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El cuento por su autor

Los relatos por encargo no siempre coinciden con un deseo, pero en este caso el punto de partida, escribir sobre algo relacionado con un probable tricentenario argentino para una antología de la Conabip, con motivo del bicentenario, desató de inmediato un paisaje, un interés y una constelación de anécdotas que dieron origen a El traidor. De un día para otro tuve en la cabeza un cuento desplegado, un cuento infinito en el que podía introducir todo lo que se me ocurriera. Después de muchos años de resistencia, otra vez me veía involucrado en el terreno bárbaro de la inventiva, una zona que en los últimos cinco años decidí esquivar para explorar una escritura condicionada por el mundo real. Como presumía, el gusto de escribir El traidor fue superlativo y a la vez anacrónico.

El desafío primordial, durante la escritura, fue plegar el cuento, sellarlo. De los cuentos que publiqué, el único que en verdad aprecio es El don, que surgió, igual que El traidor, como materia desagregada, como excedente de algo (¿una novela sobre Oriente, un cuento sincopado en tres movimientos clásicos?) que nunca pudo ser. Acá cabe una aclaración que no pretende ir en detrimento de los cultores puristas del género: el formato cuento me resultó una gran manera de llevar a escala o poner a prueba el asunto de alguna novela en proceso. Aunque es necio intentar glosar un cuento propio, existe la posibilidad de arriesgar una genealogía, disponer los asuntos de tal manera que no condicionen una lectura, pero disparen curiosidad –o distanciamiento– por otras ficciones propias.

El asunto que tenía en mente antes de escribir El traidor es simple: el duelo como espera, la sucesión como pasaje a un nuevo universo. Y un personaje (o más bien un prototipo bautizado Dollman, ya que el protagonista es una subespecie autista que vengo explorando y que podría ser pariente desgarbada de la condición yonki): puertas adentro, solitario al acecho, gozador de tiempos muertos; puertas afuera, flaneur desorientado. Pero el cuento parte, más que de un personaje, de una tesis inverificable, esa petición de principios que es el origen de cualquier ficción: un hombre abrumado por la mitología paterna, se quiebra y empieza a suponer que el acceso a la ciudad, a la polis, a un universo exterior a ese padre pero demarcado por su herencia –un secreto que existe para ser traicionado– podría cambiar el rumbo de su historia personal. Todo esto cruzado con el paisaje social de un lejano tercer centenario.

El duelo como oportunidad de desalienación o como condena es quizás una cuestión que recorre de manera subterránea la literatura del siglo XX. No logro elucidar si todo relato sobre la muerte de un padre implica una narración sobre la muerte propia en potencia. ¿No es el padre extinguido el que introduce la muerte como necesidad, es decir, el que trae la muerte a la vida? ¿No es una clase de muerte que implica necesariamente un duelo eximio? Son interrogantes que flotaban en mi cabeza cuando escribía El traidor. Probablemente nada de todo esto haya sobrevivido a la escritura del cuento. Un modo posible de presentarlo a los lectores consiste en hablar de todo lo que me pareció relevante al momento de escribirlo, algo que tal vez no sea esencial después de leerlo.

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