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Domingo, 20 de enero de 2008

EL MUSEO DE LA POLICíA, DONDE CONVIVEN PERóN Y ARAMBURU

¿Qué pasa, Generales?

Guardapolvo blanco repleto de prendedores institucionales, pelo rojo encendido, la señora que recibe y habla enmarcada por los extraños objetos del Museo de la Policía forma una perfecta escena salida de un cuento de Roald Dahl. Señala un cuadro (“Este es Francisco Beazley, fundador del museo policial”), relata velozmente los mayores hitos del museo y se detiene, melancólica, para mencionar al esqueleto de Chonino, el perro caído en cumplimiento del deber, que tiene una sala especialmente dedicada. Antes de irse y dejarnos observando las piezas, recuerda: “No se afanen nada”.

Cada salón tiene un nombre que responde a la sección que inicialmente funcionaba en la policía y de donde fueron recogidos los objetos: Comunicaciones, Robos y hurtos, Técnica policial, Criminalística, Toxicomanía, Armas, y siguen. El criterio de orden del museo tiene que ver con este origen, pero las piezas acumuladas con el tiempo fueron cobrando imposibles significados, prácticamente al azar. Pero a veces, con una poderoso y ambiguo sentido: luego de sus procesos judiciales tanto el cajón de Perón como el de Aramburu vinieron a parar aquí. Y descansan juntos, a escasos metros de distancia.

Las primeras salas hay que recorrerlas custodiados a ambos lados por tiesos maniquíes uniformados, con distintas alturas, peinados y vestuarios que van mostrando la evolución del atuendo policial desde 1580 hasta hoy, no sólo en Buenos Aires, sino en el mundo. Hay uno con peluca entalcada y puños con volados, un afroamericano con traje de lino blanco, un mazorquero de rojo carmesí y –en la sección de Policías extranjeras– un maniquí japonés con traje verde oliva cruzado, a punto de dar un golpe de karate.

Junto al mencionado Chonino hay fotos de otros animalitos de la policía con carteles que nos cuentan su historia: “Cráneo perteneciente al can Lucho”. Hay un merecido homenaje a Juan Vucetich y su ejemplar sistema dactiloscópico y, muy cerca, un símil de salón de juegos clandestinos: una pelea de gallos con gallos embalsamados, “elementos para el ocultamiento de Quiniela”, una ruleta cargada. Es extraño y acaso ineficaz el sentido educativo de ver los mismos objetos considerados criminales en un museo que combate el crimen. En el salón Toxicomanía, por ejemplo, amén de los gráficos explicativos (“¿Qué es una droga?”), se ven pipas para fumar opio, frascos con morfina, agujas, bolsas de cocaína, un recipiente con cigarrillos de marihuana.

Fotos de escenas del crimen y cuerpos violentados, empapelan la sala Criminalística. Está, por ejemplo, el relato del asesinato de Alcira Methyger –tristemente célebre en los años ’50–, las fotos del cuerpo descuartizado, y hasta el cuchillo que se utilizó para “ultimarla”.

En una de las últimas salas hay una vitrina con grilletes de dedos, un símil de cabeza humana donde se tatuó la letra V en la frente –de voleur, ladrón en francés– y otra cabeza desollada como ejemplos de distintos métodos de torturas a detenidos del mundo. Junto a ellos descansa una bombilla hecha por un preso.

Pero sin duda los dos objetos más sonados del museo son el frente de vidrio del cajón donde estaba el general Juan D. Perón y fue profanado, y el cajón de madera rústica donde estuvo el cadáver de Aramburu. Junto al cajón de Aramburu está el relato del “juicio”, últimas palabras y muerte del presidente de facto, extraído de la revista Gente, que lo pinta como un prohombre más –de los que abundan en el Museo– caído en cumplimiento del deber.

San Martín 353, piso 7º y 8º, martes a viernes de 13 a 19.

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