Al comprobar las dramáticas situaciones, entre peligros de muerte por inanición o por la pólvora enemiga, en las que el Che escribía, da ganas de cometer un sacrilegio ateo y decir ¿no sería su verdadero extremismo no separar entre experiencia y vida, y entonces habría hecho la revolución para poder escribirla? En El último lector, cuando Ricardo Piglia hace el retrato del Che lo asocia a Lucio V. Mansilla y a Victoria Ocampo por el uso de una lengua que simula, en su naturalidad inventada, un efecto oral. Y si a Piglia no se le escapa que en ese Che primerizo la pulsión del camino tiene la marca de la de los escritores beats de su época, es válido reconocer en esos escritos de puño y letra llamados diarios, bajo la forma de una insistente contabilidad de bajas y de alimentos, de armas ganadas y perdidas, de prisioneros y de traidores, un resto de enumeración caótica a lo Aullido de Ginsberg.

Puede escribirse en toda circunstancia, como los burgueses –Robert Frost lo hacía en la suela de los zapatos, Gertrude Stein en una libreta mientras esperaba que el mecánico reparara su auto–, incluso en revolución.

Si no vean a Che, Mao, Marcos. Vaya sinvergüenzas, éstos que han persuadido a tantos de que la pluma debía ser reemplazada por el arma, no retrasaron un solo minuto su desplazamiento armado hacia el mármol de la estatua conmemorativa, para pergeñar cosas como éstas: “Así te quiero, con recuerdo del café amargo en cada mañana sin nombre y con el sabor a carne limpia del hoyuelo de tu rodilla (...) Si sientes algún día la violencia impositiva de una mirada, no te vuelvas, no rompas el conjuro, continúa colando mi café y déjame vivirte para siempre” (Che). “A un lado y otro de la Gran Muralla/ hay espacios sin límite,/ el Gran Río,/ entre montes y valles,/ ha detenido su rumbo impetuoso./ Los montes, serpientes danzarinas de plata,/ las mesetas, elefantes de cera al galope,/ compiten en altura con el Cielo/ Esperamos un día de sol:/ rojo mantel sobre blanco/ os parecerán seductores y fascinantes” (Mao). “Como si llegaran a buen puerto/ mis ansias,/ como si hubiera donde/ hacerse fuerte,/ como si hubiera por fin/ destino para mis pasos,/ como si encontrara/ mi verdad primera,/ como traerse al hoy/ cada mañana,/ como un suspiro/ profundo y quedo,/ como un dolor de muelas/ aliviado,/ como lo imposible/ por fin hecho,/ como si alguien/ de veras me quisiera,/ como si, al fin,/ un buen poema me saliera” (Marcos).

Ya en Bolivia, Che ha guardado en una gruta, cerca de donde se almacenaban los víveres y funcionaba el aparato emisor, su biblioteca –dice el francés Debray que se le ha puesto en contra en Alabados nuestros señores–, una educación política pero dejando a sus pies todas las fintas de la lengua de Racine que es casi una carta de amor. En ese botín pesado para la marcha, el volumen militante no excluye al de poesía. Entonces, sentado a horcajadas en una rama, bajo el efecto de una inyección de adrenalina y hasta ¿por qué no? llevando entre los labios uno de esos puros repugnantes made in la fábrica de tabaco de Sierra Maestra –cada pitada tiende a la regularidad, a una suerte de repetición periódica que sumada a la de recorrer con los ojos cada línea de izquierda a derecha, hipnotiza la respiración invitándola a acoplarse en una suerte de autoayuda selvática– aislado de sus compañeros, Che lee ¡a León Felipe!

Para Piglia, Guevara no es sólo la experiencia y lo intransferible de esa experiencia construida sobre la política y la guerra sino que evoca la figura del lector. “El que está aislado, el sedentario en medio de la marcha de la historia, contrapuesto al político. El lector como el que persevera, sosegado, en el desciframiento de los signos. El que construye el sentido en el aislamiento y la soledad. Fuera de cualquier contexto, en medio de cualquier situación, por la fuerza de su propia determinación. Intransigente, pedagogo de sí mismo y de todos, no pierde nunca la convicción absoluta de la verdad que ha descifrado.”

En El último lector Piglia recuerda al Che cuando permanecía herido en un aula de la escuela de La Higuera y lo visita la maestra Julia Cortés. En el pizarrón hay escrita una frase en una de cuyas palabras falta el acento. El Che se lo señala y al hacerlo le permite señalar, a su vez, a Piglia: “La frase (escrita en la pizarra de la escuelita de La Higuera) es “Yo sé leer”. Que sea ésa la frase, que al final de su vida lo último que registre sea una frase que tiene que ver con la lectura, es como un oráculo, una cristalización casi perfecta”. Esa cristalización es la de una posición autobiográfica en donde Che sostiene la certeza de haber aprendido a descifrar y, al mismo tiempo, la de que ahora, aunque aún pueda leer, sólo puede ser otro el que escriba por él. Y hay algo estremecedor en que , igualmente recostado, víctima de una atroz enfermedad (ELA; esclerosis lateral amiotrófica) su lector Ricardo Piglia, pasara sus últimos años escribiendo, corrigiendo, creando nuevos textos –la mayoría diarios como los del Che– con el Tobii, un hardware que le permitía escribir con la mirada: esa máquina a la que él llamaba “telépata”, de poder interpretar sus últimas palabras tal vez hubiera iluminado en la pantalla bajo la flecha de su mirada “Yo se escribir”.