Tenía nueve años cuando me hiciste una promesa.

Estaba sentada en el segundo asiento doble de la izquierda del Doscientos diez. Al lado, mi mamá. El tapizado de mi asiento estaba roto. Mi madre hizo gestos de qué asco, andá a saber la inmundicia que se pegoteó en el relleno, tomá, sentate arriba de la revista y resignó la Siete Días.

Recuerdo que pregunté cuánto falta para llegar a la casa de la tía Anita. Ella dijo que eran cuarenta cuadras. ¿Y, mami, ya llegamos? Falta nena. Ufa, me aburro. Cuando tomemos la avenida, estaremos cerquita. Seguí. No me contestó más. Me miraba, suspiraba y revoleaba los ojos.

Calculo que era la hora de salida de las escuelas de la tarde porque en cada esquina subían y bajaban muchos chicos, algunos con guardapolvos, otros con blazer azul marino y botones dorados.

Tomamos la avenida, el carril del colectivo estaba atascado. El conductor puteaba, cerró las puertas y no dejó subir a nadie más. Me puse a contar los autos rojos y grises que nos pasaban por el carril rápido. Me mojaba el dedo con saliva y anotaba en el vidrio empañado para no perder la cuenta. Mi mamá me dio un tirón de pelos y me dijo asquerosa. Volví a contar, con los dedos no más. Cada dedo una decena. Perdí la cuenta.

Un camionero empezó a tocar bocina sin parar. Aceleraba en vacío. Sacaba la cabeza por la ventanilla. No escuchábamos su voz. Veíamos sus puños cerrados elevados al cielo. Igual no avanzaba. Cuando vio que se abría un espacio volanteó, se metió en el carril rápido. El auto rojo que venía atrás no pudo frenar y se metió debajo del acoplado. El colectivero clavó los frenos; los que venían parados se desparramaron en el pasillo. Un muchacho cayó arriba nuestro.

Nos hicieron bajar. Llegaron dos ambulancias. Una para atender a la gente del auto rojo. Pero no los podían sacar. Vinieron los bomberos. Los médicos de la ambulancia más chica nos pusieron en fila para revisarnos. A una señora le vendaron la frente. A un chico le taponaron la nariz. Nosotras no nos hicimos nada, mi mamá temblaba y yo hacía pucheros. Estábamos bien.

Cuando nos íbamos sacaron el auto rojo. Y del auto, a un hombre. Muy herido en la cabeza, mi mamá me dijo que no mirara pero ya había visto. Lo taparon con una sábana. Dijeron que no podían hacer nada. Bajó un silencio espeso. Se escuchaban limpias las maniobras de los médicos. Los enfermeros hicieron rodar la camilla sobre la calle de adoquines. El bulto se movía.

El camionero se sentó en el cordón del cantero central con la cabeza entre las piernas, no se le veía la cara. Algunos hombres lo rodearon parecía que le iban a pegar.

Del móvil de la policía se bajaron cuatro. Tironearon del camionero, le pusieron esposas. Le vi los ojos rojos. Le pusieron una mano sobre la cabeza y lo metieron al auto.

Un manchón amarillo tapó todo a mi alrededor, subió, bajó, se llevó el aire y me destiñó. Entonces viniste. Me prometiste que, a partir de mí, nadie más moriría. Que los malos se iban a ir solitos. Que ibas a venir más seguido para dar una mano. Te creí sin saber quien eras. No conté nada de vos a ninguno de los que me apantallaban, me bajé de la falda de mi madre sin tomar la Crush que me acercaban. Caminé sin miedo.

Y mirá lo que me hiciste. Afuera: humo, plomo y un virus que todavía golpea. Tu falta de palabra es evidente. Estás a tiempo.