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Domingo, 10 de julio de 2016

NIÑO TERRIBLE

 Por Ana Fornaro

Roald Dahl quiso ser Hemingway pero terminó siendo un Charles Perrault moderno. De familia noruega, origen galés y educación inglesa, buscó la vida del héroe, entre viajes a África, vuelos de la Segunda Guerra y una carrera de espía, pero en lugar de encontrar la aventura de los recios, se chocó una y otra vez con la fragilidad de su propia infancia, que volcó a su literatura. A diferencia de sus contemporáneos, que escribían con edulcorante, tratando a los niños como enanos de cristal, Dahl introdujo en sus historias el humor negro y el grotesco. Se sirvió de la crueldad y del uso de la fantasía de los cuentos de hadas pero les dio un giro propio: sus historias están contadas siempre desde el punto de vista del niño y los adultos, salvo excepciones, no suelen quedar bien parados. En sus novelas hay venganzas, ajustes de cuentas y violencia pero se termina restableciendo un equilibrio: los chicos suelen conseguir las herramientas para salir adelante. Este gigante de dos metros, que en septiembre cumpliría cien años, se puso a la altura de los niños encontrando la fórmula de un éxito que no se detiene. Best- seller reverenciado, pero también muy controvertido, después de medio siglo Dahl sigue siendo el “contador de historias” (la crítica suele referirse a él como storyteller) inglés favorito de los más chicos. Fue una máquina de generar clásicos infantiles como James y el durazno gigante (1961), Charlie y la fábrica de chocolate (1964) Danny el campeón del mundo (1975), El gigante bonachón (1982) Las Brujas (1983) y Matilda (1988) –todos ilustrados por el genial Quentin Blake– pero también brilló con un Relatos de lo inesperado (1979), un puñado de cuentos escabrosos para adultos (que en realidad tuvo un público mayoritariamente adolescente) que se caracterizan por el golpe de efecto final, la economía narrativa y una visión muy oscura, e irónica, del mundo. Publicó unos cuarenta libros entre novelas, cuentos y poemas que llevan vendidos doscientos millones de ejemplares en todo el mundo haciendo de su figura de autor una verdadera industria. Septiembre, mes de su nacimiento, es el “mes Dahl” en Inglaterra y desde su muerte, hace 26 años, se realizan actividades en todas las librerías del país. Su casa de Buckinghamshire, entre Londres y Oxford, donde pasó la segunda mitad de su vida, se transformó en un museo que visitan miles de niños todos los meses. Allí puede conocerse “la cabaña”, un refugio oscuro donde Dahl se encerraba a escribir, siempre a mano, sentado en una poltrona vieja con una tabla encima. Todos los años se reeditan sus libros, o libros sobre sus libros (como el Diccionario Dahl con el compendio de sus neologismos), y sus historias, material obligado en las escuelas, han sido llevadas, exitosamente, al teatro, cine y televisión, incluido un especial de algunos de sus cuentos adaptados por Alfred Hitchock. El universo-Dahl es una mezcla fascinante de sus ficciones y el relato de su propia vida, donde él, excelente fabulador, se fue construyendo a sí mismo como un personaje más.

VERSIONES CRUZADAS

Dahl decía que detestaba las biografías y, especialmente, a los biógrafos, a quienes consideraba unos parásitos sin imaginación, recolectores de datos de la vida de los demás. Estas suspicacias, lejos de ser una simple opinión estética, tenían un fundamento: el escritor quiso ser la única voz autorizada sobre sí mismo, controlando el relato de su vida, a la vez que se iba ganando la fama de una persona difícil, ambiciosa y prepotente. Una imagen que no se condecía con las fotos de abuelito bonachón, ex héroe de guerra y filántropo, que contaba historias a todos los niños del mundo. Podría decirse que existen dos Roald Dahl: el que presentan las contratapas de sus libros infantiles (y su fantástica página web) donde se hace hincapié en su infancia, en la crianza de sus hijos y en su fundación caritativa para niños enfermos, y luego el Dahl de carne y hueso, el adulto, un personaje bastante más oscuro y complejo que la versión apta para todo público. Estos relatos pivotan a su vez sobre dos biografías: Storyteller: The Authorized Biography of Roald Dahl (2010), del periodista Donald Sturrock, y Roald Dahl: Biography (1994), de Jeremy Treglown, un libro que en su momento generó polémica por sacar a la luz aspectos incómodos del escritor, como su pésimo carácter, su frustración por no llegar a un público adulto y la dependencia de sus editores para darle forma a su literatura.

Con el beneplácito de su segunda esposa Felicity y de sus hijas Tessa, Ophelia y Lucy, su biografía oficial repite de forma detallada y bastante aburrida una versión de los hechos ya contada por el propio escritor. Dahl era hijo de una pareja de noruegos que buscaron y encontraron fortuna en Gales. Pero la felicidad duró muy poco. Con tres años perdió a una de sus hermanas y a las pocas semanas su padre murió de pulmonía. Su madre, teniendo que hacer frente sola a la crianza de seis hijos, decidió no volver a su país natal para cumplir el sueño de su marido: que su descendencia tuviera una educación a la inglesa. Para eso hizo una serie de sacrificios, entre los que estuvo mandar a Dahl a un internado, donde empezó el verdadero calvario. El pequeño Roald sufriría la violencia del sistema educativo victoriano, con maestros que golpeaban a los chicos –de esos modelos surgen varios de sus personajes monstruosos como Agatha Trunchbull, la preceptora de Matilda– anécdotas que ya aparecen contadas de primera mano en Boy (1984), un libro de memorias de infancia. Allí nos enteramos también que cerca del internado estaba la chocolatería Cadbury, y que el dueño le mandaba chocolatines a los niños para que los testearan: esa fue la inspiración para Charlie y la fábrica de chocolate. El suplicio escolar se interrumpía durante los veranos, cuando la madre de Dahl llevaba a sus hijos a Noruega, donde los niños entrarían en contacto con el folclore local de gigantes, trolls y demás seres que el autor también metería en sus relatos. Así como sus novelas se alimentaron de su propia y mitificada infancia, sus experiencias de juventud, relatadas en Volando solo (1986), fueron las que lo convencieron de volverse escritor. Luego de terminar el colegio, decidió trabajar en la compañía Shell viajando por África hasta que se alistó como piloto de la Fuerza Área Real durante la Segunda Guerra Mundial. Volando tuvo un accidente, del que casi no sobrevive, quedando con secuelas físicas toda su vida. Según él, con el golpe se le activó además “la parte de escritor del cerebro”. En la posguerra, ya instalado como diplomático y oficial de Inteligencia en Washington, transformaría el accidente en su primer cuento, “Derribado en Libia” (luego conocido como “Pan comido”) publicado en The Saturday Evening Post en 1942. Así se iniciaba una carrera literaria que no tomó el camino que él hubiera querido. Si bien sus relatos fueron bien recibidos por The New Yorker y otras revistas prestigiosas, las editoriales le eran esquivas y sus escasas novelas para adultos tuvieron pésimas críticas: les faltaba sustancia, profundidad en sus personajes, todo lo que luego le sobraría a sus relatos infantiles. Por esa época escribió, a pedido de Walt Disney, Los Gremlins, una historia sobre unos duendecitos traviesos, personajes que Joe Dante y Steven Spielberg rescatarían cuarenta años después para su película.

Los Gremlins no prosperó pero él, que era ambicioso y ante todo quería posicionarse en el mundo del espectáculo, se casó con la actriz en ascenso Patricia Neal, con quien tuvo cinco hijos y un matrimonio de treinta años signado por la tragedia. Uno de sus hijos, Theo, fue embestido por un taxi cuando tenía pocos meses y quedó con hidrocefalia. Dahl se encargaría él mismo de las curaciones, inventando un dispositivo para aliviar la presión que se sigue usando hasta hoy. Dos años después, en 1962, su hija Olivia de siete años, moría de una encefalitis. Y como si esto fuera poco, su esposa tuvo un aneurisma durante su quinto embarazo, dejando al escritor a cargo de su rehabilitación y de toda su familia. No es de extrañar que su literatura tenga rasgos tan truculentos. Luego de este período oscurísimo, cuando justamente se volcó a la literatura para chicos, conoció a su segunda mujer, Felicity, una inglesa que lo acompañaría hasta el final de sus días. Pero esta dramática y hasta heroica historia tiene, como todo, su revés, que aparece en su biografía no autorizada. Porque también fue un hombre cruel que traicionaba a sus amigos y ninguneaba editores. Y además, como si le sobraran virtudes, fue acusado de antisemitismo luego de publicar un artículo en 1983 en Literary Review donde se despachaba contra las políticas israelíes. A su vez, con su novela Las brujas, donde habla de una red mundial de mujeres que en realidad son monstruos encubiertos, se ganó fama de misógino y la denuncia de varias organizaciones feministas. Dahl no era un hombre fácil. Incluso sus amigos más cercanos lo describieron como un “niño grande caprichoso”, un nene tirano e hipercontrolador obsesionado con la construcción de su imagen. Él repetía una y otra vez que su éxito en la literatura infantil se debía a que nunca había crecido del todo y a su odio por el disciplinamiento de los adultos, los grandes culpables de todo. Versiones de los hechos aparte, Dahl fue un gran misántropo que creó organizaciones filantrópicas y construyó mundos maravillosos y terribles donde los niños pudieron reivindicar, muchas veces por la fuerza, algunos de sus derechos pisoteados. El resto es pura realidad. Y Dahl odiaba la realidad.

MUNDOS CRUELES, NIÑOS EXTRAORDINARIOS

Un niño huérfano es criado por su abuela y se ve enfrentado a una organización mundial de brujas; una niña superdotada, Matilda, tiene la mala suerte de nacer en una familia espantosa que la maltrata; Charlie vive en una choza con sus padres y sus abuelos pero tiene un golpe de suerte relacionado con el chocolate; James, otro huérfano, vive con unos tíos abusivos y será salvado por un durazno gigante; Sophie, también sin padres, conocerá a un gigante bueno y a otros no tan buenos; Danny, huérfano de madre pero con un padre que lo adora, se enterará de un secreto familiar. Prácticamente todos los protagonistas de las novelas infantiles de Dahl son víctimas de su entorno que saldrán adelante gracias a una entereza psicológica y pragmatismo del cual carecen la mayoría de los adultos. Los niños triunfan gracias a su ingenio, inventiva y sensatez, cualidades que Dahl, que era un moralista, admiraba. Pero el escritor tampoco simplifica, no hay una idealización de la infancia; también hay chicos odiosos-egoístas, violentos, malcriados- y adultos suaves y divertidos. Eso sí, los niños siempre terminan salvándose –o vengándose– por sí mismos. Los adultos bondadosos son una simple ayuda, un bastón necesario para no quedar en la absoluta soledad. A Dahl podrán achacársele muchas cosas pero no que no respetara a su lectores: escribió pensando en chicos inteligentes, sensibles y con sentido del humor. “Ocurre una cosa graciosa con las madres y los padres. Aunque su hijo sea el ser más repugnante que uno pueda imaginarse, creen que es maravilloso (…) Bueno, no hay nada malo. La gente es así. Sólo que cuando los padres empiezan a hablarnos de la maravilla de su descendencia es cuando gritamos: ‘Tráiganme una palangana! ¡Voy a vomitar!’ (…) A veces se topa uno con padres que se comportan del modo opuesto. Padres que no demuestran el menor interés por sus hijos y que, naturalmente, son muchos peores que los que sienten un cariño delirante. El señor y la señora Wormwood eran de ésos. Tenían un hijo llamado Michael y una hija llamada Matilda, a la que los padres consideraban poco más que como una costra”. Así empieza la famosísima y genial novela Matilda. Existen pocos personajes de la literatura infantil tan entrañables como esa chiquita de seis años que le gana, gracias a su mente prodigiosa, a unos padres brutos y estafadores y termina dándose a sí misma en adopción, como quien pide el divorcio. Quienes lo conocieron dicen que Dahl era, sobre todo, un gran narrador oral, un excepcional cuentacuentos. Y esa fuerza hipnótica está presente en su literatura: todos sus narradores (sean niños o adultos) establecen una complicidad inmediata con el lector. Sus novelas, en general ubicadas en paisajes rurales de una Inglaterra mitificada, nos trasladan a tiempos donde todo era más salvaje pero también más simple. Dahl nos cuenta sobre duraznos gigantes y le creemos, nos cuenta sobre una multinacional de brujas y le creemos, nos cuenta sobre enanos locos que trabajan en una chocolatería y le creemos. Seamos niños o estemos ya crecidos, le creemos. Porque al igual que este gigante no tan bonachón, sus lectores nos quedamos sin edad.

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