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Jueves, 6 de octubre de 2011

CONTRATAPA

La casa de los Juárez

 Por Jorge Isaías

a Lidia Manavella i.m

A la casa propiamente, como se dice, no la recuerdo. Sí tengo en la vaguedad del recuerdo la ubicación geográfica, el barrio que tenía por referencia el almacén de ramos generales "El Porvenir", del buenazo de don Vicente Tallarico. En esa vecindad vivía don Carlos Cavagna, con su imprenta y su clarinete para tocar en la Banda del pueblo, don Manuel Ocariz, a quien llamaban "Gallito", quien trabajaba, creo, en la Cooperativa o tal vez en la casa Arregui, de encargado. Por allí vivían los Gago, el mismísimo "Manco" Bicoca, con su mal genio y sus varios camiones nafteros. Y el inefable "Gringo" Tetti, su yerno tan entusiasta, con su traje oscuro bailando con Clide, su esposa en el Club Huracán, cuando el mundo estaba en sus comienzos.

La casa donde vivían los Juárez, es decir don Ricardo Laureano y su esposa, doña Blanca Tosini tenía un par de habitaciones extras que históricamente eran alquiladas a las maestras, que no eran del pueblo y se tenían que radicar allí durante el ciclo lectivo.

En mis dos años iniciales de escuela tuve que recurrir a clases particulares e iba todas las mañanas a repasar con mi maestra, la bella e inolvidable señorita Lidia.

Las razones de esta ayuda adicional creo haberla narrado otras veces. Mi escuela como toda escuelita pobre no podía tener otros alumnos que los de esa condición. Por lo tanto sus papás, (los nuestros, digo) vivían básicamente de la recolección del maíz, que justamente se realizaba en los dos primeros meses del inicio de las clases. Y como había que instalar a toda la familia en el campo, se perdía un tiempo precioso, que luego casi nadie podía recuperar. Entonces la inefable señorita Lidia ﷓-sin cobrar un centavo, claro-﷓ dedicaba a sus alumnos y alumnas en esta condición, su ayuda.

Mañanas enteras pasaba con ella quien me enseñó a contar con botones que sacaba de un costurero de madera oscura, a manera de ábaco. Luego me enseñaba a leer y cuando alcanzaba a mis compañeritos y en la hoja exacta del libro de lectura, yo era feliz.

Esto lo hicimos dos años: primero inferior y primero superior en la antigua nomenclatura. Cuando gracias a ella pasé de nuevo de grado, esta vez a segundo, mi padre tomó una decisión heroica que no terminaré de agradecerle: él solo iría a juntar maíz a la chacra de los Clérici. Iba a pie, se levantaba a las cinco de la mañana y con esas heladas machazas enfilaba a la chacra y luego al rastrojo. Al mediodía paraba a comer algo y volvía al rastrojo. Al atardecer, volvía, cansado. Estaba muy preocupado por si yo repetía un grado. Los sábados -﷓para mi alegría incalculable-﷓ íbamos los tres. Entonces mi madre le ayudaba y yo hacía lo que más me gustaba: vagar por esa chacra donde no había niños para competir. Me perdía en los alfalfares, corría cuises con los perros, acompañaba a "Pichón" o a "Chiquín" a buscar pasto subido a un carrito de dos ruedas que cuando volvíamos vacío hacía un estrépito con la horquilla como para asustar a todos los grillos pero no a los perros que ya estaban acostumbrados al ruido.

En días de semana, muy de vez en cuando mi madre acompañaba a mi padre a la chacra y me dejaba en casa de don Juan Peralta, que era nuestro vecino cuando ya el pueblo ﷓-semirrural hasta allí-﷓ se desflecaba en campo que las gaviotas bordaban detrás del ocaso, donde don Luis Ortali sembraba.

Allí, en esa casa en cuyo patio había una batea al aire libre, debajo de un añoso paraíso y doña Emilia ponía a orear sobre una silla un sabroso arroz con leche con el cual me despachaba hacia la escuela junto a su hija María Antonia.

Volviendo a la casa de los Juárez, diré que estaba en la calle de por medio frente a las vías del tren, justo enfrente de un monte de eucaliptos en esos terrenos que los hinojales altos cubrían y que nadie podía cortar porque según decían, eran terrenos nacionales.

Esa calle iba hacia la estación de trenes que en ese tiempo festoneaban las cinco tiendas más grandes del pueblo y esa pequeña plazoleta que coqueteaba con su cedro añoso y sus flacas palmeras centenarias. Pero yo no llegaba hasta allí en mi regreso, porque doblaba en el bar "La Primavera" de don Atilio Valvazón, y me internaba por la Nicolás Avellaneda, calle punta de lanza del barrio "El Jazmín".

Ricardo Laureano y doña Blanquita Tosini, tenían dos hijos: Ricardo y Aldo, a quienes no puedo dejar de vincular fuertemente con el nombre de Juan Perón y con el club Huracán, eso tengo en la memoria.

Cuando yo doblaba la esquina del bar de don Atilio no sabía aún que mis ojos azorados de diez años verían a los últimos cantores camperos que dieron esos pueblos cubiertos de polvo que los defienden de todo el olvido y apenas son tocados por el temblor de las cuerdas de una guitarra, saltan como brasas del rincón más remoto de toda memoria.

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