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Jueves, 24 de marzo de 2016

OPINIóN

OPINION

 Por Rafael Bielsa

Desde la Navidad del '75 se hablaba de que en tres meses acabaría la democracia. Lo expresó, palabras más o menos, el Jefe del Ejército en un acto en Tucumán. 45 días antes del golpe don Ricardo Balbín le había dicho a Videla: "Evítenle a la República una larga agonía". Las élites informadas pusieron banderas en sus balcones y cotilleaban sobre si era mejor alguien como Menéndez, el colérico jefe cordobés, o Videla, manso y tranquilo. Y debatían jocosamente sobre si habría que llamar a Martínez de Hoz (aunque le estropearan la temporada de caza en Africa), o era mejor esperar un poco mas (cuanto peor, mejor) pero luego darle a Alsogaray el manejo del que sería el largo invierno inaplazable. También en un sector de la izquierda del peronismo se debatía si (efectivamente), cuánto peor mejor. Algunos peronistas, además, velaban las armas desveladas para continuar disparando contra aquéllos a quienes ellos no consideraban peronistas o para ofrendárselas al poder militar para que se ocupara de algo parecido, incluyéndolos irregularmente en sus filas.

Lo cierto es que una de las primeras madrugadas de otoño sonaron aspas sobrevolando a deshora sobre las azoteas de Buenos Aires; en otras terrazas, sonaban ruidos sordos, ninguno caritativo. Desde muy temprano aparecieron los automóviles de las fuerzas leales a los sublevados (en realidad eran rebeldes) con un triángulo de papel o cartón blanco pegado en las puertas delanteras. Así se identificaba un Falcon sin patente, para comunicar si era de la Coordinación Federal amiga de los que controlaban el país, o era de los otros.

Muchas banderas argentinas otra vez asomaron por los balcones de barrio Norte. Desde temprano los diarios y las radios difundieron los mensajes de calma y orden que esos balcones celebraron. "El país se encuentra bajo el control operacional de la Junta Militar", "se establece la censura", "se disuelven el Congreso, los partidos y los sindicatos".

Un amigo entrañable, que ya no vive, pasó por mi casa muy temprano y me dijo por el portero eléctrico (supongo que para evitarme la conjetura sobre si abrir o no) que con la Triple A y el Comando Libertadores de América no habíamos visto nada; el horror comenzaba.

Otra amiga, que vive en Argentina luego de largos años de exilio, pasó brevemente por mi casa, apenas unos minutos después, para felicitarme porque ahora podríamos comprobar de qué estábamos hechos enfrentándonos sin vueltas a las fuerzas armadas de la oligarquía. Cuanto peor mejor. Ambos recuerdos, todavía, me afectan como lo hicieron en el momento de escuchar las frases. Rosario se puso color ceniza, se aovilló sobre sí misma, se tragó la lengua, y pegó la oreja a cualquier superficie que permitiera escuchar lo que sucedía al descampado. Eso, los que estábamos bajo techo; otros, en cuarteles, casas legales y clandestinas y por las calles, comenzaban un trabajo sin días que duraría ocho años.

En otros barrios de Buenos Aires, en muchos pueblos y ciudades, empezaron raides macabros en los que el nuevo monstruo cobró sus primeras piezas, lo que Alexander Haig calificó ante Galtieri "una cacería de patos". Nuestro entonces flamante canciller le informó obsequioso al Secretario de Estado, Henry Kissinger, que la masacre había empezado. Kissinger respondería: "Lo que tengan que hacer, háganlo rápido". Parecía sensibilizado por la suerte que podrían correr en el Congreso de su país créditos oficiales y ventas de armas al nuestro. Nada que pudiera colocar el apuro al lado de la humanidad; nada de derechos humanos, por cierto.

Hubo respiro, celebración, rezo. Yo lo vi entre parientes y vecinos. En muchos casos, los mismos hogares que unos años después del vaciamiento, la derrota y el genocidio diseccionado para estudio y espanto agitaban otra vez banderas ante la llegada de un hombre bueno que venció declamando que con la democracia se come, se cura y se educa. "Bueno" no necesariamente es "veraz". Sé que no es una frase para ganar amigos el repetirlo, pero también yo los vi: muchos se excluyeron (y para su concepto de la integridad les fue razonablemente) de las consecuencias morales de banderear en 1976 al banderear en 1983, pero eran los mismos.

Salto un puñado de años hacia adelante: otra vez las banderas adornaron la esperanza de muchos de esos mismos hogares cuando, ¡al fin!, llegó un Presidente que vencía a la hiperinflación y sellaba la grieta (aún no se la llamaba así) con un abrazo con un anciano Almirante luctuosamente famoso y carente de autoridad republicana. Y "pacificaba el país", y se fotografiaba con varios presidentes del "gran país del Norte", y nos daba la estabilidad a expensas de la convertibilidad.

Es fácil recordar, fue hace poco, que esas mismas banderas ondearon otra vez en balcones semejantes la noche en que un presidente radical volvió a ganar las elecciones, para lavar la suciedad de un gobierno que nos había regalado autopistas y prestado cuotas a cambio de relaciones carnales y aduaneros sirios que tropezaban con el castellano.

Pero volvamos a las banderas del 24 de Marzo de 1976, que sólo festejaban el presente. Un presente continuo y episódico, incapaz de acumular experiencia ni de construir significado. Que no proyecta la vida en base a los propios intereses objetivos de cada uno sino a partir de los símbolos o las conveniencias de "otros" (padres, maestros, íconos, prensa).

Hemos mejorado en ciertos aspectos, pienso, en estos duros 40 años. Por ejemplo, en aceptar razonadamente que quienes escribimos estas cosas hemos sido parte de ellos e incluso de los que los precedieron, en lo que les achaquen de malo y en lo que les reconozcan de bueno. Sólo añadiría que si en esta Patria amada alguna generación pagó por los errores que se le enrostraron, esa fue aquélla a la que pertenezco, sobre la que cayó, granítico, el golpe del '76.

Pero no hemos mejorado en nada en la predilección de ciertas clases informadas por celebrar que su historia se la escriban quienes nada tienen para ofrecerles y que con frecuencia acaban siendo sus verdugos. Cuando advierten el error, llega alguien que cambia algo un poco (y les parece que todo ha cambiado, incluso ellos), y vuelven a aparecer las banderas en los distraídos balcones.

Nosotros, los altivos, no prevalecimos ni somos los mismos. Los que nos asolaron tampoco prevalecieron. Los campeones fueron los de las banderas y los balcones. Tal vez deba ser así, a fin de cuentas. Allá ellos.

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