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Miércoles, 21 de septiembre de 2016

CONTRATAPA

Las lluvias distintas

 Por Jorge Isaías

A veces los otoños venían lluviosos. Pero recién nos dábamos cuenta como al descuido, al venir una llovizna que se encaramaba en el aire, navegando nubarrones que estallaban como recibiendo una orden. Las gotas pesadas como senos de agua caían sobre los patios de tierra, destruían los jardines, martillaban los techos de chapa y ensabanaban oblicuamente territorios que esperaban como una mujer acostada y desprevenida en la quietud de los campos.

Refrescaba, pero no llegaba con el frío en los huesos como en las jornadas de junio. Los mayores decían, como una buena noticia: suerte que todavía es otoño, y uno poco sabía de esa certeza o ese derecho que al parecer la experiencia les otorgaba.

Si la lluvia era copiosa nos salvábamos de la escuela. Las calles de tierra se tornaban lodazales a los que solo podían atreverse los carros, un caballo o un tractor impetuoso. Transitar las tres cuadras hasta la escuela, sobre veredas de tierra, era una aventura que solo valía si era verano y donde uno podía transitarlas descalzo, alpargatas en mano, y enjuagarse los pies en esa honda cuneta de la placita pequeña vecina a la escuela. No sin antes calzarse para entrar más prolijamente. Si el tiempo era frío mejor era un par de botas o botines de cuero marca Patria, con la suela de madera. Fuera de estas únicas opciones, quedaba el aburrimiento de la casa y mirar por la ventana cómo la lluvia inundaba los patios y cómo los surcaban los alegres sapos cuyos lomos brillaban verdosos, perfectos.

La lluvia también podía venir con vientos que dejaban en las calles y los campos multitud de ramas quebradas que mutilaban los árboles, con el consiguiente peligro para vehículo de presurosos viandantes.

Si era otoño o invierno, el escampe era triste, no podía asomar uno las narices, solo comer torta fritas, leer historietas o repasar las lecturas de la escuela una y otra vez. Al anochecer cenaríamos y la orden de ir a la cama era inminente. Si la lluvia duraba varios días, era el tedio. En cambio, si era verano, el luminoso verano en que reinaban esas lluvias copiosas, donde estallaban los relámpagos antes del arco iris conciliador y gustoso, la barra esperaba en ese cruce de dos zanjones que desaguaban en la última calle del pueblo hacia el campo. Allí comenzarían las carreras de barquitos de papel de diario, ora serían las goletas del Corsario negro, ora la lancha victoriosa de Langostino, las que se aventuraban en esa agua procelosa que simulaba un río para la mente maravillada de esos niños descalzos en un punto concreto y perdido de la gran llanura que estaba sembrada de trigo, cuyas espiguitas esperaban anhelantes la brisa suave que seguía a esa tormenta de verano.

La brisa que llevaba muy lejos los sueños de esos niños que un día partieron para nunca volver.

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