VERANO12

El cuento por su autor

¿El disparador? ¡Los setenta! Los míos, no los de la década gloriosa. Antes era inmortal, desde que cumplí los setenta me agarró a mí también esa curiosa sumisión que en mi cuento les atribuyo a los agonizantes, y que la heroína del cuento, la enferma, no tiene para nada, pero la otra sí. Me explico, no es una sumisión que se me note, no me rindo, no cejo, no claudico, estoy más saltimbanqui que nunca, más intolerante, más escribidora (en conversación privada, si bien telefónica, un periodista de acá de Radar me definió acertadamente como “grafómana”), pero la muerte me interesa.

Mi intención consistiría en vivir hasta los 101 como mi tía Tila, que encima tuvo la elegancia de tirar todavía un añito después de los cien, pero también en morir bien, o en bien morir, como decían antes. No sé si alguna vez habrán vivido de verdad viejitos como los de mis sueños, viejitos para los que morirse resultaba de lo más razonable, y hasta de lo más justo, pero si no existieron convendría inventarlos como sin duda lo deseaba la heroína del cuento éste, no la enferma, la otra, la que quería hablar del alma y no tuvo cómo.

Yo para conseguirlo me inventé un truco. Como hablar del alma propia no queda bien, pensé en utilizar de comodín, o de pretexto, almas ajenas, almas de especialistas, de profesionales con probada capacidad en la materia, almas de místicos. ¿Quién se animaría a describir con pelos y señales los éxtasis de los que gozó, proporcionando detalles suculentos para inducir al prójimo a hacer la prueba? Admitamos que para eso hay que tener careta. En cambio, si se toma a una Santa Teresa de Avila o a un San Juan de la Cruz y se los novela con la, justamente, santa intención de relatar sus embelesos, de modo que mucho no se pueda saber en qué alma brotaron, si en las de ellos o en la de uno, ahí sí que la cosa podría funcionar; sobre todo si esos arrobos prestigiosos provenientes del Siglo de Oro se apoyan en una investigación histórica más o menos pasable.

En eso estoy. Ya terminé con la santa. La novela se intitula El monólogo de Teresa y sale en Francia en marzo (acá no sé). Con el santo voy por la mitad, aunque por el camino lo mezclé con una turbia historia de falsas profecías inventadas por unos moriscos que intentaban no ser expulsados de España, motivo por el cual la novela se titula La Mora de Ubeda.

Es que el camino, al dar vueltas, tuerce las ideas y las endereza a su manera. Como decía el General, andando se acomodan los melones. Uno resuelve una cosa y la vida, o la literatura, o las dos, deciden otra, tal como le sucedió en mi cuento a la heroína 2, que quería hablar del alma y terminó hablando de Juan. Del mismo modo, con Teresa y con Juan (el santo, no el de la heroína 2) yo quería contar arrobos y me encontré contando las historias de dos abuelos, el de ella y el de él, ambos judíos toledanos condenados por la Inquisición, el uno a llevar sambenito y el otro a ser quemado (en efigie, ya que tuvo la viveza de rajarse antes).

No preocuparse, los arrobos igual los cuento y del alma hablo, pero con el agregado de ese otro temita que se me plantó adelante: la bronca racial. Me refiero a la que acabó en depuración étnica, primero con los marranos, después con los moriscos (a los que de nada les sirvieron sus falsas profecías), y que convirtió a España en el primer país del mundo capaz de elegir como modelo fundador, Lope mediante, el del labriego bruto, único español de la época libre de toda mancha porque, al ser iletrado, y al no bañarse, por fuerza tenía que ser cristiano viejo.

De ser cierto lo de que el hombre propone y Dios dispone, aquí nos encontraríamos en presencia de un Dios inesperado que parece estar hasta la coronilla de tanto rapto, vuelo, deleite y ojo en blanco, un Dios aburrido del alma que, por ejemplo, empuja a una mujer a sacudir a otra para impedir que se muera, no para que se vaya al cielo, aullándole en la oreja cuentos de amor, o me empuja a mí a deschavar a una monja y a un fraile que en vida sobre sus abuelos no pudieron decir ni mu, así al menos cinco siglos más tarde toman la palabra por los cuernos para vengarse de tanto auto de fe, de tanta hoguera.

Eso es lo que tiene de divertido escribir, que uno se lanza y siempre sale otra cosa, otra Saga. Escribí este cuento porque me lo pidieron, yo siempre estoy metida en planes de gran formato que satisfacen mi grafomanía: modestamente las dos novelas arriba mencionadas son parte de una trilogía que concluye en el Inca Garcilaso, si llego viva (y puede que acumule los proyectos largos con el secreto objetivo de seguir ahí). Dentro de esa óptica, un cuento es un bocadito que se acaba enseguida y me deja hambreada y además no me garantiza la duración; la mía, digo. Sin embargo, la experiencia de esta Sheherezade que logra despertar a una moribunda con noticias frescas del mundo de los vivos, noticias que nunca pensó en proporcionar, que le salieron solas, tal vez me sirva. Acaso en un futuro feliz planifique menos, me distraiga más y preste más oídos a los susurros de una divinidad imprevisible.

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Imagen: Gustavo Mujica
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