Da lo mismo el que labura

noche y día como un buey

que el que vive de las minas

que el que mata, que el que cura

o está fuera de la ley.

Enrique Santos Discépolo, "Cambalache".

Buenos Aires, 1934.

No sé, querides lectóribus, si en estos tiempos dificilérrimus contáis con un filósofo de cabecera. No estoy diciendo “un gurú que os guíe por el camino de la bienaventuranza”, ya que en ese caso el optimismo se estrolaría contra la ingenuidad, que tiene muy mala prensa. Cuando digo "de cabecera", me refiero a algún pensador que, a la manera del mejor ansiolítico, te ayude a dormir bien sabiendo que no estás solo/a/e/u en la catrera rechiflao en tu tristeza. Ese que, diría el propio Discépolo, fue "un gil, que alzó un tomate y lo creyó una flor”, y a fin de mes le llegó la cuenta del tomate, de la flor y de la máquina de hacer subsidios.

Pues bien, más allá del licenciado A., que tanto me ayuda con mis temas singulares pero está siendo superado por la mishiadura intercontinental; más allá de la licenciada A. y sus intentos de explicar los afectos con deciles y centiles; más allá de capacitaciones diversas y dispersiones perversas, puedo decir “¡Eureka!”. Pero voy a decir “¡Enrique!”.

Es Enrique Discépolo quien se ha transformado en el faro del absurdo con sentido que me permite entender tanto sentido común sin sentido alguno.

Claro protagonista de la primera mitad del siglo XX (nació en 1901, murió en 1951), dejó pensamientos, que, al menos a mí, me permiten entender este “siglo XXI cambalache, informático y febril; si no tuitea, no mama; si no guglea, es un gil” mucho mejor que algunos textos de pensadores italianos, coreanos devenidos alemanes o franceses diversos que, pese a sus merecidos títulos académicos y su claridad sobre el incierto rumbo del Universo, a la hora de comprar tomates no parecen tener mucho que transmitirnos.

Ya dije y diré muchas veces que, cuando yo era chico, también se mataba, se robaba y se mentía, pero... ¡estaba mal! Y el/la/lo que lo hacía trataba de que no lo descubrieran, de que nadie se enterase. En cambio, la nefasta dictadura empresario-eclesiástico-judicívico-militar (y siguen agregándose sectores) empotró en la sociedad que “matar puede no estar mal”; el menemismo habilitó “robar para la corona” y la mauritocracia y sus medios enfermónicos reivindicaron abiertamente la mentira, tomándose apenas un recreíto para ponerle algún eufemismo.

Ahora se pueden tener tres toneladas de pruebas inexistentes, juzgar por íntima convicción (“in dúbita, piorrea”, dirá un magistrado mal registrado), insultar y calumniar y, al mismo tiempo y sin ponerse colorados, requerir el aplauso por “el ejercicio de la libertad de expresión” o perpetrar un intento de magnicidio “buscando un lugar en la Historia” (ese lugar vendría a ser, si lo hubiera, el inodoro).

Pero el problema es que a una parte de la sociedad no le importa o hasta lo aplaude, le da espacio, permite que ese discurso crezca. Matar, robar, mentir parecen estar ahora dentro de la ley.

“Si uno vive en la impostura y otro afana en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”, dijo Discépolo hace casi 90 años, ¡y después me hablan de fenómenos de época! Como diría Mordisquito (o sea, el mismo Discépolo): “¡A mí no me la van a contar!”.

Sugiero acompañar esta columna con el video “Señor presidente”, de RS+ (Rudy-Sanz).