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Domingo, 18 de septiembre de 2011

La línea de la vida de Vicente Grondona

 Por Valentina Liernur

Parados frente a Vampland o colmillos vemos algo así como el fulgor de un rostro al dente, que ocupa toda la superficie del cuadro, como a punto de perder o ganar cierto vigor trascendental.

Como casi todos los trabajos de esta serie, produce la ilusión de haber sido pintado con una única línea zigzagueante y con la discreta armonía entre presencia y ausencia de sustancia y espíritu que procura el uso de un pincel seco sobre la superficie de una tela casi cruda. En este caso multicolor, y en otros sólo dorada, el uso de esta línea remite tanto a la nobleza de la pintura china tradicional, donde una única tinta negra simboliza la unidad de un color más o menos diluido que es capaz de variar sus tonos hasta el infinito, como a los procesos de mutaciones sensibles que caracterizan la cultura pop post Fido Dido y Lady Gaga. Variaciones alucinatorias que el artista sintetiza con elegancia y humor en un tipo de trazo que parece tener capacidades autónomas, sobrenaturales y animistas, como si no fuese únicamente el artista el que creara la línea sino también ella la que pasado un cierto punto comenzase a crearse a sí misma y, por qué no, al artista.

No sería éste el único aspecto (el de la línea-color) que vincula el dibujo con la pintura en la obra de Grondona, una relación que también se hace presente en el uso de los “vacíos” (dicho en términos del dibujo) o “plenos de color” (dicho en términos de la pintura) en cuyas profundidades amarromadas o azules oscuras, casi negras, parecen originarse justamente las pulsaciones que irradia la línea en casi todos sus cuadros.

A diferencia de buena parte de la pintura contemporánea de carácter “transitivo” en la que estamos acostumbrados a ver por sobre todo la representación de un cierto tipo de mutación material, en la que una cosa se transforma en otra cosa, como los cuadros en los que por ejemplo una cartera se vuelve líquida y se desintegra en un chorreo, o la textura de una pincelada que se diluye en la superficie plana y aguada de un color, dejándonos frente al callejón sin salida de la literalidad pictórica y diciendo: esto es por sobre todo un líquido sobre la superficie transformándose en pintura. Lo que el carácter “transitivo” en la obra de Grondona registra y parece destacar, como un maestro impresionista del siglo XXI, no es tanto el morphing –de un rostro afectado por la contingencia, o de miles de hojitas de pasto volviéndose una multitud de mini seres humanos, o de un paisaje nocturno a orillas del Delta reconfigurándose en otro al costado del Nilo– sino la vibración pura y la vida interior (el espíritu) de esas mutaciones capturadas en un instante. Con la representación de una fuerza espiritual actuando sobre la materia (otro aspecto que lo emparienta con la pintura oriental y el pop más violento), Grondona nos deja frente a una afirmación múltiple de orden vitalista y trans de la pintura siendo dibujo o de un paisaje siendo retrato, circulando entre géneros y formatos sin detenerse en ninguno por completo para potenciarse sobre la superficie y configurar un nuevo ser. Sus cuadros parecen ser capaces de festejar la sensibilidad de todas las mutaciones posibles. Esto es y sucede dentro del cuadro que contiene un cosmos figurativo y abstracto al mismo tiempo.

Casi todos los cuadros de esta serie difieren en tamaño, un tipo de eclecticismo formal que sobre las paredes blancas de una galería resaltaría inmediatamente, pero en este espacio se ve diluido por la agudeza armónica –casi materialista– que cada uno de estos trabajos parece guardar sospechosamente con las proporciones y las texturas que lo circundan. Parecen hechos a medida: un retrato pequeño en el recibidor de madera y otro más grande sobre una pared de piedra Mar del Plata... Un paisaje nocturno sobre una pared blanca del comedor diario y otro flotando en el aire perpendicular a la esquina vidriada de un bow-window (cortando una esquina como solían colgarse tradicionalmente los cuadros constructivistas). Como describe Iglesias, las obras que Fernanda Laguna presenta en Suspiral despliegan su tridimensionalidad cual seres sintientes replicando el grito de Oiticica: ¡la pintura no es el cuadro! Guiñándole el ojo al espacio y al espectador para que éste se una a la corriente vital y el cuadro no sea un objeto que debe ser mirado sino vivido. Podríamos decir que la pintura de Grondona despliega la suya proyectando el sonido holográfico de un mantra en estado de concentración: soy/no soy/soy/no soy/soy/no soy el cuadro y todo lo demás. Y que esta emoción se presenta ya no como el sonido de grito sino como el de un aliento misterioso que anima la mutación secreta de todas las cosas en el espectro de lo familiar, donde estas imágenes parecen haber estado siempre.

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