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El Combo Catarata

 Por Juan Sasturain

Son muy sólidos. Un poco rutinarios por exceso de oficio, a veces. Pero cualquiera que ve este puñado de afiatados salseros dispuestos sabiamente sobre el escenario siente que El Combo Catarata suena como suena y es lo que es desde siempre: una docena y media de negros movedizos liderados por este veterano Falucho Vargas, el famoso trovador borincano. Una marca reconocida.

Es que tiene todo muy armadito, el Combo. Siempre las contundentes cuatro mulatas al frente y enseguida, casi pegada al culo gordo de las morochas, la fila de los bronces, como “seis grifos dispuestos a soltar chorros unísonos de música fría o caliente” según el Miami Tropical Sound, tengo el recorte. La percusión en el centro, con ese mono colorido que se desarma sobre las tumbadoras, y el piano blanco al fondo, un animal echado que de pronto se sobresalta y da un grito mientras Falucho canta, tira frases empujado por el coro lateral, lleno de dientes y volados.

Es simplemente el Combo, esa máquina tropical, como la han definido por ahí. Un sonido único de color latino destilado en Nueva York que cada noche marplatense infla la carpa amarilla montada en Avenida Constitución y el mar para el dudoso solaz y esparcimiento de esta puta ciudad llamada La Feliz por algún nabo de cuyo nombre no quiero acordarme. “Como si se apoyara un corazón tembloroso y trasparente sobre la arena para que latiera o le diera ritmo al mismísimo océano” como escribe uno en El Atlántico. Otro pone el énfasis en “la aceitada progresión del conjunto” y enseguida habla, como todos, de Falucho, claro.

Fíjese que los negros, si no se les cae el pelo, envejecen dignos. Y más si son mulatos flacos, como en el caso de éste. Tal vez pierdan algo de voz, pero ganan en pinta y la lenta cancha y el fraseo hacen el resto. Al revés, las negras veteranas como Miriam Makeba –se acuerda de Miriam Makeba...– o como Aretha Franklin, cantan cada vez mejor pero envejecen mal; engordan y se convierten en pesadas cajas de resonancia para notas altas y finitas que les quedan tan ridículas como las túnicas de colores, esas increíbles fundas de heladera.

Falucho no es gil –nunca lo fue– y tiene un par de esas negras grandotas en el coro que se balancea al costado, casi al borde del escenario. Porque las yeguas vistosas de adelante distraen pero no pueden cantar ni el arroz con leche. Todo bien calculado, tan efectivo y preciso que hasta el oficio parece espontáneo.

Pero claro que no siempre ha sido así. Se lo digo yo, que sé cómo vino todo aunque no sé si me darán ganas de contarlo.

Veinte años atrás, por ejemplo, este mulato Falucho Vargas estaba lejos de imaginarse que alguna vez llegaría a ser uno de los reconocidos herederos de Tito Puente, compadre de Blades y Johnny Pacheco, arreglador de la vetusta Celia Cruz. Aquel oscuro muchacho de entonces no sabía siquiera de la movida latina ni conocía Nueva York. Más aún, si cabe y se me permite: Falucho ignoraba minuciosamente el significado de la palabra “borincano”. Fíjese lo que le digo.

Se ve clarito que nadie sabe nada de nada por lo que pasó cuando tocó en Buenos Aires. Las elogiosas crónicas que saturaron las secciones de espectáculos en ocasión de su debut en el Luna Park hablaron del esquivo contacto con la prensa, del bloque de pesados guardaespaldas que el líder salsero inauguró especialmente para esa primera visita a la Argentina. Escueto, coherente, sólo condescendió entre sonrisas que nada prometían a un par de reportajes de los que decantaron algunas definiciones más brillantes que sustanciales: “Mejor no revolver la salsa, pierde sabor” dijo respecto de los cruces entre chicanos, boricuas y cubanos más o menos agusanados de Miami.

Y así es como se hacen –mal– las cosas. A falta de más genuinos materiales, los medios de prensa aceptaron los agujeros de una biografía fantasmal, mintieron tal vez sin intención con los datos de un dossier en tres idiomas y cuatro colores con cinco fotos y media docena de datos sospechables. Siempre es así: la verdad, todo es mentira.

Porque son mentira incluso los números que permiten traer a estos morochos. Parece joda, porque Mar del Plata es cara para el turismo internacional, la temporada es un fracaso, los hoteles están vacíos porque nadie tiene un mango y la gilada que puede veranear se va a Miami o al Caribe con el verso de la paridad y el uno a uno. Aunque es como yo digo: hay que ser muy pelotudo o muy miserable para festejar un empate.

Pero es así, todo mentira. Por eso el Combo –que es un número caro– se instala con todos los chiches y aunque vaya poca gente se banca quince días a media carpa, a pura pérdida. Incluso el que los trae, Cacho Rampoldi, de la impresentable Rampoldi Producciones, es un rasca que nunca fue más allá de armar las temporadas de El Circo de Balá o Si lo Sabe Cante de Galán en vivo desde la Popular. Sin embargo, el Combo Catarata sigue ahí y su trovador borincano y conductor se prodiga cada noche como si estuviera en el hotel más iluminado de Las Vegas calentando el ambiente hasta que llegue la hora de Sinatra. Claro que no es a Sinatra precisamente a quien espera.

Hay algo más –alguien más, en realidad– que lo tiene desde hace dos semanas actuando a pura pérdida. Y yo creo que no se no se va a ir hasta que esa persona aparezca. Porque si vino es para eso.

Nadie tiene por qué saberlo, claro. Tampoco el periodismo especializado tiene por qué saber que este negro internacional –Ramón Scott Burgos (y no Vargas) en su aporreado pasaporte portorriqueño– es vulgarmente argentino y que el último sello apurado en Ezeiza no señala su primera visita sino su primer cauteloso regreso después de muchos años, desde aquel inolvidable verano del ’79 en que se fue sin que lo viéramos partir.

Pero aunque la conozco como nadie no me voy a poner a contar ahora la verdadera historia del Combo Catarata. Lo que sí se puede tratar de explicar, la próxima vez, es cómo empezó todo, por qué este mulato atorrante –porque no es otra cosa, en el fondo– ha vuelto, sin que casi nadie lo sepa, a casa.

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