Domingo, 6 de marzo de 2011 | Hoy
CINE > EL CICLO DE DOCUMENTALES EN LA LUGONES
Desde autorretratos y memorias como el de Angès Varda y exploraciones político-familiares como el de Chiara Malta sobre su padre, a frescos como el del puerto de Jaffa o las confesiones de un soldado en operaciones ilegales, el ciclo de documentales de creación francés que se da en la Lugones presenta una selección de trabajos que encarnan la titánica tarea que aún emprende el documental por representar la complejidad del mundo en que vivimos.
Por Hugo Salas
Desde su nombre, el ciclo Filmar al otro: documental de creación francés (hasta el domingo próximo en la Sala Leopoldo Lugones, salvo los feriados de Carnaval) anticipa un criterio de curaduría y una mirada sobre el género. En efecto, aun cuando entre las películas haya algunas que indagan el espacio del yo (Armando y la política y sobre todo el impecable autorretrato Las playas de Agnès), la cámara, ese ojo mecánico que todo lo condena a lo exterior y lo ajeno, hace incluso del sí mismo un objeto, una cosa que puede someterse a los expedientes de la captura y la exhibición.
Ya en los primeros pasos de los hermanos Lumière, cuando el cinematógrafo era un mero aparato de registro, muy lejos de lo que habría de ser luego el espectáculo cine, se advierte la existencia ya de un ideal quimérico que luego continúa el documental, en aquello que preserva –si se quiere–- de más acendrada herencia decimonónica: su pretensión de capturar, por medio de un artificio técnico, todas las cosas que puedan verse en el mundo, todos los hombres que lo habitan, todas sus geografías y sus horas. Hijo del Romanticismo y la gran novela burguesa tanto como del colonialismo y las Exposiciones Universales, el discurso de las grandes imágenes no deja de enseñar –aun si cree que no lo logra, que no alcanza–- el mundo entero; vale decir, el conjunto de temas, preocupaciones e intereses que los hombres consideran constituye la totalidad de su realidad social.
Basta entender esta conexión para advertir que no es casual que continúe siendo Francia uno de los escenarios privilegiados de esta producción. En realidad, como muestran las películas del programa, confluyen bajo su paraguas realizadores palestinos, israelíes, italianos, senegaleses y es extraño, de hecho, que en esta ocasión no figure ningún documentalista de América latina. Todos ellos encuentran allí, en esa cultura atravesada al mismo tiempo por el gesto colonizador y la avidez poscolonial de lo exótico redimido en buena conciencia, un lugar donde todavía existe la intención de capturar el mundo en un zoológico de sombras y sonidos, libre de toda amenaza de perturbación.
En un extremo de filmar al otro, la etnicidad y los discursos sobre la identidad en términos nacionales, regionales o culturales constituyen uno de los ejes más intensos, articulado en el enfrentamiento entre “mundo árabe” y “mundo occidental”. Con motivos, el Estado de Israel se erige como la escena privilegiada y explícita de esa disputa, ya sea desde el humor con que Avi Mograbi, uno de los más importantes cineastas israelíes de la actualidad, emprende su “trágica comedia documental musical” Z 23, donde el distanciamiento se aplica al testimonio de un soldado israelí que confiesa a cámara, ocultando su identidad, haber participado de una misión de represalias (ilegal) que se cobrara la vida de dos policías palestinos, hasta el tono elegíaco, pesaroso y desangelado de Port of Memory (ver recuadro) o la denuncia y los interrogantes que abre Rachel, de Simone Bitton, sobre la muerte nunca aclarada de la pacifista Rachel Corrie en la Franja de Gaza.
Del otro lado, la mirada se posa sobre lo íntimo, lo personal e incluso lo autobiográfico, vuelto exótico en un era en que se ve amenazado de extinción por el avance de la exposición, la interactividad, la vida mostrada. El sensible registro de la adolescencia en el marco de la enfermería de un colegio secundario (Ecchymoses) o la relación propia con la historia y el padre en Armando y la política (ver recuadro) hablan, cada uno a su manera, de la nostalgia por la gran vida privada, la biografía épica sin ser solemne que regala, según sus propias palabras, “una viejita que camina hacia atrás, como un cangrejo”, la impar Agnès Varda en su bellísima Las playas de Agnès.
En el medio, la metáfora del mundo documentalizado como zoológico se materializa y eclosiona en Nénette, donde durante 70 minutos Nicolas Philibert elige mostrar una mona en su jaula del Jardin de Plantes de París. El efecto es paradójico; la película registra, en realidad, lo que no se ve, lo que escapa del ambicioso ojo-trampa de la cámara: los paseantes, las visitas, el público, la ausencia en toda imagen del que mira, pero no deja de hacerse oír, todo el tiempo, en aquello que ha reservado para su mirada.
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