rosario

Martes, 3 de abril de 2007

CONTRATAPA

Volvió una noche

 Por Hugo Alberto Ojeda

La vida es una canción.

Verla irse, tanta piel reventando el horizonte. Ancas de potra firme, melodiosos gestos sosteniendo la desnudez siempre al borde. Y cuando la distracción del infinito se angostaba en su caderamen, ofrecía el pronunciado par de hoyitos que nunca me cansaré de desear.

Era chiche.

Majo, mejicana, hija de padres exiliados. El laberinto recto de la vida nos hizo tropezar en el pañuelito rosarino. La onda fue la investigación militante. Nos veíamos siempre, hasta que tuvimos nuestra vez. Mirada va, roce viene; no nos quedó otra que dejarnos ir en el touch and go, habilitar la caricia provisoria y evitar soportes y resacas.

Bobo espesor del placer único.

No fue rápido ni fácil. El deseo tardó algunos meses en pasar a la realización. Ella había nacido con suficiente diferencia horaria para ser mi hija; no lo era. Tampoco yo era su padre, pero algo en Majo insinuaba que me buscaba para resolver el atrevimiento de Anäis Nin.

El universo se acomodó una tarde que tenía que alcanzarme la desgrabación de una entrevista. En vez de ir a su casa de calle España, ella insistió en citarnos en Sinatra.

Era julio y el anochecer de un domingo frío. Llegué puntual, me senté casi frente al televisor, pedí un café. Mi ansiedad agrandándose en la espera. Un minuto o una hora, daba lo mismo. Me envolvió el rumor sucio, el que nunca se va de los bares. En MTV, gratuidad surrealista, la cara de un boxeador en el cuerpo de una mujer. Restos de conversaciones, chicos pasando a los billares y del otro lado, por el silencio plano de la ventana, toda la gente pareciendo ir por Pellegrini sólo hacia el oeste.

-El terror a hacer algo que ya tendría que haber hecho- definió cuando apareció de la nada y sonriendo se sentó delante de mí.

Un presente sin residuos.

Ya no recuerdo si terminé el café, si la entrevista realmente nos sirvió para preparar el seminario. No se animó a tocarme en la calle, pero empezó a desnudarse apenas la puerta del pasillo se cerró. Pronta entrega.

Hacía poco que me había mudado al departamento de Laprida y Montevideo, todavía no habían conectado el gas. Nos dimos como para tener durante el camino. Recién pudimos despedirnos al mediodía siguiente, todo pasó en un instante.

Y todo tendría que haber terminado allí. Fui yo quien empezó a arruinar el pacto, viejo baboso. Insistí mandándole un par de mensajitos por un tonto replay. Sin bardear, Majo supo mantener distancia. Al final de aquel año se recibió, se presentó a una beca, la ganó y se fue a Perú. De allí se fue a trabajar en Massachusetts.

La olvidé. Podría escribir que dejé de extrañar su boca, las discusiones interminables acerca de la ilusoria certidumbre académica, los mimos del momento compartido. Y así diluyéndose entre capas del azar y la historia, fue confundiéndose con otras alegrías y tristezas cotidianas. Pero cada vez que abría alguno de sus amistosos mails, me envolvía la sed por besar su par de hoyitos.

Tiempos, mitos, palabras y cosas.

La vida es una canción. La tarareamos como si el rito indispensable para desvanecer el vacío fuera un karaoke que va de Julio Sosa hasta el Indio Solari.

Volvió una noche. No lo soñé y se ofreció mejor que nunca.

-Dame un poquito de amor - repitió al cruzar el umbral.

No sé si Majo habrá encontrado algo de lo que necesitaba, debo contar lo que sólo yo sé. En medio de la madrugada casi me puse a llorar por los juguetes perdidos. Ella me abrazó creyendo que era por el reencuentro; pero el par de hoyitos habían dejado de pronunciarse en sus caderas.

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