CONTRATAPA

La Gaviota

 Por Mario Goloboff *

“Por fin puedo escribirte, mi querido, mi lejano y al mismo tiempo mi cercano Antón. Hoy llegué a Moscú y fui a ver tu tumba... ¡Si supieras qué bien se está allí! Después del árido sur, aquí todo parece tan jugoso, aromático, hay olor a tierra, todo está verde, los árboles murmuran suavemente. ¡Es incomprensible que tú no estés entre los vivientes! Tengo que contarte muchas cosas, debo relatarte todo lo que yo sufrí últimamente durante tu enfermedad y después del instante en que cesó de latir tu corazón, tu dolorido y sufrido corazón. Me parece extraño escribirte y sin embargo tengo un fuerte deseo de hacerlo. Pues cuando te escribo, me parece que tú vives y en algún lugar estás esperando mi carta. Querido mío, deja que yo te diga palabras cariñosas y tiernas.”

Es la primera de las cartas de Olga Leonardovna Knipper a un Antón Pavlóvich Chéjov casi cincuenta días después de desaparecido, que sigue a otras “normales”, es decir entre dos seres vivos, y a ésta proseguirán varias más en ese romance que, comenzado poco tiempo antes, continuará hasta el fallecimiento de ella, muchos años más tarde, en marzo de 1959. Olga fue uno de los treinta y nueve miembros del Teatro de Arte de Moscú, cuando Konstantin Stanislavski lo formó en 1898. Actuó el papel de Arkádina en La Gaviota (1898), fue la primera en protagonizar Masha en Tres Hermanas (1901), Madame Ranévskaya en El jardín de los cerezos (1904) e hizo de nuevo el papel de Ranévskaya en 1943 para celebrar la tricentésima representación de El jardín. Tuvo, además, dos sobrinos famosos: la actriz alemana Olga Chéjova y el compositor soviético Lev Knipper. Durante los cincuenta y cinco años que sobrevivió al gran Chéjov (para Harold Bloom, “el poeta de la vida no vivida”), Olga se la pasó escribiéndole cartas. Buena parte de ellas fueron encontradas y publicadas, pero muchas aún no. Le cuenta sus representaciones, sus viajes, su encuentro en Nueva York con el célebre músico Sergei Rachmaninov, lo incómoda que le resulta Norteamérica: “El ruido aquí es tremendo; todo vuela, galopa, alcanza y sobrepasa”.

Cuando Chéjov conoció a Olga Knipper, actriz principal del Teatro de Arte de Moscú, ya era un escritor reconocido y comenzaba a representar sus obras de teatro fundamentales. Al principio, la relación fue bastante secreta, pero en 1901 se casaron. En el breve tiempo que estuvieron juntos, lo distintivo era el alejamiento, ya que por razones de salud él tenía que pasar parte del año retirado en Krasnojarsk, considerada por Chéjov una de las más hermosas ciudades de Siberia (donde trataron, entre otros, a Elisabeth Toumanovski, “la muchacha de los bucles de oro”, amiga de Carlos Marx y enviada por éste a la Comuna de París), y Olga en Moscú, por su trabajo artístico. Por ello también, en esas primeras cartas, Chéjov escribe mucho sobre teatro, sobre sus propias obras, y explaya con Olga sus dudas, le hace sugerencias de interpretación, la sitúa en cada pieza. Desde el punto de vista de ella, estar tanto separados supone un gran sufrimiento y la tensión entre el deseo de vivir con él, a quien amaba, y la necesidad de estar en Moscú, cumpliendo con una carrera teatral a la que no se debía menos.

Escribe Olga en una de sus cartas: “Después de La Gaviota sufrí físicamente, mientras que ahora, tras Tío Vania, sufro moralmente. /.../ Solo sé una cosa: interpreté con pretensiones, y eso es precisamente lo más terrible”. Le contesta Chéjov: “La obra es antigua y ya tiene un tiempo, además de muchísimos defectos de toda clase. Si más de la mitad de los intérpretes no han sido capaces de dar con el tono apropiado, eso quiere decir, por supuesto, que la culpa es de la obra”. E inquiere: “Descríbeme, aunque sea, un solo ensayo de Las tres hermanas. ¿Hay algo que es necesario añadirle o quitarle? /.../ No expreses aflicción en tu rostro en ningún acto. Enfado sí, pero no aflicción”. Responde ella: “Representamos dos veces el tercer acto. Stanislavski ha organizado un horrible barullo en el escenario. /.../ Todos actúan con armonía y tenemos esperanzas de que la pieza vaya bien. Stanislav(ski) habló ayer conmigo en privado más de dos horas, analizó toda mi naturaleza artística, una vez más me reprochó mi incapacidad para trabajar, para repetir el mismo papel durante tres años. /.../ Es muy difícil para mí hablar con él; él se da cuenta de que no me inclino, de que no me pongo en sus manos como actriz, y eso lo saca de quicio. Es cierto, no tengo una confianza ciega en él”. La conversación llega a ser teórica y hasta sobre “la revolución teatral”. Escribe Olga: “Analizaron de una forma rara tanto al espectador como al teatro. /.../ Dijeron por ejemplo que el teatro favorece la pasividad, ya que el espectador no puede mostrar un interés o desinterés acerca de lo que está ocurriendo en el escenario. /.../ Por supuesto, todos tendían a hablar mal del teatro contemporáneo y del repertorio. /.../ El discurso lo cerraron con estas palabras: ‘¡Que viva la luz y que perezcan las tinieblas!’”. Replica Chéjov: “¡! ¿Y qué la pintura, entonces? ¿Y la poesía? El espectador, al mirar un cuadro o leer una novela, tampoco puede manifestar su interés o su desinterés sobre lo que haya en el cuadro o en el libro”.

Poco después, Chéjov viaja a Alemania para una cura. Pero muere la noche del 14 de julio en Baden Weiler, la estación termal de la Selva Negra. Y a los días lo llevan a Rusia en un vagón de ostras, refrigerado. Ha alcanzado a escribirle antes a Olga, frente a sus nervios y ansiedades y desesperaciones: “El arte es un campo en el que resulta imposible avanzar sin titubear. Todavía tienes por delante muchos días aciagos e incluso temporadas enteras arruinadas. Volverás a encontrar grandes dificultades y dolorosas desilusiones; hay que estar preparado para todo ello. Hay que aguantar. Y, a pesar de todo, hay que conservar la cabeza con una energía decidida, casi fanática”. Tras el corte abrupto que impone la muerte de Antón Chéjov, llegan las notas del diario de Olga Knipper y, en el fondo, a pesar de la comprensión infinita de su esposo que valoraba más que nadie sus capacidades como actriz, la angustiosa duda de la artista: “El teatro, el teatro... No sé si amarlo o maldecirlo...”.

Luego, toda esta correspondencia se vuelve mágica y también naturalmente muy extraña, una pieza brillante, ambigua, no clasificable, atípica aun para el género epistolar, entre una persona normal y un “no correspondiente”, esta relación y redacción unilateral de textos que no tienen su contrapartida... Entre dos intelectuales, dos artistas parejos, desparejos, que además viven el crepúsculo del “antiguo régimen”. Son los primeros años del siglo XX en Rusia. Poco después, la Gran Guerra, el desmoronamiento del zarismo y la toma del poder por los bolcheviques ocultaría todo esto bajo el polvo.

* Escritor, docente universitario.

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Antón Pavlóvich Chéjov y Olga Leonardovna Knipper.
 

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