VERANO12

La casa

 Por Manuel Mujica Lainez

Capítulo I

Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir. Me estoy muriendo ya, me están matando día a día. Ahora mismo me arrancan los escalones de mármol, la gloria de los escalones de mármol, pulidos, que antes, al darles encima el sol a través de los cristales de la claraboya, se iluminaban como una boca joven que sonríe. Siento terribles dolores cuando los brutos esos andan por mis cuartos con sus hierros, golpeando las paredes. Dolor y vergüenza. Me avergüenzo de que me vean así, mugrienta, sórdida, de que todo el mundo me vea así desde la calle, con sólo asomarse al vestíbulo donde ya no hay puerta y a los boquetes abiertos bajo los balcones sin persianas. Que me vean así... así... con el papel del escritorio cayéndose, con la lepra de humedad devorándome, con los vidrios del hall manchados y rotos, con la baranda de la escalera herrumbrosa: lo que fue blanco o celeste o azul transformado en negro, en colores, sin color, impuros...

La huella de los pecados que aquí se cometieron ha quedado en mí, ensuciándome, corrompiéndome, quitándome poco a poco, habitación a habitación, todo lo que contuve de gracia, de belleza, de brillo. Eso que no se veía en los que pecaban, porque su cara seguía siendo igual, serena, pulcra, aristocrática a veces y otras canallesca, pero siempre indiferente, intacta, en mí se ve porque es como una costra que me envuelve. ¡He cambiado tanto, tanto, Dios mío!... Y el olor... el olor que nada puede vencer... que persistirá aunque derriben los muros, y que me da náuseas a mí que he vivido dentro de él, encerrada con él durante casi veinte años, sintiendo cómo crecía en mí, dentro de mí, cómo se apoderaba de mí y me impregnaba, de tal modo que si se entreabría la puerta principal la gente que pasaba por la calle volvía la cabeza hacia mí, con repugnancia súbita, porque mi olor a rata, a basura, a cosa guardada y fea, la asaltaba como un golpe a traición, imprevisto en una calle donde los más modestos se esfuerzan por fingir que son mejores y se dan aires de elegancia y donde hasta el recuerdo de que existen olores así resulta obsceno, imposible.

Sesenta y ocho años... En Europa sería joven. En Europa hay que tener doscientos o trescientos o quinientos años para que a una la consideren vieja. Y entonces acarrean agentes en ómnibus especiales (lo he oído mencionar montones de veces) para mostrarles la casa antigua, y les explican que la casa es ojival o que en ella vivió un dramaturgo o un santo o un pirata o la favorita de un rey. Y hasta escriben un folleto contando su historia; y si la favorita no vivió allí sino en la misma cuadra en una casa que ya no existe, no importa: la casa de Madame o de Mademoiselle será para siempre ésa, y la honrarán y la llenarán de muebles dudosos regalados por los vecinos y acaso encuentren dos o tres cartas insípidas de la cortesana que colocarán en una vitrina y que la gente vendrá a ver de lejos... Aquí no: bastan y sobran mis sesenta y ocho años para que me tachen de vieja. Verdad que los últimos valen el doble...

En Europa... en Francia... Antes, en la época en que la vida era bella, los visitantes entraban en mí hablando de Francia:

–Parece que estuviéramos en París –repetían.

O si no hablaban de Italia. De repente, en el comedor, durante una de esas comidas que reunían a veinticuatro personas alrededor de la mesa, alguien, generalmente un extranjero, miraba hacia arriba, hacia el techo pintado, y lo descubría.

–Pero... –exclamaba– ¡es un techo italiano!, ¡qué admirable!

Y todos, hasta los que me conocían muy bien porque habían estado aquí docenas de veces, miraban al techo, y durante unos minutos la conversación se concentraba sobre esa pintura tan hermosa. Entonces (también me he cansado de oírlo) cada uno comparaba mi techo con el de algún palacio de Roma, de Parma, de Venecia.

¡Pobre pintura del comedor! Sus figuras distribuidas en torno de una balaustrada que acompaña a la cornisa del cielo raso en su movimiento, como si la prolongara, se apoyaban en ese gran balcón poético que el pintor cubrió de tapices, de pájaros y de jarros con flores, para mirar a los que desde abajo, desde la mesa trémula de candelabros, de porcelanas y de cristales, los contemplaban también, de suerte que todo dependía del lugar donde uno se colocara, pues si uno era una de las figuras del techo –por ejemplo la dama del quitasol o el negrito del turbante que ríe con un papagayo en el puño–, entonces todo giraba y para uno la pintura del techo, de “su” techo, estaba formada por un grupo de caballeros vestidos de frac y de señoras escotadas cuya ronda rodeaba la blancura de un mantel. Claro que allá arriba, en la pintada fiesta, el espectáculo era más hermoso porque encima planeaba un trozo de cielo al óleo, muy azul, con sus nubes, pero el espectáculo de abajo, el de las encendidas velas y las perlas y las pulseras de esmeraldas y las fuentes enormes, suntuosas como trofeos, me conmovía y me turbaba más, pues participaban de él los seres que con su vida tejían la mía, los que yo debía vigilar sin descanso, los trazadores de mi incierto destino.

¡Pobre techo italiano, pobre cortejo de la balaustrada, alegrado por las ropas teatrales! Los gritos de sus personajes me estremecen ahora. Los obreros trepados en escaleras han asegurado que es imposible desprender la tela de la cornisa sin dañarla, y entonces el hombre de pelo rojo, duro, que dirige el trabajo, ha perdido la paciencia y ha vociferado que no tiene importancia, que lo rompan, que lo rompan no más.

¡Cómo grita, cómo gritan las pintadas señoras que rozan la balaustrada con sus dedos demasiado largos, y el esclavo negro y el militar del sombrerazo y la capa púrpura! ¡Y cómo ladran los lebreles! Los asesinan entre sus jarrones llenos de rosas. Los asesinan desde el frágil andamio, a cuchilladas, a martillazos, mientras el yeso cae sobre el piso.

Vieja, revieja... Sesenta y ocho años... ¡Qué frío hace! La gente va por la acera, enfundada en bufandas y sobretodos. Mejor: así no tiene ánimos para detenerse, soplándose las falanges, a observar cómo me destruyen, a observar cómo me habían destruido antes, sin que nadie lo supiera, los enemigos que vivían aquí, martirizándome, royéndome por dentro como gusanos.

¡Qué frío! Antes (esta palabra ANTES que no me cansaré de repetir, que vuelve y vuelve), antes me gustaba el invierno. Me gustaban las noches de invierno, hace mucho tiempo, hace medio siglo. Nada me procuraba un goce tan hondo como ese momento en que mi vigilia había terminado, porque Gustavo había regresado del club; Benjamín, su hermano, dormía; dormían las mujeres de la casa y dormía la servidumbre. Francis era apenas un niño y sus pesadillas comenzaron bastante más tarde. Hasta Paco, el loco, dormía en su solitario departamento. Entonces yo podía dormir también, sintiendo el calor delicioso de las chimeneas –la de la sala, la del comedor, la del dormitorio de Clara–, que se iban apagando poco a poco. Afuera rondaba el frío, gruñendo. Algún cupé tamborileaba brevemente en la calle Florida. Y yo dormía por fin, olvidada de todo, como una gran gata feliz.

Sesenta y ocho años... He visto muchas cosas... Y voy a morir; por suerte voy a morir. Pienso en Tristán y en el Caballero. ¿Cuál será su destino?, ¿adónde irán? ¿Se quedarán aquí, en este mismo sitio, frente a la calle más inquieta de Buenos Aires? Pero no... no... porque el jardín desaparecerá también... todo desaparecerá... Y entonces, ¿dónde irán?, ¿dónde irán mis amigos?

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