Hay que tener un valor a prueba de balas y opas (que son peores que las balas, que creen que tienen la razón, que acusan a las víctimas de ser sus propias victimarias, que siempre van a defender el privilegio aunque no sean patrones) para pararse en esa tarima y leer lo que leyeron esas tres egresadas. Hay que tener una convicción inoxidable para pararse en el aula magna y bancar, literalmente, con el cuerpo (y carteles, esos carteles manuscritos) ese discurso, como hicieron las compañeras de quienes leyeron. Le di play al video tres veces (casi) seguidas y tres veces sólo podía pensar en eso: cómo hicieron. También, cómo sería hoy el mundo si cuando mis amigas y yo teníamos esa edad hacíamos algo remotamente parecido. ¿Contrafáctico? Desde ya ¿Y? 

La primera vez escuché con asombro algún nombre conocido. Como muchas de mis amigas, de mis amigos y algunos conocidos, cursé el secundario en los mismos claustros que las chicas. Cuando supe la noticia, aún antes de escuchar el discurso, fue inevitable: repasar situaciones, momentos, años, figuras de autoridad, compañeros, compañeras, ¿me había pasado algo similar en esos seis años de secundario? Mi primera reacción fue decir “de ninguna manera”; la segunda, recordar haber escuchado o visto algo confuso; la tercera, reconocer como docentes de mi año a alguno de los nombres que las chicas mencionaron.

Para una institución que se jacta de fomentar, instigar, sembrar la necesidad del pensamiento crítico, no podría haber nada más saludable que el discurso de esas egresadas. El modo en que lo dieron, la decisión que tomaron al elegir ese tema, el haber logrado que algunas de sus docentes se levantaran para aplaudirlas, habla de todo eso. Las alumnas aprendieron y superaron, más que a sus docentes, a la institución. Qué pena que no todas las autoridades hayan estado a su altura.

A veces, para tener dimensión de lo que hicieron otras hay que tratar de pararse en esos zapatos. Por eso le di play una vez, otra vez y otra más. Cada vez me pareció más increíble lo que pasó.

Mis amigas y yo crecimos en otro mundo y nuestra cabeza era otra. Mi generación aprendió mucho en el camino, y quizá por eso es que hoy podemos ver esas imágenes, leer el discurso y escuchar de boca de ellas cómo lo pensaron. O al menos eso me gusta pensar. Lo que decididamente ellas no le deben a nadie es la libertad. Se la ganaron solas, se la construyeron ellas y se atrevieron a probar sus límites.

No tienen ni veinte años.