CONTRATAPA

Dame el fuego

 Por Hugo Soriani

Ya estabas mal, casi agonizando, el jueves pasado, cuando pasé por Almagro para saludar a Porota, la vecina de mi infancia, madre de mis amigas de la cuadra, Carmen y Gina, con quienes compartí bailes y salidas junto a una banda de chicos y chicas del barrio.

Porota tiene 85 años, algunas arrugas, más de un infarto y las ganas intactas de seguir amasando los ravioles en el patio de su casa de toda la vida. Esa noche festejaría la llegada del año nuevo junto a todos los que había invitado y los que cayeran de improviso para sumarse al brindis.

Cuando toqué el timbre, extrañando la costumbre de otros tiempos, la de entrar sin llamar porque la puerta estaba siempre abierta, Porota me dijo desde la ventana: “Ah, nene, sos vos, qué suerte que viniste, ¿cómo está Roberto?”.

Para ella, los que trabajan en los diarios tienen que saberlo todo y yo sabía que el Roberto por el que ella preguntaba como si fuera su hijo o mi hermano era el único Roberto del mundo: vos, Sandro.

Es que vos siempre estuviste en ese patio de Yatay y Cangallo, en los bailes que Carmen y Gina organizaban y en los que se bailaba rock con Sandro, pero también se apretaba con sus baladas mientras Porota vigilaba que a nosotros no se nos fuera la mano, literalmente, con las chicas, mientras ella misma se sumaba en los lentos con Don Jorge, su marido, que le susurraba al oído las letras que vos gemías desde el wincofón.

En esos carnavales del ’69 aún jugábamos con agua en la calle y la guerra de baldazos terminaba a tiempo para cambiarse la ropa y volver a reunirse, tomar el 15 e ir juntos a los bailes de San Lorenzo, o a los de GEBA, según te tocara cantar esa noche.

Ellas soñaban con vos, pero apretaban con nosotros, y era tanta la admiración que ni celos te teníamos.

La casa de al lado era la mía y entre mi colección de vinilos empezaban a mezclarse los tuyos con los de Almendra, Vox Dei, Moris, Los Gatos, Manal o Giego, y empezaba también la división entre los amigos; estábamos los que te defendíamos siempre y los que se abrieron cuando cambiaste el traje de Elvis Presley por el smoking y las baladas.

“Quiero llenarme de ti” fue el punto de inflexión donde la fracción ultra te estigmatizó, pero te diste el lujo de editar en el ’71 ese disco con tapa roja desplegable, ropa de cuero pegada al cuerpo, brazos cruzados y una mirada rockera y arrogante que te definía. En él demostrabas por qué se podía amar a Spinetta y a vos, a Litto y a vos, a Soulé y a vos, a Moris y a vos, a León y a vos. Sólo bastaba con pasar la púa de un surco a otro. “Dame el fuego”, “Es el amante”, “Cómo te diré”, “Yo soy gitano” y otras que se sumaron a las que ya habías incluido en tu disco del ’70, Muchacho: “Trigal”, “Te propongo”, “Se te nota”, “La vida sigue igual”.

Los ultras seguirían en la suya pero la discusión perdía sentido: ahí estaban las canciones.

“Después crecimos y nos fuimos del barrio...”, diría Moris, la banda de chicos se dispersó y tus discos los perdí en algún allanamiento. Por qué no iban a robárselos si al final los milicos eran tan fanas tuyos como casi todos nosotros.

Con el tiempo los fui recuperando. En el parque Rivadavia o en alguna “cueva” de Corrientes los compré pensando que eran los míos y los sigo escuchando como tales: rayados, con “frituras”, picados, golpeados, como quedamos todos desde entonces.

Te vi por última vez en tus shows del Gran Rex. Nora Lafón me llamó para decirme que era tu invitado, antes me habías enviado un regalo que guardo como trofeo, para agradecerme una contratapa en la que celebraba tu salida del sanatorio en el 2003. Fui con Laura, mi mujer, y al final del show nos recibiste en el camarín. Estabas exhausto, respirabas ayudado por el oxígeno que nunca escondiste, pero feliz.

Nos abrazamos como viejos amigos, eso éramos, y le dedicaste a Laura una palabras que guardaré siempre. Por pudor no te pedí que te sacaras una foto conmigo: no sabés cuánto lo lamento.

Y aunque la estética de esos shows ya era muy diferente, tu voz y tu carcajada conmovían como siempre.

No seguí tu enfermedad día a día y en los últimos tiempos te escuché a coro con Susana, pidiendo mayores penas y mano dura. Preferí subir el volumen de la música para que tus canciones taparan tus declaraciones y recordé la rosa que le regalaste a Hebe años atrás, cuando quisiste conocerla y ella te visitó en el teatro donde actuabas. Te llevó el libro con la historia de las Madres, y lo acariciaste como un tesoro.

Aún no pude convencerlo a Joaquín, mi hijo, de que sos un fenómeno, pero al menos el pibe ya toca “Dame el fuego” en su guitarra y, si le insisto, me la concede.

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