Desde 1949, fecha en la que el peronismo instaló la gratuidad de la enseñanza universitaria en Argentina, en una medida más inclusiva y audaz que las demandas estudiantiles de la época, los sectores populares comenzaron a contar con el primer gran instrumento de movilidad social: una política de equidad en contrapartida a "la igualdad" propuesta por los sectores liberales.

Así, las familias pudieron contar con sus primeras generaciones de graduados universitarios que revolucionaron su mirada "del mundo". En los primeros diez años de implementada la gratuidad, la matrícula se triplicó y nunca dejó de crecer, a excepción del período 1976-1983, en el que decreció un 20%. Los números siempre esclarecen los objetivos.

Hoy contamos con dos millones de estudiantes: el 78% en universidades públicas. Nuestro sistema es prestigioso y demandado en América. La movilidad estudiantil en nuestro continente, según los informes de la CELAC, se produce en dos sentidos: hacia Estados Unidos y Argentina. En nuestro país, el 70% de los matriculados transitan carreras que han atravesado los procesos de acreditación de calidad, lo que constituye un caso único en Iberoamérica.

No obstante, el sistema tiene debilidades estructurales: las tasas de deserción, la concentración de la matriculación en disciplinas saturadas, o -la más sintomática- la ausencia de diagnóstico y seguimiento de los graduados. Este último punto merece un análisis particular, ya que sin conocer los desempeños de los graduados es imposible una planificación eficiente a la hora de pensar una oferta estratégica.

En la actualidad, el sistema, incluyendo la oferta privada, da cuenta de altos descensos en la tasa de graduación y, peor aún, registra deserciones de enorme magnitud en el primer año de estudios. En la periferia, el 50% de los alumnos abandona en los primeros seis meses.

Las razones pueden encontrarse en el salto cultural que padecen los sectores populares al ingresar a un sistema que les es ajeno. Las experiencias llevadas adelante desde 2005 a 2013 demuestran que no es una sola política la que retiene a estos alumnos.

En el caso de la deserción en las carreras de ingeniería, se consiguió revertir con una política que combinó tutorías con becas de subsistencia mínima, destinada a los jóvenes qué no pueden afrontar ni el costo del traslado, ni de la bibliografía necesaria. Esto evidencia que ante esta realidad, la gratuidad no garantiza la equidad.

Por eso es necesario aumentar la financiación en políticas específicas. El dilema es de dónde deben provenir los fondos para abordar esta estrategia. ¿Deben ser los sectores medios de bolsillos agotados? ¿O aquellos que nunca asistieron ni asistirán a la Universidad Pública? ¿O las PYMES que resistieron y mantienen miles de puestos de trabajo?

Quizás sea la hora en que los universitarios asumamos que aquellos que hemos sido beneficiados con la formación pública y gratuita deberíamos hacernos cargo de esta desigualdad. Abro el debate sobre si los profesionales de la universidad pública no deberíamos estimar la posibilidad de aportar para que la palabra "equidad" vuelva a tomar sentido.

Esta decisión podría resolver, como misión, lo que los graduados declamamos cuando ambicionamos “devolver al país lo que el país nos dio”, generando una nueva dimensión de equidad: aportar para los quieren y no pueden.

Néstor Pan: Presidente de la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU).