CONTRATAPA › ESCRITOS EN LA ARENA

Rebeca, la dentista

 Por Juan Sasturain

La historia de Dudoso Noriega y el accidentado Congreso Normalizador del sindicato de los bañeros reunido en Mar del Sud en el verano del 1956 tuvo su secuela erótica impensada: si no le hubieran bajado dos dientes en los entreveros de la disputa gremial, el tímido bañero de la Popular jamás hubiera conocido a Rebeca, la colorada dentista de Miramar. Lo cuento, en diferido, tal como me la contó un testigo auricular, si cabe la categoría. El tono y los detalles le pertenecen.

Miramar, no sé por qué, ya por entonces estaba lleno de rusos. Rebeca, la dentista –blanca, pecosa y tetona, ojos claros y miopes y rulitos pelirrojos– tenía un alevoso apellido que sonaba algo así como Premolarsky. Tal vez eso sea joda, pero el resto es cierto. La cuestión es que ese domingo estaba de guardia en el hospital cuando le trajeron a Noriega con la boca hecha un desastre, para que lo acomodara de urgencia. Ella –delantal abierto, remera sin mangas– lo sentó en el sillón y cerró la puerta:

–¿Qué le pasó?

–Me cagaron a trompadas.

Apenas contuvo la risa:

–A ver. Abra la boca.

–Uh.

La cruzada sindical le había dejado al Dudoso un par de piezas menos y varias flojas, pero el mal o la devastación generalizada eran anteriores. Rebeca le dio charla, lo curó como mejor pudo, le dio un antiinflamatorio y un turno para el otro día:

–¿A las dos de la tarde está bien?

Noriega asintió y se fue con la boca dormida y una receta.

–¿Y no le dijiste que vivís en Mar del Plata?– le preguntaron al salir.

–Yo vengo igual. Me gusta esta colorada.

El Dudoso se quedó esa noche en Miramar y apareció al día siguiente a las dos menos cuarto por el hospital, peinado, con el ojo algo más deshinchado y un paquete de pastillas Trineo. Rebeca le hizo un inventario somero de huecos y deterioros y se comprometió a dejarlo como nuevo.

–Es un tratamiento largo. Va a tener que venir al consultorio.

–No hay problema.

–El jueves a las tres, ¿le va?

–Perfecto.

Salió con una sonrisa todavía averiada y un papelito con la dirección.

El jueves Noriega se bajó del colectivo a las dos y media y caminó bajo el sol por las calles semivacías de Miramar. La chapa de bronce brillaba, ajustada con cuatro tornillos a la piedra blanca del chalet. Rebeca tenía el consultorio en la habitación de la calle de la casa paterna. Ella misma lo hizo entrar. Noriega siempre recordaría ciertos detalles de esa primera vez: la tapa de una revista Vea y Lea que había en la salita de espera, con Grace Kelly y Rainiero de Mónaco; la ventana con las persianas medio bajas y el ventilador de pie que giraba y zumbaba bajito; el olor a limpio y a la pasta blanca de los moldes que ella le hizo; el roce de los rulos colorados en su mejilla cuando se inclinó para espiarle la muela del juicio con una linternita y las gotitas de transpiración entre las tetas. Hablaron poco. Pero ese día no pasó nada.

El jueves siguiente sí, él habló mucho. Le contó del campo en Maipú, de su vieja y de Evita, de los problemas del gremio, de su trabajo en la playa; ella lo oía, lo miraba con una sonrisa leve, apenas si habló: Sé andar a caballo / Para mi viejo Perón era un nazi / Los bañeros deben tener muchas novias. Recién ahí él dijo que no y le preguntó cómo era Buenos Aires, porque había visto el diploma colgado:

–No sé cómo es. Estuve seis años estudiando y casi sin salir. No conocí nada.

–Sos muy linda –dijo él de pronto.

Ella lo miró callada y se dio vuelta.

–Perdoname –dijo él.

–No es nada, gracias –dijo ella sin volverse.

El se levantó del sillón, estiró la mano, le tocó apenitas el pelo y se quedó ahí.

–Me voy a casar en octubre –dijo ella todo seguido–. Hasta el jueves.

El tercer jueves él llegó con un helado, golpeó y ella no estaba a la vista.

–Pasá, ya voy –le gritó, lo tuteó desde algún lugar de la casa.

Noriega dio un par de vueltas por el consultorio con el helado que se le derretía. Estuvo a punto de tirarlo pero oyó pasos, lo escondió a sus espaldas.

–Disculpame, te hice esperar –entró agitada, cerró la puerta y puso llave–. Mis viejos no están, se fueron a Buenos Aires. ¿Cómo estás?

Noriega estaba ahogado, había empezado a transpirar.

–Hace calor –le alcanzó el helado–. Tomá.

Ella sonrió, pero cuando quiso agarrar el cucurucho los dos vacilaron y las bochitas desdibujadas de crema y frutilla terminaron en el piso. El se agachó apurado.

–Dejá –dijo ella y se chupó los dedos pegajosos con sonrisa rara–. Sentate.

Se volvió, encendió el ventilador, terminó de bajar la persiana y dejó el consultorio en penumbras. Se desabrochó los botones del delantal y dijo:

–Cerrá los ojos. –Noriega hizo caso. La sintió que manipulaba el sillón, lo reclinaba al máximo–. ¿Estás bien así?

–Bárbaro.

–Abrí la boca.

El oyó que ella encendía el torno, lo ponía al máximo.

–No abras los ojos, te dije.

Pasaron unos segundos. Noriega oía el torno y el rumor de la ropa de ella; supo que se desvestía. De pronto sintió las manos sobre su piel mojada bajo la camisa y la lengua gruesa y caliente en la boca.

Esa primera vez fue de campeonato: ella se le subió, lo usó, lo fue llevando y sólo le pidió entre gemidos que acabara afuera.

–Te quiero –dijo él al final, muerto.

–No pises el helado –dijo ella al bajarse–. Hasta el jueves.

Las malas o buenas lenguas dicen que la colorada era simplemente una fiera con hambre atrasada. La mina –suponían, prejuiciosos– había buscado y encontrado algo de lo que buscaba en un instrumento tan imperfecto y noble como el bañero de la Popular. La verdad es que, con casi treinta años, Rebeca estaba de novia con un paisano y colega de Buenos Aires y algunos envidiosos suponen que la rusita quiso sacarse el gusto o saber de qué se trataba antes de que el supuesto pescado le pusiera sus frías manos encima. Tal vez le habían impuesto ese marido que no quería o no tenía ganas de darle el gusto de que la inaugurara. En fin, que no quería casarse virgen, y suponen que Noriega fue la oportunidad que se le presentó antes de que le cayera la ficha de la fecha.

No es muy creíble. Otros, con más cinismo o sentido común, creen que la odontóloga no era inexperta ni tenía nada que inaugurar. Ni siquiera el resentimiento. Y que como el Dudoso estaba ahí, se dio el gusto y listo. Bien que lo atendió, en todos los sentidos. Durante las doce puntuales semanas del otoño del ‘56, Noriega se tomó cada jueves el Pampa de una y media de la tarde a Miramar y volvió con el de las cuatro, como nuevo. Nunca tuvo la sonrisa mejor, más segura y completa.

Hasta que de un día para otro, junto con el tratamiento, el servicio se acabó. Hubo un último jueves no demasiado memorable y nunca más. Se sabe que Noriega no pudo evitar volver a Miramar un par de veces sin turno ni esperanzas. Así le fue.

En los años siguientes se volvieron a ver pero por lo que se sabe nunca pasó nada. Después los compañeros de la playa recordarían las apariciones regulares, cada verano, de una mina colorada sin marido aparente pero con su serie creciente de escalonados y pálidos rusitos. Pasaba por la Popular, saludaba en general, charlaba un rato con el Dudoso y se iba. Como si fichara, como si viniera sólo a dejar testimonio de un trabajo prolijo, una fábrica de pibes de penosa palidez y dientes salidos.

Noriega, que no era hombre de hablar demasiado de lo que le pasaba o había hecho, le contó la historia de Rebeca a Falucho recién años después y en medio de un pedo de ginebra y caña Legui. Según el metafórico Dudoso, lo de esa mina había sido una experiencia única:

–Como ponerla en un guante lleno de aguavivas que en cualquier momento te pueden empezar a picar –exageró.

–Pero no te pican –dijo Falucho, encogido.

–No, te la soban. Como aguavivas dormidas y calientes –precisó el Dudoso.

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