VERANO12 › POR VICENTE BATTISTA

La parada anterior

Ezequiel Sáenz se quedó parado en una esquina desconocida y vio cómo el colectivo, irremediablemente, se perdía en el tránsito. Un rato antes había sido el inadvertido pasajero de lunes a viernes, haciendo el viaje vespertino de regreso a casa. Ahora estaba de pie en esa esquina y sólo recordaba haber sentido algo, como una necesidad o un antojo, que lo había obligado a bajar. No se preocupó: apenas era la parada anterior. Eligió la calle del Hospital y se echó a andar. La brisa y el sol invitaban al paseo.

Eso le dijo a ella. No sé por qué pero bajé una parada antes, dijo. Decidió que lo de la casa se lo diría más tarde y se puso a trabajar con la Fragata Sarmiento. Pacientemente fue pegando los tirantes del palo mayor, iba a enrollar las cuerdas de las velas, cuando ella ordenó que sacara esos cachivaches de la mesa, que era hora de comer. Durante la cena casi no hablaron. Ella se entretuvo con la televisión y él pensó en la casa: sala a la calle, algunas piezas en el interior, patio, baño y cocina. Su casa de chico tenía jardín en los fondos, y en el jardín había una higuera. Esta no tendría jardín, pero sí patio; una parra podría darle sombra. En su casa de chico también había una parra. Un comentario indignado de ella lo sacó del patio y la parra. Siempre terminan igual, dijo y señaló el televisor. El sonrió y ella dijo que no le prestaba atención, vaya a saberse en qué pensás, reprochó y con el control remoto buscó en vano otros canales. Me voy a dormir, dijo. El dijo que no tenía sueño, que se quedaría un rato más con la Fragata, y pensó que lo de la casa mejor lo dejaba para el desayuno.

Fue rápido e idéntico al de las otras mañanas. El comenzó a hablar mientras intentaba ponerle manteca a una tostada. Apoyala sobre el plato, aconsejó ella. El siguió el consejo y repitió que había visto una casita a pocas cuadras de aquí que te va a gustar. Tiene un cartel de venta, dijo. Iba a comenzar a describirla, pero ella pidió que le alcanzase la mermelada. Tomó una pizca con la cucharita, se la llevó a la boca, la saboreó y después, con un gesto nada dulce, recriminó. Ahora entiendo lo del paseo, dijo, seguís con la idea de mudarte. El aprobó y ella preguntó para qué querían más, si con esto basta y sobra. “Esto” era ese departamento de dos ambientes, baño y cocina. El iba a explicar las razones, pero ella dijo que se apurase, que llegaría tarde al trabajo. Nada cuesta verla, arriesgó él mientras le daba el beso de despedida. Ella concedió que nada costaba y él se fue feliz, conforme con su estrategia.

Repitió el camino de la tarde anterior. Eligió la calle del Hospital y anduvo hasta la segunda cuadra; al doblar la esquina, unos metros más allá, estaba la casa. No cruzó. Se contentó con verla desde la vereda de enfrente. Memorizó el teléfono de la inmobiliaria y apuró el paso. Justificó la demora por el tránsito, los viernes se hace imposible, dijo y dijo que no tenía hambre, que quería finalizar la Fragata. ¿La esperan en alguna galería?, se burló ella. El dijo que no y festejó la broma. Sus artesanías estaban condenadas al sótano: el portero, a cambio de una réplica del Cabildo, se ocupaba de vigilarlas y pasarles el plumero. No, reiteró él. Al día siguiente llamó a la inmobiliaria y estableció una cita para las tres de la tarde.

El vendedor los recibió con una sonrisa comercial. Advirtió que se trataba de una vivienda sólida, de las de antes; hay que hacerle arreglos, dijo. Entraron por un pasillo que alguna vez habría sido de color crema, ahora tenía un tono gris sucio. Ese tono se iba a repetir en el resto de las habitaciones. El imaginó las paredes en blanco y las puertas y marcos en negro o marrón; incluso en rojo. Fíjense, vitreaux originales, dijo el vendedor, y señaló uno de los pocos que no estaban rotos. Fíjense los pisos, riga. Algo gastados, es cierto, pero se pueden plastificar. El prefería la cera, el olor a cera de su infancia. Sala y comedor, dijo el vendedor, da a la calle. El pensó que sus obras las iba a ubicar en diagonal a las ventanas. Sólo un dormitorio, dijo el vendedor, pero fíjense qué grande. Da al patiecito, dijo. Hacia allí los llevó. No tenía parra, pero crecería rápido. El imaginó gordos macetones en el patio, bajo la sombra del parral. Ahí trabajaría. Además tiene una piecita de servicio, dijo el vendedor, y señaló a un costado del patio, sobre el techo de la cocina. Se sube por esa escalera caracol, dijo. El quiso ver la piecita. Ella prefirió esperarlos en el patio. La piecita se había utilizado como depósito de trastos, y se notaba. A él no le importó. Imaginó su gran mesa de trabajo, vio los bocetos pinchados en la pared, algunas cosas a medio terminar y un mágico y maravilloso desorden. Decidió que únicamente los días de verano trabajaría en el patio, protegido por la sombra del parral; el resto del año lo haría en esa piecita, que ya llamaba taller.

El vendedor les ofreció su tarjeta y dijo que el precio podía discutirse. No hay nada que discutir, sentenció ella cuando quedaron solos. Es una locura, dijo, para qué queremos semejante casa. El iba a hablar de la piecita, pero en cambio habló del patio. ¿Viste qué lindo patio?, dijo. Seguramente estará lleno de ratas, decidió ella. Una casa tan vieja y tan abandonada, dijo, es un nido de ratas. El reconoció que sí, que seguramente había ratas. Un buen motivo para volver a tener a Pancho, dijo. El consideraba que el gato era la compañía obligada de todo artesano. Ella no consideraba lo mismo y cuando Pancho arañó el primer mueble, él tuvo que regalarlo. Ahora no hay peligro de que rompa los sillones, dijo. Ella negó reiteradamente con la cabeza. El concedió que bueno, que Pancho podría esperar. No, dijo ella, no digo no a ese animal; digo no a la casa. El insistió a la noche, después de comer. Ella repitió que ahí estaban bien, que no podían derrochar el poco dinero ahorrado, y dio por finalizada la discusión.

Bajar una parada antes se convirtió en un rito. A lo largo de las dos primeras semanas, él lo cumplió irregularmente; ya en la tercera, bajó todos los días. Elegía la calle del Hospital y caminaba hasta la segunda cuadra. Se conformaba con verla desde la vereda de enfrente. El cartel de venta seguía colgado del balcón, imperturbable. Sabía que mientras estuviese el cartel la casa era suya. También sabía que algún día lo iban a quitar, pero jamás se planteaba esa alternativa; era igual que con la muerte, alguna vez iba a llegar pero nunca hablaba ni pensaba en eso.

A la cuarta semana decidió que el frente lo pintaría de rosado fuerte; para los hierros del balcón y la puerta cancel eligió el negro mate. Nunca más habló con ella de la casa, esperaba que se fuese a dormir y en el silencio del living, sobre la mesa del comedor, dibujaba cada una de las partes. Sabía cómo iba a ser el pasillo y el hall de entrada y de qué modo estarían distribuidos los muebles de la sala y del comedor; había diseñado tres dormitorios posibles. No tenía dudas acerca del patio (las macetas y el parral ya eran un hecho indiscutido), tampoco acerca de la piecita-taller.

No quitaron el cartel. Le agregaron una franja en rojo triunfante: Vendida. Fue un golpe atroz. Miró largo rato la casa que acababa de perder, y después se echó a caminar. No supo cuándo ni cómo llegó a ese bar solitario. Pidió una ginebra doble. En el bar sólo había un hombre de piel seca y pelo blanco. Sintió que ese hombre estaba tan triste como él. Bebió hasta emborracharse.

Ella hizo las preguntas a la mañana siguiente. Estuve tomando solo, dijo él, y de inmediato corrigió: solo no, con un amigo. Ella quiso saber qué amigo y él dijo que no lo conocía. Ella dijo que conocía a todos sus amigos y él corrigió otra vez. No lo conozco, dijo, yo no lo conozco. Ella dijo que no dijese pavadas y él pidió que lo disculpase, que no aguantaba más, el estómago, dijo, y corrió hacia el cuarto de baño. Sentado en el inodoro intentó en vano reconstruir el rostro del hombre de piel seca y pelo blanco. Ella golpeó la puerta y preguntó si estaba descompuesto. Vendieron la casa, dijo él y no hizo ningún esfuerzo por levantarse. No le importó que ella entrase en el baño y se quedase mirándolo como si recién en ese instante descubriera al hombre que desde hacía años era su esposo. ¿Cómo podés ser tan idiota?, preguntó ella y se echó a reír.

Comenzó a trabajar con la maqueta una semana después. Se impuso la obligación de visitar el modelo día a día. Pensaba reproducirlo a escala. Iba a construirlo parte a parte y luego, de un soplido, le iba a dar vida. A la casa le habían quitado el cartel de venta, pero nadie parecía ocuparla. Una de las tardes pensó que acaso la habían comprado para demolerla y alzar un edificio de pisos, un gimnasio o cualquier porquería semejante. Comprendió que debía apurar su obra. En cuatro días puso fin al comedor y al dormitorio. La cocina y el baño no le ofrecieron mayor trabajo. El patio y el taller le demandaron más de dos semanas. Una noche de diciembre, casi al comienzo de la madrugada, comprendió que ya era tiempo. Acopló pieza a pieza, alzó la casa y la miró hasta el cansancio. Se fue a dormir convencido de que era su mejor obra.

A la tarde siguiente repitió el camino de todos los días, pero esta vez no se detuvo en la vereda de enfrente. Cruzó. La puerta de calle estaba sin llave. Se topó con un pasillo blanco mate, al final le aguardaba una puerta en negro, también mate. Fue directo al patio; no le sorprendieron ni la parra ni los macetones. Un gato atigrado, idéntico a Pancho, dormitaba indiferente. Cuidó de no despertarlo y silenciosamente comenzó a subir por la escalera caracol. Desde la cocina llegaba el aroma de un sofrito de ajo y cebolla, se oía el martilleo de un cuchillo picando algo y la voz de Pavarotti cantando una canción napolitana. En el taller encontró un mágico y maravilloso desorden: algunos bocetos colgaban de las paredes, los otros estaban sobre la mesa, mezclados con el tabaco y las pipas, los lápices de colores, una botella de ginebra, otra de whisky y diferentes tazas de café, todas usadas y sucias. Por el suelo, sin ton ni son, había piezas a medio terminar y sobre el banco alto una nave vikinga esperaba los toques finales. Hacia allí fue, alzó el palo mayor y corrigió un detalle de la proa. Dio un paso atrás, para verla en perspectiva. Una voz de mujer, desde el patio, le anunció que la comida estaba lista. Ya voy, dijo Ezequiel Sáenz, enderezó otro poco el palo mayor, aprobó con un gesto satisfecho y se dispuso a bajar por la escalera caracol. Pavaro-tti se oía como nunca.

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Imagen: Vera Rosemberg
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