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Jueves, 24 de junio de 2010

PSICOLOGíA › EL VALOR DEL DINERO EN EL PSICOANáLISIS COMO APUESTA A LA CURA Y NO COMO HONORARIOS

Intercambio a la manera del potlatch

El pago de la sesión puede entenderse como un don, como los presentes en las sociedades de Melanesia, Polinesia y el noroeste americano, que superan lo mercantil y atraviesan lo moral, jurídico, diplomático, religioso y estético.

 Por Guillermo Cichello*

El gran etnógrafo Marcel Mauss, en su famoso ensayo sobre los dones, consignó un curioso modo de intercambio en las sociedades de Melanesia, Polinesia y el noroeste americano. Se trata de un fenómeno inscripto en el conjunto de prestaciones económicas de esas tribus, pero que rebasa el sentido mercantil y que adquiere significaciones morales, jurídicas, diplomáticas, religiosas e incluso estéticas. Esa forma típica, conocida como potlatch, implica la serie de dones que alguien en representación de su clan, tribu o familia ofrece a otro grupo, en señal del interés por el afianzamiento de ese lazo social. Si bien muchas veces se trata de la ofrenda de bienes o riquezas, también incluye el ofrecimiento de grandes fiestas, ritos, comidas, servicios militares, danzas, mujeres o niños, en los que el rasgo que otorga valor a ese don es el carácter dispendioso, su prodigalidad. Quien recibe ese potlatch implícitamente carga con la obligación moral de devolverlo abundante y dignamente, lo que tiende a asegurar la circulación incesante de esos bienes, favores, servicios, méritos, obsequios que tejen la enorme trama de alianzas de los distintos grupos.

En esa realización solemne de potlatch en honor del otro, le testimonia su reconocimiento y el valor que le asigna, en la misma medida en que muestra en la escena ritual las cosas de las que es capaz de desprenderse por él. "El consumo y la destrucción no tienen límites asegura Mauss . En algunos potlatch hay que gastar todo lo que se tiene, sin guardar nada".

Además, en ese acto, en esa dilapidación de su fortuna, pone en juego su nombre, su prestigio, lo que conduce tácitamente al establecimiento de una jerarquía y de la organización política del grupo. No se trata, del establecimiento del status político, del orden de prestigio basado en la lucha por la riqueza, o en su acumulación, sino, por el contrario, en la capacidad que un sujeto tiene de desprenderse del conjunto de sus bienes. Si bien en el horizonte de esa circulación se computa la posibilidad de ser, en algún momento que no puede precisarse, homenajeado por un potlatch, esa recepción es contingente y no puede ejecutarse el desprendimiento con ánimo especulativo, de ganancia inmediata, si no se quiere ser merecedor de un desprecio muy acentuado.

Si concibiéramos al potlatch como un producto absurdo del pensamiento salvaje o lo pusiéramos en la cuenta del masoquismo de tribus primitivas que destruían en fiestas demenciales sus utilidades, perderíamos de vista una verdad de la estructura. La institución del potlatch demuestra que el valor y la dignidad de un sujeto se hallan íntimamente asociadas a su capacidad de perder algo de sí, entregándolo a la circulación que funda el lazo social (porque el que se niega a dar se deroga el derecho a recibir); demuestra que éste tiende a consolidarse con la transmisión y no con la acumulación de bienes. Pero fundamentalmente, el hecho de que se dilapiden, se destruyan los objetos patentiza que lo dado y recibido lo que se lanza a la gran rueda de la circulación no son bienes, sino signos (signos de amor, sin duda, no otra cosa son los dones). Se da, entonces, nada puro signo , por nada, porque a diferencia del tráfico comercial, donde el intercambio exige la devolución inmediata de un equivalente del objeto dado, el que cede sus cosas en potlatch se aviene a perder, a poner en juego, a arriesgar. No es una inversión a plazo fijo que asegura cobrar, con usura, exactamente a los 30 días. ¿Qué consecuencias para un estudio sobre el dinero en psicoanálisis podrán derivarse de este particular rito de remotos aborígenes, tan alejados de nuestra cotidianeidad? Sin pretender abordar las múltiples aristas que presenta el tema del pago de un psicoanálisis, diremos que el potlatch roza bastante próximamente la cuestión. En el analizante, mide su capacidad de donar el objeto, su disposición a cederlo a la circulación, de perder ese goce retentivo, sin certeza de recupero ni como inversión económica, asumiendo el riesgo de ganar su dignidad de sujeto de deseo. ¿Hasta qué punto desea la cura, desea desprenderse de su sufrimiento y qué esta dispuesto a dar, a pagar por ello?

Como analistas, si postulamos que la lógica del pago de honorarios no es la de la compra venta de un servicio, podemos negarnos a atender, por razones éticas, a determinados individuos por más que tengan el dinero para pagarnos. En otras oportunidades, por las mismas razones, nos vemos llevados a seguir atendiendo a alguien que atraviesa una coyuntura económicamente adversa y no puede pagar. Sostenemos ambos, paciente y analista, la apuesta, la deuda y el tratamiento. Es preciso que los analistas estemos dispuestos, en determinados casos, a tirar nuestros cobres al mar, en honor del sujeto que nos confía su sufrimiento.

*Fragmento publicado en ImagoAgenda.com/LetraViva.

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