Egberto Gismonti cuenta una historia. “Soy Cacho”, dice que le dijeron, imitando el acento porteño. “Piazzolla dice que el único que puede terminar la música para la película es usted”. Cacho era El Kadri, el productor de los films de Fernando Solanas y el fundador del sello Milán Sur, donde Gismonti grabó, precisamente, un homenaje al bandoneonista argentino. Y la película era El viaje. “Piazzolla estaba mal, internado en una clínica que creo que estaba en las afueras de Buenos Aires, con un amplio jardín en la entrada. El estaba en su cama y daba pena verlo allí, tan chiquito, con los tubos de suero y todo eso. Apoyé una mano en una de las suyas y él me apretó apenas, y con una voz casi inaudible me dijo: ‘Termine la música del film’. Ante semejante pedido, ¿qué podía hacer? Cumplir, por supuesto”.

Ha tocado más de veinte veces en Buenos Aires. Algunas de ellas, como aquel concierto en el Coliseo que compartió con el grupo MIA o, más cerca, el del año pasado en el Centro Cultural Kirchner, forman parte para siempre de la historia musical de esta ciudad. Hoy volverá a hacerlo y en un contexto novedoso. En la Sala Sinfónica (esa que se llamaba Ballena Azul cuando la “K” aún quería decir Kirchner) se presentará como solista junto a la Orquesta Juan de Dios Filiberto, con dirección de Luis Gorelik (ver recuadro). Y mañana, en la misma sala, volverá a estar, como en agosto de 2016, a solas con su guitarra y el piano.

La mención a Piazzolla en la charla que mantuvo con PáginaI12 no fue casual. No sólo uno y otro encarnan dos de los rumbos más lúcidos, profundos e imaginativos que tomó la música artística de tradición popular en el siglo XX sino que, además de admirarse mutuamente y ser objeto de la admiración de otros como Yo-Yo Ma, que dedicó discos y proyectos musicales a ambos, tienen una cierta historia en común. Los dos llegaron a estudiar con Nadia Boulanger. Y la vieja maestra les dijo cosas bastante semejantes. A Piazzolla, que en su música “clásica” no escuchaba su verdadera voz. Al escucharlo tocar “Triunfal” en su bandoneón, Boulanger le aseguró: “Ese es el verdadero Piazzolla”. Y a Gismonti fue capaz de aconsejarle que no se convirtiera “en medio compositor europeo” y que optara por ser “un completo músico brasileño”.

En un momento de la entrevista, Gismonti muestra en su tablet un concierto al frente de una orquesta juvenil llamada, igual que su disco de 1976, Coraçôes Futuristas. Los jóvenes de corazones futuristas tocan un arreglo suyo de “Fuga 9”, uno de los temas que el bandoneonista había compuesto para su Conjunto 9, en 1971. “Me dicen que parece música mía. Y una amiga aseguraba que sonaba como rock’n’roll. Yo últimamente estoy muy interesado en escuchar grabaciones que los propios compositores hicieron de su música. Encontré en París una colección de grabaciones realizadas por Ravel, por ejemplo. En algunas, a dos pianos con Nijinsky. Y suena totalmente otra cosa que lo que a lo largo de cien años otros fueron interpretando. No se trata de traiciones ni de una versión buena y auténtica y otras que no lo son, sino de todo lo contrario. La música viaja, se mueve, es siempre distinta. Eso confirma algo de lo que yo me di cuenta muy temprano. En mis primeros discos hay una serie de piezas que se repiten y siempre de maneras diferentes. Uno recrea. La misma obra aparece tocada por un piano, o por un grupo con saxo y piano eléctrico, o por sintetizadores, o por una orquesta. Es siempre la misma y también es siempre distinta. Y, dicen los otros, lo que suena es siempre mi música.”

“Estoy viviendo en pleno cielo”, cantaba Elis Regina en una canción de su disco Como e porque, de 1969. La pieza era extraña y genial. Tenía una cantidad de cromatismos y cambios de registro expresivo absolutamente inusual para una canción popular. Su letra remitía, tal vez, al cielo con diamantes de Lucy y a un cierto espíritu de época. Pero en el final retornaba a la Tierra. “Despertando, veo la cama y mi amor, estoy despierto, lloro, lloro, lloro.” Había allí algo Beatle, sin duda. Y algo de rhythm & blues, en las inflexiones sobre las vocales. Y algo que no podía definirse; que no se parecía a nada. Eso que, posiblemente, hizo que la cantante eligiera esa canción llamada “Sonho”. La canción de un desconocido llamado Egberto Gismonti. “Ella estaba siempre atenta, siempre dispuesta a que algo le llamara su atención”, dice él ahora. Sin embargo, su interpretación no le había gustado: “La afinación era perfecta, todo estaba exactamente en su lugar, pero no estaba vivida, estaba cantada desde afuera”, opina. En sus primeros discos, la canción estaba sumamente presente. Y él cantaba y lo hacía maravillosamente. Dejó de hacerlo. “Hoy ya no sabría cómo cantar”, dice. “Me olvidé”. Su explicación es que con los instrumentos todo le resultaba fácil y con la voz no. “Estaba diez horas para grabar cinco minutos; eso no podía ser”.

No obstante, nunca dejó de amar la voz humana. Trabajó en numerosas ocasiones con cantantes como Dulce Numes y, en el comienzo de su carrera, había sido arreglador de Marie Laforet y luego de Flora Purim. Trabajando con ella y con Airto Moreira compartió varias giras y grabaciones con Hermeto Pascoal, uno de los músicos que venera y con quien reconoce que más se ha divertido en toda su vida. “En una de esas ocasiones, yo estaba en Los Angeles para hacer un disco con Airto y Hermeto para grabar con Flora, y como estábamos en el mismo hotel, Hermeto y yo. Me dijo ‘por qué no tocas en el disco de Flora y yo toco en el de Airto también’. Y ahí Airto nos preguntó si no queríamos hacer los arreglos de un disco de Carl Tjader (un vibrafonista que tocó, entre otros, con Stan Getz). Yo ni lo conocía pero él se entusiasmó con la idea. El disco se llamó Amazonas y Tjader nos decía: ‘Ustedes hagan los arreglos y yo después toco encima, porque con Hermeto no puedo tocar porque está totalmente loco y con Egberto tampoco, porque también está completamente loco’”.

El proyecto que alimenta la estética de Gismonti no es diferente del de muchos músicos latinoamericanos que desarrollaron sus carreras a partir de los finales de la década de 1960 y podría resumirse en el intento de mezclar materiales folklóricos –o pensados a la manera de– con procedimientos y técnicas de la tradición académica, más elementos de la improvisación y la apertura armónica del jazz. Lo diferente, claro, es él. Porque en su música todo suena natural. No hay impostación ni injerto. Y mucho menos fractura alguna entre la exposición del tema y su desarrollo. Escuchándolo, se tiene la impresión de que la complejísima polifonía y polirritmia que es parte inescindible de su música siempre ha sido parte del frevo o del forró. O que esas músicas tradicionales lo estaban esperando desde siempre. Parte de su secreto es una coherencia extraordinaria. De alguna manera, siempre, los elementos que aparecen en una de sus piezas, incluso en los desarrollos más osados, ya estaban inscriptos en el propio material del tema. “Uno aplica toda la información que tiene, es inevitable. Lo otro es la música. Hay un gesto en la música que no debe perderse. Algo que tiene que ver con el canto. Aunque ahora la voz no esté presente de manera evidente, si lo está en mi imaginación. Yo llegué a tener, en la gira en la que presentábamos Circense, en la que transportábamos una carpa de circo y la armábamos en distintas ciudades, cuatro cantantes. Y sin embargo no había palabras. Había sólo voz. Cuando toqué con Yo-Yo Ma estaba eso: él cantaba con el instrumento”.

En rigor, en la música de Gismonti siempre hay tensión. Esa especie de dicotomía fundante con la que él relata sus comienzos musicales, atribuyendo al padre, libanés y de cultura francesa, el gusto por el piano, y a la madre, siciliana, el de la guitarra y –en sus palabras– “la serenata”, se transporta a su lenguaje. Por una parte en esa coexistencia virtuosa de tradiciones “altas” y “bajas”. Y, por otra, en la manera en que el impulso rítmico convive con el lirismo, a veces en dos líneas melódicas simultáneas que nadie salvo él hubiera podido imaginar que sonarían juntas.  En el concierto de mañana a las 20 tendrán lugar, como siempre, ese ying y ese yang gismontiano que ya aparece explicitado en el uso de la guitarra, al comienzo, y el piano, en la segunda mitad. El concierto menos previsible será el de hoy, en ese mismo horario. “Venir a la Argentina es lindo siempre. Y venir a tocar en este espacio, con el piano que hay aquí, es lindo siempre. Esta vez se agrega el poder hacer algo que hasta ahora nunca había hecho en esta ciudad, que es tocar con orquesta”, reflexiona Gismonti que, en esta ocasión interpretará obras para guitarra y orquesta (“Obertura”, “Águas & dança”, “Lundu” y “Dança dos escravos”), para piano y cello (“Bodas de Prata” y “Quatro cantos”, con Pablo Bercellini como cello solista), y obras para piano y orquesta (“7 anéis”, “Forrobodó,” “Música de sobrevivencia”, y “Frevo”).