Edificio blanco   7 puntos

Bodeng sar; Camboya/Francia/China/Catar, 2021

Dirección: Kavich Neang.

Guion: Kavich Neang y Daniel Mattes.

Duración: 90 minutos.

Intérpretes: Piseth Chhun, Hout Sithorn, Chinnaro Soem, Sovann Tho, Jany Min, Ok Sokha.

Estreno en MUBI.

Discípulo del gran documentalista camboyano Rithy Panh, el director de la indispensable S-21: La máquina de matar de los jemeres rojos (2003), el realizador Kavich Neang debutó el año pasado en el terreno de la ficción, luego de firmar un par de documentales, con este relato semi autobiográfico de tonos melancólicos y fuerte impronta social. El proyecto de Neang, nacido en la capital Nom Pen en 1987, llamó la atención del reconocido cineasta chino Jia Zhan-ke, que ofició como uno de los productores ejecutivos de una película que requirió de aportes de coproducción franceses y cataríes para llegar a buen puerto. Según ha afirmado el realizador en todas las entrevistas que se le hicieron en el Festival de Venecia, donde White Building tuvo su estreno mundial, el edifico blanco del título “fue mi hogar, el lugar donde crecí y del cual guardo muchos recuerdos”, reafirmando el carácter personal de la historia.

Podría pensarse en el “elefante blanco” de Villa Lugano como un equivalente local, pero el complejo habitacional que describe el film es mucho más bajo, de apenas un par de plantas, y sus habitantes incluyen a una buena cantidad de artistas y exempleados estatales que nunca lograron asomar mucho la cabeza. Desvencijado, con goteras que chorrean líquido ante la menor lluvia y la amenaza de un derrumbe parcial mostrando los dientes, el departamento de Samnang, un adolescente fanático de los bailes hip hop, es compartido junto a sus padres y visitado de vez en cuando por una hermana mayor que hace rato dejó de convivir con ellos. La comunidad, que indudablemente conoció épocas mejores, está rodeada de rascacielos altos y espejados –los terminados y los que están a punto de estrenarse–, y el desarrollo inmobiliario de la zona impulsa la compra del terreno para su demolición y reemplazo por una mole moderna, ante la aceptación resignada de algunos y el rechazo orgulloso de otros.

Pero White Building no comienza con las calurosas discusiones entre los vecinos, que sí vendrán después, sino con los ritmos de Samnang y sus dos amigos, compañeros en los paseos por la ciudad, siempre a bordo de una moto de baja cilindrada, y colegas en la coreografía para ese concurso de baile que se antoja cada vez más lejano. El viaje de uno de ellos a Francia, donde lo espera otra rama de la familia, concentra el relato en el protagonista y su relación con el barrio, los vecinos y, en particular, su padre, el delegado de los inquilinos. Un hombre aquejado por una infección en un pie, consecuencia de una diabetes mal tratada, que hace las veces de síntoma metafórico de otros males que poco tienen que ver con la biología humana pero resultan igual de agresivos. La ciudad que describe Neang está en plena transformación, un cambio veloz y brutal que no contempla a aquellos que están a punto de quedar afuera del nuevo esquema.

Hay algo en la relación entre Samnang y su padre que recuerda a las primeras películas del taiwanés Hou Hsiao-hsien, en particular Tiempo de vivir, tiempo de morir (1986), aunque aquí el exilio no es un hecho del pasado sino una posibilidad del futuro cercano. En su descripción de usos y costumbres, White Building alterna las salidas nocturnas del protagonista, con sus luces de neón y bares con karaoke, con la reticencia cultural (y terquedad generacional) a visitar a un médico “de verdad” (Samnang dixit), intentando curar la infección creciente con paracetamol y baños de miel. No es el fin del mundo, pero sí el de “un mundo”, que sobre el final puede apreciarse en la pantalla de un televisor. Derrumbado en 2017, las imágenes del edificio blanco real, cayendo pared a pared, cierran un relato triste, consciente de que una era está llegando a su fin, pero abierto a la esperanza.