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Domingo, 27 de septiembre de 2009

Mi tía Delia

 Por Marcos Lopez

Mi tía Delia, que se crió en el campo, contaba que sus padres la mandaron sola, en tren, a los doce años, a estudiar a un colegio de monjas en Rosario, y hasta la Navidad siguiente no la vieron. Estuvo pupila hasta que terminó la secundaria.

Mi madre se quedo huérfana a los cuatro. No podía entender por qué su mamá se había muerto en un cuarto que ella recuerda como muy grande, blanco, soleado, cuando le habían contado el dicho popular “donde entra el sol, no entra el médico”. Es muy emocionante escucharla contar ese relato. Lo cuenta como algo natural. Con asombro. Sin tristeza. Luego la criaron dos tías solteras, mi tía Juana y mi tía Lola, hermanas de mi abuelo José Rodríguez. Inmigrantes españoles que llegaron a América desde Galicia a principios del siglo pasado.

Juana se casó ya grande con un sobreviviente de los campos de exterminio de la Alemania nazi, Denny Lichtenstein. Lola se quedó soltera.

Mi abuela paterna también llegó de España. María Bezos, modista, enviudó cuando mi papá tenía 3 años. Apenas llegó se casó con un criollo, de tez aceitunada y pelo lacio renegrido, Pedro López, cartero, oriundo de Santa Fe.

Mi abuela llegó a tener 17 oficialas –así se les decía a las ayudantes– y les hacía los vestidos de fiesta a las mujeres de la alta sociedad santafesina. Nunca se volvió a casar. Trabajó de sol a sol, toda su vida, en su casa, que está totalmente presente en mi memoria, y casualmente está justo enfrente del Museo Galisteo, en la calle Urquiza, cruzando la plaza.

Ya de vieja, en los años ’60, a mis primas les hacía un vestido largo, de fiesta, en una tarde. Las chicas compraban la tela el viernes, para la fiesta del sábado a la noche. Mi padre siempre encuentra la oportunidad para contar con orgullo que su madre cortaba la tela sin molde. A ojo. Casi sin tomar las medidas.

Estas escenas están en mí. Las marcas a fuego de las más íntimas emociones personales se conjugan con el devenir económico, social, político de un pueblo y así se forma lo que llamamos identidad cultural: entre las grandes causas y el llanto contenido de una joven en la soledad infinita de un internado de monjas, un domingo a la noche, rezando avemarías y añorando un abrazo materno.

Así somos. Nietos mestizos de criollos con gallegos, tanos, judíos rusos, polacos, que a fuerza de la prepotencia del trabajo se empeñaron en construir un país en estas salvajes pampas, donde el gauchaje estaba acostumbrado a matar una vaca para comerse un par de bifes y dejar el resto a los caranchos.

A mí no me gusta la prepotencia. Ni del trabajo ni de nada. Tampoco me gustan los gauchos sabelotodo, que miran de reojo y se ríen si uno se sube al caballo con la pierna equivocada. Yo soy zurdo. Y estoy seguro de que al caballo le da lo mismo.

Tampoco me gustan demasiado algunas ideas que se tienen sobre la idea de progreso. Me gusta perder tiempo. Buscar refugio en la escritura. Que nadie me moleste y así poder estar en paz comulgando con mis ancestros, con mis otros yo. Con mis muertos. Con los amores que no han sido, con los que están y con los que no serán. Recordar mi juventud en Santa Fe: salir a caminar después del almuerzo desde mi casa de la calle Güemes, bajando por Balcarce hacia el puente colgante, cortando camino por abajo de la autopista, un día de otoño húmedo, con cielo gris, con las olas de la laguna que rompen pegando sobre la baranda, salpicando agua, haciendo el clima insoportablemente pegajoso. Me quedo un rato largo. Me apropio de ese lugar para poder ser libre.

La fotografía tiene relación directa con la melancolía. Con la muerte. Es una frase hecha. Estaba evitando decirla pero la palabra se tipeó sola...

Años más tarde tuve la misma sensación en Cuba. Me identifiqué con la gente que se sienta a mirar el mar en el malecón de La Habana. Parejas, niños, viejitos, gente sola. Algo complejo, de mucha belleza. La misma sensación melancólica de lejanía, de desear otra cosa. La ilusión de sentir que esa laguna marrón llena de camalotes estancados, que estaba a cuatro cuadras de mi casa –que sin mucho esfuerzo, y aunque hubiera bruma, dejaba ver nítidamente la otra costa–, era el inmenso mar. Todos los mares. La vida por delante: Esparta, Atenas, Troya, los barcos negreros de esclavos africanos llegando al norte de Brasil, los barcos piratas del Caribe, la balsa KonTiki desafiando las tormentas del Pacífico sur, los conquistadores, los vikingos, yo mismo reencarnado en la figura de Fernando de Magallanes, desaforado, dando órdenes, sofocando motines, loco de hambre y de pasión, embriagado de vanidad y de poder, cruzando glorioso las aguas del estrecho y descubriendo, sin saber, Tierra del Fuego.

Reina del queso San Carlos Centro, Prov. Santa Fe, 1997
“Es parte de una serie de reinas populares. Investigué mucho las fiestas de mi provincia. De hecho, ahora estoy haciendo una película sobre el músico Ramón Ayala, una mezcla de documental y ficción, y quiero ponerlo a Ayala como jurado en una elección de la Reina de Paraguay en una discoteca de Constitución: Mburucuyá se llama la disco. Se ve que es un tema que me vuelve: me conmueve profundamente ese logro tan pequeño y a la vez tan grande. Y pienso que finalmente el mundo se mueve con los mismos parámetros... después de todo, ¿qué es Naomi Campbell sino una reina de la belleza de un pueblo más grande?.”

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Jazmín Buenos Aires 2008 “La hice para descansar del exceso, quería ir hacia la belleza, hacia un delicado erotismo. Es como una Madonna, una santa. Es mi forma de decir: ‘Ven que no soy tan ordinario’. Es una foto que me reconcilia con la belleza en medio de un mundo tan cruel. Y encima está la leche derramada con todo lo que la leche significa en este mundo.”
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