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Domingo, 7 de marzo de 2010

La A rota

 Por Alan Pauls

Lo que llama la atención en El secreto de sus ojos es su apuesta al anacronismo. El setenta por ciento de lo que vemos en la pantalla es la novela que el protagonista escribe en 1999 sobre la causa de 1974 en la que le tocó intervenir (si por “intervenir” entendemos la sacrificada combinación de torpeza y tenacidad de la que hace alarde entonces) como empleado más o menos raso de un juzgado porteño. ¿Un flashback novelado? No exactamente. Porque esa novela, parida con dolor en el umbral del siglo XXI, Benjamín Espósito decide escribirla con un invento del siglo XIX: una máquina de escribir, reliquia de su despacho de Tribunales que él mismo despreciaba por vieja e inservible ya a mediados de los ‘70. (Freudianamente inservible, habría que decir: la máquina tiene la tecla “a” rota, y esa letra que falta será crucial a la hora de resolver el único misterio verdadero que ronda en el film: la traducción del léxico del temor al del amor.)

El detalle podría ser menor, una de esas hebras nostálgicas con las que está tramada la voluptuosa impotencia (es decir: el encanto ciento por ciento criollo) del personaje de Espósito, y quizás otra señal de ese apego a lo extinto con que Campanella suele mechar sus mundos de ficción. Sería menor si el acento arcaizante sólo afectara a los hechos, los ambientes y las relaciones tal como los reconstruye la novela de Espósito. Sería apenas una marca de la mirada del personaje si no destiñera, si no se apoderara también, inexorablemente, del resto de la historia, de la larga coda preñada de finales que transcurre en 1999 y del film entero.

Todo El secreto de sus ojos parece sufrir o gozar de los desfasajes temporales. Poblados de sillones de patas afinadas, los interiores de los años ‘70 parecen vivir en el design estilizado de los ‘50. Irreversible, vergonzosa, cándida como un amor contrariado de los ‘40, la pasión tácita que atraviesa el film de punta a punta ya suena extemporánea para los standards amorosos de 1974, cuando brota y se asordina, pero se vuelve una pieza de museo a fines de los ‘90, cuando le toca resucitar. Las diferencias de edad, de clase, de educación, de rango profesional: todas las razones con que el film explica esa inviabilidad romántica se moverían más cómodas en un melodrama del primer peronismo o una telenovela (género anacrónico, por lo demás, del que también parece robado el apellido de la doctora Menéndez Hastings) que en el revulsivo contexto isabelino. Y en 1999, cuando el film les da la posibilidad de ser un poco contemporáneos, Espósito y su amor imposible han envejecido (habría mucho que decir sobre el goce de la caracterización física que anima El secreto de sus ojos) pero no aggiornado el idioma de su pudor, que es lánguido y resignado y sonriente como el de una pareja de abuelos de los años ‘30. Es el mismo efecto de desconcierto temporal que produce Morales, el personaje de Pablo Rago: en los ‘70, con el pelo partido al medio, remite a los años ‘20 y podría ser nuestro contemporáneo; en los ‘90, semicalvo y aislado en una casa suburbana, vuelve a los ‘50 y parece revivir el apocamiento amenazante de Camilo Canegato, el héroe de Rosaura a las diez.

Que El secreto de sus ojos apueste al anacronismo quiere decir que el anacronismo no es un déficit del film sino una voluntad definida, un concepto, una estrategia. Un programa técnico-estético (imaginario sociocultural de clase media argentina ligeramente desfasado en el tiempo + savoir faire y eficacia profesional desarrollados en la industria americana) que ya aparecía con nitidez hace diez años, en El mismo amor, la misma lluvia, y que llevó a Campanella –lo quiera él o no– a ser lo que nadie discutirá que es: el emblema (y ahora, quizá, gracias al sex appeal de 3,85 kilos de britanio enchapado en oro, también el Vengador) de la hipótesis “industrialista” que cada tanto se cierne sobre el cine argentino (o al menos sobre sus partidas presupuestarias): “primero”, desarrollar una industria (un mercado interno apoyado en películas de impacto masivo); “recién después”, conceder recursos y espacio para cines de riesgo. Un anacronismo paternalista que el Nuevo Cine Argentino lleva más de una década refutando.

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