Adentro mío estoy bailando           8 puntos

Argentina/Austria, 2023.

Dirección y guion: Leandro Koch y Paloma Schachmann.

Fotografía: Roman Kasseroller y Leandro Koch.

Intérpretes: Paloma Schachmann, Leandro Koch, Rebecca Hanover, Cesar Lerner, Marcelo Moguilevsky, Perla Sneh, Bob Cohen, Lukas Valenta Rinner.

Duración: 117 minutos.

Estreno: Malba Cine, domingos a las 18 horas.

La opera prima de Leandro Koch y Paloma Schachmann –premiada en los festivales de Berlín y Mar del Plata- se inicia con una cita muy potente del lingüista Max Weinreich, filólogo del ídish: “Una lengua es un dialecto con un ejército detrás”. ¿Por qué despareció el ídish? ¿Y la música klezmer? ¿A la música le sucede lo mismo que a un dialecto? De un modo siempre muy lúdico, que a falta de una incluye dos historias de amor (una imbricada dentro de la otra), Adentro mío estoy bailando se plantea estas preguntas que hacen a la supervivencia de una identidad cultural, que va más allá del judaísmo.

La película de Koch y Schachmann –que es también una road-movie- se inicia de manera muy simple, para poco a poco ir complejizando su estructura, sin por ello perder nada de su espontaneidad y frescura. Un camarógrafo que trabaja filmando casamientos judíos (Koch) conoce a una clarinetista (Schachmann) que anima una de esas fiestas. En uno de sus primeros encuentros, Paloma le cuenta que está estudiando ídish y Leandro se interesa por el tema, pero más todavía se interesa por ella. Tanto que no se le ocurre mejor idea que urdir un documental sobre la música klezmer para poder seguirle sus pasos, cuando ella se interne por los rincones más recónditos de Europa oriental en un viaje de investigación sobre el tema.

Es notable la forma en que la película va enriqueciendo su forma del modo más sencillo, recurriendo a una suerte de sistema de espejos enfrentados, que multiplican las imágenes hasta que se difumina la original. En primer lugar, Leandro y Paloma no sólo son los protagonistas de Adentro mío estoy bailando sino también sus realizadores: se trata de una ficción que tiene una evidente base documental, pero que no está dispuesta a limitarse a ese punto de partida.

Luego, la historia de amor entre ellos está pautada, de comienzo a fin, por otra historia de amor: la de un cuento que lee en ídish una profesora de ídish y que funciona como fábula y comentario de lo que irá sucediendo con Paloma y Leandro, como si el relato de la hija del rabino y el joven sepulturero de un shetl prefigurara sus destinos. “Esta es la historia de un impostor, un tramposo cuyas mentiras tuvieron consecuencias catastróficas. Pero es también la historia de un pueblo que decidió olvidar su pasado y enterrar su cultura”, dice la profesora, aludiendo a su vez al núcleo de la película.

El documental sobre la música klezmer que Leandro empieza a desarrollar en Buenos Aires, registrando las presentaciones del magnífico dúo Lerner-Moguilevsky, no tendrá necesariamente “consecuencias catastróficas”, pero a pesar de su buen comienzo (consigue armar una coproducción con Austria) irá sucumbiendo poco a poco, en una suerte de viaje a ninguna parte. Paradójicamente, las dificultades que Leandro va encontrando a lo largo del rodaje hacen a la esencia del problema al que se enfrenta: no encuentra bandas de música klezmer, en un sentido estricto, ni en los pueblos más remotos de Ucrania (la película se filmó antes de la guerra) ni en Rumania o Moldavia. Pero la riqueza de la música auténticamente popular con la que se va tropezando, hecha por gente de pueblo que no vive de la música sino que la tiene incorporada a su vida cotidiana, le da sin embargo la pauta de que nunca está demasiado lejos de aquello que busca, como si diera con sus huellas pero nunca pudiera alcanzar su objetivo. Quizás por eso que el musicólogo Bob Cohen -que decidió radicarse por aquellos lugares para estudiar mejor el tema- llama “interferencias”, que no son solamente musicales o culturales, sino también políticas.

“A comienzos del siglo XIX, cuando se definen las ideas nacionales, se empezó por los idiomas, la poesía y las tradiciones y las músicas folklóricas”, dice Cohen en la película. “Compositores como Bartok y Kodaly en Hungría o Enescu en Rumania crean una música nacional, pero los judíos no hicieron eso, porque no eran un pueblo considerado con tradición folklórica. Eran comunidades dispersas unidas por una lengua y una religión, pero no teníamos una demanda de territorio. La nación era sionista y, por lo tanto, íbamos a crear un nuevo folklore, que terminó siendo la danza folklórica israelí, pero no íbamos a desenterrar la música y el idioma del pasado que tenían que ver con los grilletes de la diáspora”.

En los ocasionales monólogos interiores con los que Koch (él es el narrador) va haciendo de Adentro mío estoy bailando también un diario de viaje, un cuaderno de bitácora, sus hallazgos confirman a su vez las afirmaciones de Cohen. Como cuando Leandro encuentra otra pista sobre la muerte del ídish: la ideológica. “A principios del siglo XX aparecieron dos movimientos políticos antagónicos dentro del judaísmo”, cuenta. “El sionismo, que pregonaba un judaísmo territorial y la vuelta del hebreo, y el bundismo, una organización marxista que representaba a la clase trabajadora de habla ídish. El bundismo consideraba al ídish como su territorio y en 1905 se declaró un movimiento antisionista. El hebreo y sus partidarios se identificaron con el sionismo, mientras que los socialistas se reconocieron en el ídish”. La entrada del diario de Koch termina allí, pero basta con ver lo que es Israel hoy para darse cuenta quién se impuso en ese enfrentamiento y cuáles fueron las consecuencias.

Hay una virtud evidente en el hecho de que todas estas consideraciones –de orden musical, lingüístico, político- lleguen al espectador de la manera más amable, mientras la película discurre libremente por caminos de tierra de Transcarpacia y Besarabia y se dispersa retratando a los hombres y mujeres que viven, trabajan y hacen música por allí, no muy lejos de donde provenía la abuela de Koch. Como reconoce el narrador: “buscar las raíces era una forma subterránea de irse por las ramas”.