Desde Río de Janeiro

Desde que asumió la presidencia de Brasil, en el primer día de 2019, el capitán reformado Jair Bolsonaro hizo de todo un poco, excepto gobernar. Mejor dicho: desde que asumió la presidencia Bolsonaro no dejó, por un solo día, de dar clarísimas muestras de que no tiene la más remota capacidad para ocupar el puesto a que fue llevado por los electores brasileños.

Nada más típico de un ser descalificado política, ética y moralmente lo que ocurrió el pasado carnaval. Abucheado por todas las calles de todas las ciudades del país, Bolsonaro difundió, en las redes sociales, una escena escatológica protagonizada por dos hombres. Fue un burdo intento de desmoralizar al carnaval, pero el resultado fue desastroso. 

El video fue visto por al menos tres millones de personas, y le llovieron críticas por todos los costados. La ausencia absoluta de respeto confirmó que el capitán carece de los modales que se espera de un presidente. La repercusión en todo el mundo reforzó las críticas a la inusitada iniciativa del capitán, provocando reacciones no solo en el gobierno pero también en el mercado financiero, con la valorización del dólar y la baja en la Bolsa.

Se observan quejas inclusive entre sus potenciales aliados en el Congreso, que piden al belicoso capitán que no sea tan agresivo en sus redes sociales y aproveche la popularidad de que todavía disfruta para ayudar a difundir las reformas consideradas esenciales e impopulares, principalmente la de las jubilaciones. Entre las muchas advertencias que llegaron al despacho presidencial una es preocupante: tal como andan las cosas, no habrá cómo alcanzar los votos necesarios para imponer esa reforma. 

Pero hay un sector del gobierno, en especial, que disfraza cada vez menos el malestar provocado no solo por el presidente, pero también por sus tres hijos y algunos de sus ministros: el núcleo integrado por los militares.  

Entre los más distintos niveles de la estructura del gobierno, hay 103 militares de alto rango distribuidos entre ministerios, estatales, consejos de empresas de capital mixto, universidades y hasta hospitales. Y, claro, el vice-presidente también es un general. Reformado, pero general.

Hubo palpable malestar cuando Bolsonaro afirmó que la democracia es un favor que la sociedad le debe a las Fuerzas Armadas. El principal vocero de los uniformados, el vicepresidente Humberto Mourão, trató de matizar las palabras del capitán presidente, pero el desastre ya estaba consolidado.

Los desatinos de los tres hijos de Bolsonaro han sido objeto de duras críticas de los militares, muchas de ellas lanzadas en público. Para turbar aún más la atmosfera, existen dudas concretas referentes a las relaciones entre los hijos presidenciales y las “milicias” de Río, como son llamados los grupos de exterminio que dominan buena parte de la ciudad.

El excéntrico ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araujo, un diplomático de carrera discreta y sin calificación alguna para el puesto al que fue indicado por un astrólogo descerebrado transformado en guía intelectual de la familia Bolsonaro, ya fue públicamente puesto bajo la tutela de los militares. 

Ha sido desautorizado un sinfín de veces por el vicepresidente, general Humberto Mourão. Lo que muchos se preguntan luego de dos meses de desgobierno es cuándo esa tutela se extenderá a otros ministros y más, hasta el mismo Bolsonaro. 

La tensión es evidente, y las críticas se multiplican en los medios hegemónicos de comunicación, los mismos que dieron pleno respaldo al golpe institucional que destituyó la presidenta Dilma Rousseff, al gobierno cleptómano de Michel Temer y a la elección del capitán. También la sacrosanta entidad llamada “mercado” se muestra cada vez más reticente con relación al presidente. 

Recluido en su núcleo familiar, frente a una colección de ministros que se turnan a la hora de producir estupideces de manera incesante, pasados 60 días en la presidencia Bolsonaro asiste, impávido, a la lenta corrosión de su popularidad. Todavía dispone de apoyo, pero es el presidente con menor aprobación en sus dos meses iniciales desde 1995.

Entre los militares hay, además de profunda irritación, un temor creciente: que los desastres provocados por el capitán presidente los contamine a punto de arrastrar su imagen junto a la opinión pública. También los preocupa la forma cada vez más veloz del vaciamiento del capital político de que el presidente todavía disfruta, amenazando de manera decisiva los puntos considerados esenciales del programa de gobierno elaborado, en muy buena parte, por ellos. 

La tensión entre dos grupos nítidos –el clan Bolsonaro y parte esencial de sus ministros, por un lado, y los militares y ministros considerados pragmáticos por otro– se elevó rápidamente en las últimas semanas. Por coincidencia, se detectó en las redes sociales una sensible baja en el número de simpatizantes de Bolsonaro. 

No hay en el horizonte ninguna señal de que ese panorama cambie. ¿Hasta cuándo Brasil seguirá sin gobierno ni rumbo?