La mancha parece que se esconde o se contrae, pero sigue ahí, como el dolor y la vergüenza. Julieta regresa una vez más para reconstruir una identidad amputada por el terror de la dictadura cívico-militar. Ella –que nació en 1978 en un sótano de la Patagonia, donde su mamá estaba escondida, fue criada por sus abuelos maternos y vive en Alemania– necesita conocer más sobre el pasado de su padre en Tama, un pueblo del noroeste asediado por cuatro terremotos. Un puñado de voces femeninas –Emérita, Arminda, Milagro Linares, Petrona Paula, la Hermana Dora y Rosa, entre otras– reconstruyen una compleja trama familiar, atravesada por la violencia política y el abuso. “A nuestra historia la han contado los asesinos de nuestros abuelos. La contaron a su manera y a su conveniencia, por cierto, aunque en las coplas y las chayas nosotros siempre supimos quién era cada quién… Fíjese, sin ir más lejos, en el Chacho Peñaloza, sobre el que tanto se ha interesado usted: quisieron convertirlo en polvo, pero ha pasado más de un siglo de su muerte y su nombre permanece”, dice Elpidio Melitón Brizuela, director del Archivo Histórico de la Región Noroeste. Los manchados, magnífica novela de María Teresa Andruetto –publicada por Literatura Random House, que acaba de reeditar La mujer en cuestión– es la continuación de Lengua madre (2010). Si en la novela donde aparece por primera vez Julieta, la joven tiene que rearmar su identidad a partir de las cartas que le dejó su madre, en la última busca, como dirá una de las voces femeninas, “alguna migaja” de la vida de su padre.

A Andruetto le sonríen los ojos, como si las pupilas y los labios consumaran el mismo gesto que congrega una alegría melancólica. “Después que escribí Lengua madre, que tuvo muchos lectores y varios trabajos académicos, aparecía una pregunta: ‘¿Qué pasó con el padre?’. Eso quedó en algún lugar, pero no siempre la pregunta de los otros permanece como una demanda interna. Un día apareció la frase: ‘llegó desde el Norte’. Una mañana que estaba con esto dando vueltas, me dije: ‘llegó desde Tama’, que me llevó al mundo de mi primera novela y al Norte real que yo había conocido, que es un mundo que ha seguido presente en mi vida porque es el mundo de la abuela y las tías abuelas de mis hijas. Apareció la voz de Emérita y empecé a hacerla hablar y siempre supe que le estaba hablando a Julieta. Que Julieta le preguntaría por el padre y ella le empezaría a contar algo. Enseguida apareció esa mixtura entre lo privado y lo público en la que contando sobre el padre habla del pueblo y de la sociedad argentina”, explica la escritora cordobesa en la entrevista con PáginaI12. 

–“La memoria es algo extraño, nunca sabe uno qué se queda y qué se va de todo lo que ha tenido que vivir”, dice uno de los personajes. ¿Qué importancia tiene la memoria en la construcción de “Los manchados”?

–La literatura es memoria, pero no memoria tomada sólo en el sentido de la memoria histórica, sino múltiples formas de memorias: memoria del cuerpo, memoria de las mujeres, la memoria de los hechos. En este caso se cruzan varias cosas porque es una memoria de ciertos hechos históricos –el bombardeo del ‘55 y los fusilamientos en José León Suárez, la última dictadura, pero también el tiempo de los caudillos que luchaban contra el puerto, como Chacho Peñaloza–; son como un río subterráneo en la sociedad argentina, que en algunas circunstancias irrumpe y sale a la superficie, luego vuelve a hundirse y va y viene, pero que siempre está en la gente. Es verdad que hay ciertos sectores populares que han perdido la memoria y eso es uno de los grandes dolores que tengo en relación a lo político y a lo social en este momento. Pero también es cierto que en muchos sectores hay un saber que no sé si está en el cuerpo o es muy interno, que hace que se sepa por dónde vienen los espacios de mayor liberación. Cuando fui por primera vez a La Rioja, en el 77, el común de las personas hablaba del asesinato de (Enrique) Angelelli, había un saber ahí, una voz, que fue tapada por el “accidente” y lo que decía la Iglesia. Pero esa voz regresa de algún modo; en lo social lo veo como algo que se parece a los procesos psicoanalíticos: cómo regresa lo reprimido una y otra vez hasta que se hace un lugar en lo consciente. Esto aparece siempre, es como una empatía con ese dolor social y con una creatividad. Me gustan ciertas formas de la música popular muy desgarradas que pueden ir desde el blues, el fado, el tango o la milonga. Hay algo del dolor de los que generaron esas músicas que después se estetiza y se enriquece. Pero las formas que más me interesan del arte son las que conectan esa zona más subterránea con lo que sale a la superficie, lo que se considera después como artístico.

–En “Los manchados”, pero también en otras novelas, hay un trabajo con las voces muy cercano a la oralidad. ¿Qué le interesa de la recreación y LAproximidad con la oralidad?

–La voz me importa muchísimo en la escritura porque una de las cosas que más me interesa es el narrador y el punto de vista. La narrativa es una voz que susurra al oído algo; la oralidad es una ficción de la oralidad real porque la gente en el Norte no habla exactamente así, si uno pusiera un grabador y cotejara. Pero hay un verosímil en esas voces, que es una invención hecha con aportes de palabras que sí recuerdo. Yo no fui a investigar ese lenguaje, ese lenguaje está en mi oído; son formas que recibí muy joven y que tiene un curso en mi cabeza; es un “como si”, llamémosle, que se alimenta de la oralidad real. En esa oralidad, en el habla de la gente, para mí está el lugar más vital de una lengua. Yo tengo la convicción de que los escritores escribimos con un material prestado que es justamente el habla de la gente. Ese habla es un lugar de la lengua más inestable, más inseguro, más inapresable; cómo suena eso, cómo es esa voz, la música del habla, eso me interesa muchísimo. Un personaje se dice a sí mismo en lo que dice. Estas mujeres que hablan le cuentan cosas a esa mujer joven, pero también dicen mucho de sí, de sus resentimientos, de sus frustraciones, de sus dolores, de alguna cuestión ladina, de su encono. Cuando uno escribe, el personaje que uno construye está hecho todo de habla, de palabras; es ahí donde habría que poder mostrar, en eso que se dice, la condición social, la historia, la edad del personaje, el lugar de donde proviene, que esté todo puesto en su modo de decir. Que se pueda vivir eso como una sola cosa. Siempre estoy atenta a los registros del habla, los matices que eso tiene. En ese matiz está la persona toda; uno escucha a alguien y puede saber si se crio en el campo o en la ciudad. Un escritor no es un guardián de la lengua, sino alguien capaz de captar los pequeños desvíos que se producen. 

–”Los manchados” sucede durante un año: empieza con la voz de Emérita y termina con la voz de Pepe, que da cuenta del extravío de Emérita. ¿La forma de la novela estuvo desde el comienzo?

–Al principio no tenía la estructura de la novela. Apareció un comienzo con el monólogo de Emérita, pensé que Emérita podía contar todo y después me di cuenta de que se me agotaba su palabra; entonces apareció la idea de la oralidad y escribí cada monólogo como autónomo, sabiendo que iba a entrar en la novela. Después hice una organización de eso y probé de ubicarlos como si tuviera un rompecabezas, porque de pronto me lo imaginé como un viaje, como que ella va, los ve, luego sigue hacia Tama y después regresa y vuelve a verlo a Pepe. Pero no siempre es así: a veces es un dejarse llevar, pero ese dejarme llevar en esta novela fue por monólogos, como si hubieran sido microrrelatos o novelitas internas.

–Hay coincidencia en el hecho de que varias mujeres son madres y les quitan los hijos, una suerte de imposibilidad de la maternidad, ¿no?

–Sí, no lo había pensado así… Una lo pierde, la otra lo dejó o se lo sacan. La maternidad me atraviesa muchísimo, no sólo en mi condición de madre, sino en mi condición de hija con respecto a mi madre. Y más allá también, a mis abuelas, a estas mujeres del Norte a las que les dediqué el libro, que estaban en mi imaginario con sus relatos, que no eran estos relatos, pero sí eran unos relatos norteños que escuché de muy joven. La colección “Narradoras argentinas” que hacemos con Juana Luján y Carolina Rossi es mirar a las madres, a las abuelas literarias; mi libro Beatriz es un libro-homenaje a Beatriz Vallejos, que es como mirar a una madre poética. Hay algo ahí del traspaso generacional, entre mujeres, que me atraviesa mucho. La maternidad aparece muy fuerte, ya sea porque se tiene, porque no se tiene, porque se pierde. En Los manchados también lo que aparece es el abuso y el sometimiento de las mujeres. Yo veía en el Norte muchos hijos de madres solteras en una época en que ser madre soltera era complicado. En Lengua madre apareció el tema de la apropiación de los hijos, sólo que está corrido a una situación familiar… En La niña, el corazón y la casa la cuestión es si a esa niña la cría la madre, el padre o la abuela… No corresponde a mi infancia eso, sino quizá a una empatía con otras mujeres. Yo me crié en una familia de estructura convencional. A veces hay apropiaciones que tienen que ver con el amor y otras que tienen que ver con el poder o con el desprecio.

–Julieta busca su identidad a través de las historias que escucha. Su padre, Nicolás, también tuvo que reconstruir su identidad cuando se enteró de que era adoptado. ¿Cómo funciona la identidad más allá de la novela?

–La identidad atraviesa de diversas maneras todas las cosas que he escrito, desde los poemas a las novelas para chicos o para grandes. Mi papá llegó a la Argentina desde Italia, mi mamá es hija de inmigrantes; en mi casa, sobre todo mi padre, había un discurso que tenía que ver con que había que ser de aquí, no vivir como italianos o hijos de italianos, en el deseo de que ancláramos. Yo creo que mi padre sufrió mucho su desgarro, más allá de que no tuvo una mala vida aquí ni en lo familiar, ni en lo amoroso, ni en lo laboral. Yo tenía la sensación, cuando era chica, de que no alcanzaba con nosotras para hacerlo feliz; era una percepción que tenía de niña por el modo en que mi madre lo cuidaba de esa falta. Mi papá dejó a su familia allá, todos se quedaron allá y él no volvió. Esto se repetía en muchos descendientes de inmigrantes que había visto, tanto en mi pueblo como en el pueblo de mis abuelos. Yo siento que algo de esa nostalgia heredada que me circundaba –que era de mi padre y de algunos vecinos– le dio un tono a mi relación con el mundo. Yo era bastante melancólica de niña, después tuve una cosa más vital… no sé cómo me verán los otros. En los pueblos de la llanura cerealera-cordobesa, la gente añoraba algo ilusorio también. Se dice que la escritura nace de la falta, que cuando no está la cosa, aparece la palabra. Yo me alimenté de dos faltas porque había muchos relatos de mi padre del mundo de allá –mis abuelos, mis primos hermanos y las cartas que llegaban permanentemente–, que era un mundo muy presente, pero virtual a la vez. Yo ahora estuve en su pueblo en el Piamonte otra vez y cuando llego y veo a mis primos es como si nos hubiéramos criado juntos, pero nos escribíamos cartas. Y también había una falta en mi madre porque tenía un mundo interior muy rico, le gustaba leer y escribía unas cartas preciosas, era a la persona a la que recurrían en el barrio para que hiciera un discursito para la escuela, ese tipo de cosas, y en eso estaba el sueño de una cosa mayor que nunca se concretó porque ella se crio en un pueblo donde había sólo escuela primaria. Esas faltas me parece que se unieron en ese deseo mío o que mi deseo se apropió de eso y que la búsqueda ha ido por ahí, por ese lugar de identidad que es a la vez mío y es a la vez social porque desde mi paso por la universidad, que fueron años de mucho compromiso político, yo empecé a leer en contexto y nunca más leí nada sin ver a un escritor en su dialéctica con el medio y en la tradición de su lengua.

–¿Por qué se extravía Emérita?

–En el medio se empezó a extraviar mi mamá, no tanto como ahora... Me reconoce con mucho cariño, pero no sé si sabe que soy su hija, sino alguien muy querido… Extravío no es una palabra inocente, yo tengo un poema de Pavese/Kodak que se llama “Extravío” y mi recuerdo más antiguo de niña es de una vez que me extravié. Mi abuela, que vivía con nosotros, se extravió. Un día llegó mi papá del trabajo y ella dijo: “¿Qué hace ese hombre sin cabeza?”. Siempre hay algo de lo real que se abre paso en la ficción.


La ficha

María Teresa Andruetto nació en Arroyo Cabral (Córdoba) el 26 de enero de 1954. La construcción de la identidad individual y social, las secuelas de la dictadura y el universo femenino son algunos de los ejes de su obra. Publicó las novelas Tama (2003), La mujer en cuestión (2009) y Lengua madre (2010); el libro de cuentos Cacería (2012); las nouvelles Stefano (2001), Veladuras (2005) y La niña, el corazón y la casa (2011); los libros de ensayo Hacia una literatura sin adjetivos (2008) y La lectura, otra revolución (2014); los poemarios Beatriz (2005), Pavese/Kodak (2008) y Sueño Americano (2008). Fue finalista del premio Rómulo Gallegos y obtuvo, entre otros reconocimientos, los premios Luis de Tejeda, Fondo Nacional de las Artes, el Premio Iberoamericano a la Trayectoria en Literatura Infantil, Konex de Platino, el Premio Cultura de la Universidad Nacional de Córdoba y el Premio Hans Christian Andersen, el mayor galardón internacional otorgado a autores de literatura para niños y jóvenes. Dirige la colección “Narradoras argentinas” para la editorial Eduvim de la Universidad de Villa María, en la que ha rescatado la obra de Fina Warschaver, Libertad Demitrópulos, Amalia Jamilis, Elvira Orphée, Paula Wajsman y Andrea Rabió, entre otras. “Tengo ocho cuentos terminados que quiero revisar antes de entregarlos –cuenta Andruetto–. Había uno más, ‘Los ahogados’, que salió en Veranoi12, que al final lo saqué porque se lo di a una editorial pequeña de Bogotá, Babel Libros, que lo va a publicar en la colección ‘Frontera ilustrada’, con ilustraciones de Daniel Rabanal”.