacio temporal y presentó la nada, o mejor dicho, presentó la arquitectura de Niemeyer en su máxima expresión, poquísimas obras, charlas y conferencias para repensar el rol de la Bienal de San Pablo.

Mesquita coincidía con el sentir general. Fundada en 1951, la Bienal tiene ya seis décadas de trabajo direccionado en el mismo sentido: colocar a Brasil en el mapa del arte contemporáneo. Era tiempo de cuestionar el objetivo nacionalista de la Bienal paulista (o de cualquier bienal), poner en evidencia la relación entre la Bienal y el mercado del arte, la dependencia de la Bienal con fondos privados, el romance entre la Bienal y el turismo cultural, etc. Lo que esta edición hace es asumir todas estas cuestiones. Por ejemplo, coloca un 80 por ciento de obras brasileñas, lo que la convierte en la Bienal de San Pablo más brasileña de la historia, si es que cabe decir algo así.

Es una vuelta al orden, en muchos sentidos. Retoma incluso algo de la necesidad museográfica que cubrieron las primeras ediciones de la Bienal, que se hicieron en una ciudad que recién empezaba a formar sus museos y colecciones. La función moderna de museo educador se huele en esta edición, que focalizó como pocas otras en su programa educativo y que concentró gran parte su energía en él, haciendo alianza con el Ministerio de Educación y con las escuelas (la llamada educación tradicional), pero también en obras y propuestas artísticas que ponen el acento en la pedagogía como un espacio de transformación social.

Colabora en el aire a retrospectiva que, salpicadas entre esas 800 obras, generalmente mostradas a través de videos documentales, entrevistas o registros, aparecen Tucumán Arde (que denunciaba la pobreza y la explotación de los ingenios de azúcar en Tucumán), las acciones del CADA chileno (en una ellas, llamada para no morir de hambre en el arte, repartían leche entre la población de las villas) o los billetes de Cildo Meireles (en donde anotaba ¿Quién mató a Herzog?, en referencia a la muerte en la cárcel del periodista Herzog, del que la policía decía fue suicidio y era un evidente asesinato); obras realizadas generalmente en los años ‘60 y bajo dictaduras, en su mayoría colectivas.

Y también que la mayoría son obras de artistas consagrados, obras que ya se han visto, y muchas veces. Allí aparecen nuevamente los ojos de Gutete Emerita de Alfredo Jaar de 1996 (una montaña de diapositivas que nos muestran sólo los ojos de Gutete, única sobreviviente de un genocidio en Ruanda, y nos esconden lo que ella vio); o las joyas de la corona de Carlos Garaicoa (una obra-exhibición que nos hace entrar en lo que creemos es una exposición de joyas, pequeñas piezas de plata sobre almohadones de terciopelo negro en vitrinas, y en realidad son réplicas en miniatura de los espacios estatales de tortura y represión más siniestros del siglo XX), obra expuesta en la Bienal de La Habana el año pasado y en más de tres exhibiciones en lo que va del 2010. O la de James Coleman, o la de Tacita Dean o la balada de la dependencia sexual de Nan Goldin, bellísima oda fotográfica sobre el sexo, el amor, la soledad y la muerte, que es de todo menos inédita.

Por último, el museo aparece una y otra vez como formato de las mismas obras. Y es que quizás el gran tema de esta Bienal no sea la política, como querían los curadores, sino la memoria. La modernidad es una amnesia, decía Benjamin, y cifraba en la recuperación de la memoria la capacidad revolucionaria. Aquí un listado de diez obras comisionadas por la Fundación Bienal y realizadas en 2010 hacen que haya valido la pena acercarse al parque de Ibirapuera. Obras que no resuelven la relación entre el arte y la política, pero que no dudan de que el arte sea un espacio de transformación social, a través de la participación en procesos sociales o a través del poder de las imágenes de contar una historia diferente a la que nos fue contada.

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