VERANO12 › LUIS GUSMAN

Los bomberitos

El martes 18 de enero de 1994 el crucero Odessa atracó en el muelle Storni de Puerto Madryn. Cuando José Vogel, uno de los pasajeros, se dispuso a bajar la rampa que lo conducía hasta el puerto, no sabía lo que le esperaba.

La mayor parte del pasaje era de origen alemán. En esos días, la ciudad de Madryn parecía una pequeña ciudad alemana.

José Vogel era argentino pero hablaba perfecto alemán. Hacía unos años que por su trabajo en una plataforma submarina vivía en Hamburgo. Vogel era ingeniero. Por esos días cumplía treinta años.

Los padres de Vogel habían muerto. Las dos veces había llegado tarde y esa demora el ingeniero no se la perdonaba. Vogel recordaba que en su infancia ellos lo habían llevado a Madryn al avistaje de las ballenas. Cuando las vio sintió que el mar temblaba, él también.

El jueves por la tarde volvió de visitar la pingüinera. Para él, la ciudad no ofrecía ninguna diversión nocturna. Salvo algunos pubs donde podía tomar cerveza. Por la noche, después de cenar, cuando volvía para su hotel, se detuvo ante la vidriera del Estudio de fotocolor Stuttgart, que exhibía su galería de fotografías que después se publicaban en la página del diario Chubut en la sección: Mundo Social Madrynense.

Stuttgart le resultó familiar porque durante unas breves vacaciones en Hamburgo había visitado el museo que estaba en la ciudad. Al ingeniero le gustaba viajar solo. Su mujer se había quedado en Hamburgo. Llevaba poco tiempo de casado y por ese motivo experimentó cierto malestar porque se dio cuenta de que por su trabajo en la plataforma se estaba transformando en un solitario y sintió remordimientos por abandonar a su joven esposa en un país extranjero.

Mirando las fotos, Vogel se enteró de que al otro día, la noche del viernes, se celebraba una fiesta de cumpleaños de quince y una boda. Vogel ignoraba por qué razón del destino se había detenido frente a aquella vidriera. Para su manera de pensar la coincidencia con el nombre de Stuttgart le parecía insuficiente.

A la mañana siguiente, Vogel alquiló una camioneta para recorrer la península.

Ese mismo viernes los bomberitos de Madryn fueron llamados para ayudar a sofocar un incendio que se había iniciado a las tres de la tarde en unos campos situados al noroeste de la ciudad. Algunos bomberitos fueron vestidos ligeramente de verano, sin uniformes ni equipos, algunos hasta estaban calzados con ojotas. Marcharon desprevenidos hacia lo que aparentaba ser una aventura juvenil. Era viernes, y seguramente el incendio hubiese sido una anécdota para contar el fin de semana en el baile del sábado a la noche para seducir a alguna chica. No sabían que los esperaba una trampa de fuego. No sabían que las llamas eran verdaderas.

A pesar de su juventud, lo que impulsaba a los bomberitos podía llamarse vocación. Tal vez un relato que ni siquiera les pertenecía a sus padres sino a los padres de sus padres cuando en la infancia solían correr detrás del carro de bomberos. Primero tirado por caballos, después transformado en auto bomba. Corrían detrás del sonido de la sirena para ver dónde era el incendio. Antes de nacer, en el temor de los padres, convivían con la amenaza de que el fuego terminaría por extinguir los bosques. Es probable que esa tarde respondieran al mismo llamado.

Ese viernes 21 de enero, la información fue llegando de manera fragmentaria y confusa. Eran 25 bomberitos y tenían entre 12 y 23 años. Eran dieciocho varones y cinco mujeres. Salvo dos, murieron todos. Corrieron veinticinco minutos tratando de alejarse del fuego y del humo. Murieron asfixiados después de correr 2500 metros. Cayeron extenuados por el calor, el cansancio y las dificultades respiratorias. El viento los de-sorientó y escaparon en la dirección equivocada. El fuego los estaba esperando. Dicen que los cuerpos estaban cubiertos de ceniza.

Vogel había demorado su viaje por la península hasta después de la siesta, un poco por modorra y otro poco por seguir la costumbre del lugar. Salió por la tarde pero ya en las afueras de Madryn las salidas de la ciudad estaban cortadas por el incendio. En medio de la ruta, detuvo la camioneta porque experimentó el mismo miedo que cuando en su juventud era aprendiz de bombero.

Lo cierto es que ese viernes la sirena no estaba en el mar sino en los pastizales. No hay nada más asqueroso que morirse entre los pastizales. Más que una muerte natural o accidental, parecían pequeños asesinatos.

Puerto Madryn, una ciudad acostumbrada a ser visitada por ballenas, esperó inútilmente que Leviatán vomitara a su Jonás. Hicieron vigilia. Algunos en silencio, otros lloraban, algunos rezaban, otros no maldecían por el temor supersticioso de agraviar a Dios, del que todavía esperaban un milagro. Los esperaron cada día pero ninguna ballena escupió sus cuerpos. Ni vivos ni muertos. No fue como en algunos de los naufragios cuando en la costa, padres, hermanos, amigos, novias y, simplemente, gente de Madryn, esperaron noches enteras.

Se los llevó el fuego, no el agua. Una ráfaga. De golpe cambió el viento. Por eso Leviatán no podía devolverlos, porque de ser posible hasta la ballena infernal los hubiera vomitado de sus entrañas.

El que estaba solo en la costa era Vogel. Parecía emerger de un relato bíblico. Sus conocimientos científicos y su curiosidad no lograban imponerse al dolor que sentía. En medio de la arena de-sierta se preguntó: “¿De quién partió la orden que los precipitó en la hoguera?”.

A la mañana siguiente, cuando Vogel hojeó el diario que contaba la tragedia, notó que en las fotos en blanco y negro no se veía el color del fuego. Como si las fotos en esos dos colores custodiaran cierta intimidad del luto.

Los bomberitos iban a ser velados en el gimnasio municipal. Vogel recordó las cosas que se contaban en el cuartel de Echenagucía, donde en su primera juventud fue bombero. La prueba de fuego que les hacían pasar a los bomberos nuevos era esperar la medianoche para atravesar las instalaciones del museo. Las condecoraciones, las placas. Las fotos. Les solían echar la culpa a las galas, que son los uniformes de los bomberos que murieron y que descansan en vitrinas en el museo de la planta baja. Las galas les dan vida a los muertos. Si pasaban el bautismo, la próxima prueba era limpiar los baúles de los muertos. Pero en los cajones no había muertos. No había nada, lo cual era quizá más aterrorizador. Estas historias de aparecidos se contaban porque en un tiempo velaban a los muertos en el cuartel.

Vogel hacía más de veinte años había perdido a su mejor amigo en un incendio. Los dos eran bomberos. Lo que lo obsesionaba era que él había soñado con un incendio una semana antes del siniestro. Un sueño en llamas, un incendio en una fábrica de pirotecnia. Era como si el mundo nunca terminara de estallar. Como la cabeza atormentada de Vogel por no haberle avisado a su amigo de aquel sueño.

Tal vez por esa razón, cuando Vogel vio pasar el auto bomba amarillo que llevaba los ataúdes sintió que su corazón era una bomba a punto de explotar. Las coronas de flores eran una herida roja que colgaban frágilmente del vehículo, como si en cualquier momento estuvieran a punto de caerse. Sin embargo, una fuerza superior parecía atarlas a las escaleras de bomberos que amenazaban con levantarse hasta el cielo para pedirle a Dios la clemencia que nunca había tenido.

El auto bomba hizo sonar la sirena. El sonido no sonó como una señal de alarma, sino como un aullido, un grito que redobló el grito de la gente. El dolor aullaba por la calle. Y los neumáticos negros eran una señal del luto en movimiento.

Ya en la iglesia del cementerio, cuando Vogel escuchó el tono bienaventurado del sermón final con que un cura despidió a los bomberitos, parecía que lo sucedido era asunto del cielo y no de esta tierra.

Cómo las dos familias decidieron lo de la boda seguramente fue algo íntimo entre ellos y Dios. Y si intervino un sacerdote, para que la cosa se volviera un asunto del más allá y no de esta tierra, fue inútil.

Quizás el hecho de recordar que su amigo muerto también estuvo a punto de casarse fue lo que hizo que Vogel se decidiera por ir a la boda.

Los casaron. Ninguno de los dos estaba ahí de cuerpo presente. A pesar de esa circunstancia, no fue un casamiento simbólico. Sin embargo, no fue una ceremonia macabra.

En el altar había tres fotos. Dos retratos: uno del novio y otro de la novia. Detrás, otra foto en que la que la pareja estaba frente a la vidriera de la casa de fotografías. La foto la había tomado el padrino de la boda. Entonces los dos bomberitos no sabían que no tendrían otro futuro que estar en la memoria luctuosa de los otros.

Los dos anillos con sus nombres grabados fueron donados al museo del cuartel de bomberos. En medio de la ceremonia, un cura los bendijo. A Vogel le pareció que los anillos emitían un reflejo misterioso. Los anillos parecían dos espejos en llamas que reproducían la imagen de los novios.

Eran dos chicos creyentes. Los dos habían sido bautizados y habían tomado la comunión en esa misma iglesia. Hasta las mismas imágenes devotas, santos, vírgenes, y cristos siempre acostumbrados a ser contemplados, era como si hubiesen desviado la mirada del cielo para mirar el milagro que estaba sucediendo ante sus ojos, sorprendidos de que fuera ajeno a su voluntad.

El que ofició de testigo de la boda vestía uniforme de gala. Era uno de los bomberitos que había sobrevivido. La madrina, la hermana de la novia. Los novios se conocían de la primaria. Esos amores que transcurren banco a banco.

Esto último, y algunas otras cosas que Vogel ignoraba, se las contó el padre del padrino de la boda cuando volvían de la iglesia donde se llevó a cabo la boda póstuma. Se las contó emocionado pero sin ningún dramatismo. Con esa resignación que no da Dios sino la naturaleza.

Vogel no lograba recomponerse de cierta sensación escalofriante porque el casamiento post mortem le parecía macabro. Pero en ese instante recordó la muerte de su amigo y el motivo que lo había decidido para asistir a la boda. Se lo comentó a su compañero ocasional, y esta confidencia íntima lo habría de convertir en alguien que iba a estar presente en su vida para siempre. Entonces, con cierta timidez, Vogel le preguntó:

–¿No le parece que lo del casamiento fue excesivo?

–¿Por qué? Si hasta el cura estuvo de acuerdo. Además, los muertos, aún muertos, siguen haciendo cosas. ¿O usted sólo sueña con vivos?

–Es posible que tenga razón. ¿Usted cree en el más allá?

–Ahora no. No sé qué me va a pasar cuando sea más viejo. En una de ésas, como decía mi abuela, me muero con el Jesús en la boca.

–¿Usted cree en la otra vida?

–No. Sólo que en los muertos está el futuro. Según los muertos que tuvimos es cómo vamos a vivir.

–Se refiere a los bomberitos.

–También a sus padres y a sus abuelos que fueron bomberos como ellos. En las fotos, ¿no vio en sus ojos una mirada desafiante?

–Fue una imprudencia. Los responsables tienen que ir presos. Pienso en esos padres...

–Le pregunté si vio esa mirada.

–Usted porque no perdió ningún hijo.

–Se equivoca, perdí dos. Sin embargo, algunos padres piensan como yo. Están orgullosos.

–Le pido perdón.

–No lo critico. Es lógico. Pero no se desespere por entender o por estar de acuerdo. Simplemente tenemos preocupaciones diferentes.

–No crea. Soy ingeniero en plataformas submarinas.

–Lo que pasó no es sólo una cuestión climática.

–Sin embargo, dicen que fue el viento lo que les jugó una mala pasada.

–No fue sólo el viento, también fue el hombre y alguna fuerza superior.

–Negligencia.

–¿Usted vino en el crucero?

–Sí..., pero me quedé.

–¿Por qué?

–Lo que le conté cuando volvíamos de la iglesia. Cuando era joven fui bombero y perdí a un amigo.

–¿Muchos años?

–Unos meses. No pude soportar el olor a quemado.

–Es muy común.

–Creí que sólo me pasaba a mí.

–Hasta que no aparezcan los culpables, los bomberitos, envueltos en llamas, volverán cada 21 de enero.

–La fuerza superior.

–No me refiero a nada sobrenatural. El mismo viernes alguien de Madryn ganó el bingo. Saque sus propias conclusiones. Es la suerte. La buena o la mala. ¿Se queda mucho tiempo?

–No tengo fuerza para irme. Sin darme cuenta, es como si yo también estuviese esperando.

–Lo entiendo.

Desde ese día en cada casa de Madryn se levantaría un altarcito privado. Una foto con uniforme que algunos no llegaron a estrenar y otros ni siquiera a tener. En esos altarcitos habría siempre velas encendidas. De día y de noche. Pero también es posible que hasta los más creyentes evitaran esa liturgia para que las fotos finadas no revivieran, ni la visión ni el calor de las llamas; ni siquiera de una llama votiva.

Aquel hombre de Madryn, llamado Torres, y Vogel se despidieron en silencio. En ese momento, ninguno de los dos sospechaba que diez años más tarde se volvieran a ver.

Ese enero del 2004, en pleno verano, Vogel volvió a Madryn y lo buscó a Torres. Al principio, sintió cierta inquietud por la posibilidad de no localizarlo; a veces, diez es años es mucho tiempo, en otros casos no es nada.

Cuando logró ubicarlo y se encontraron, se saludaron, y retomaron la conversación en el mismo punto en que la habían dejado diez años atrás. Vogel le preguntó:

–¿Ya se volvió creyente?

Torres demoró un instante en responderle. Estaba emocionado. Vogel no había vuelto en cualquier fecha sino un 21 de enero, cuando se cumplía el décimo aniversario de la catástrofe de los bomberitos. Torres lo miró a los ojos, Vogel también estaba más grande; sin embargo, había algo en su mirada que lo rejuvenecía. Torres salió de su mutismo y se decidió a responderle. Si alguien hubiera presenciado la conversación, hubiera tenido la impresión de que podía haber tardado un minuto o un siglo en contestarle.

–Vio que un día los bomberitos iban a volver.

–¿Castigaron a los culpables?

–Todavía no.

–Sopla el mismo viento que aquel día.

–Es cierto. Esta vez no vino en crucero.

–No. Vine en micro desde Buenos Aires.

–Un viaje largo.

–Más de doce horas.

–¿Se queda muchos días?

–Tres o cuatro. Vine a cumplir acá mis cuarenta años.

–¿Solo?

–No, esta vez me acompaña mi esposa. Me estaba transformando en un solitario.

–Los bomberitos eran un cuerpo.

Casi sin darse cuenta, los dos hombres comenzaron a caminar y siguieron conversando, hasta que llegaron a la plaza de Puerto Madryn.

–¿Vio el monumento? Ahora sólo van los familiares. Pero no se preocupe, si no soy yo, si no es usted, va a ver otro Vogel que va a volver cada 21 de enero.

De pronto se toparon de frente con una escultura. Un bombero sosteniendo un chico en sus brazos, socorriéndolo. Lo rodeaban veintitrés aros de metal que representaban las almas de los bomberitos muertos en el incendio. Los aros se movían con el viento.

–Torres, ¿sabe lo que me gusta de usted?

–No.

–Que nunca baja los brazos.

–Hay que seguir viviendo.

–¿Quiere cenar con nosotros?

–Es su cumpleaños.

–Dentro de tres días.

–Nos encontramos en la plaza.

Al amparo de esa escultura blanca, las siluetas de los dos hombres se fueron alejando. Mientras caminaban, seguían conversando.

La sombra del ingeniero, que era un hombre muy alto, se recortaba más nítidamente que la de su acompañante. Vogel tuvo un presentimiento que rápidamente se convirtió en una certeza. Con el correr de los años y de los eneros, se había convertido en ese otro Vogel.

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