CONTRATAPA

Es bueno saber

 Por Juan Forn

En julio de 1973, López Rega mandó a la policía y a los bomberos a reprimir a un grupo de lisiados, ciegos y sordomudos que había cortado el túnel de Avenida Libertador, en protesta por la explotación a que los sometían en los cercanos talleres de la AOI (Ayuda y Orientación al Inválido). Para que pareciera una represión “pacífica” ordenó que los policías se ocultaran detrás de los bomberos y que “hicieran cagar a esos lisiados de mierda” antes de que llegara la prensa. Fueron eficaces: el único medio que cubrió el episodio fue El Descamisado. Los lisiados en cuestión eran un grupo conocido para todos aquellos que hubieran estado en los bosques de Ezeiza el infausto día del retorno de Perón al país, o en la Plaza de Mayo cuando Cámpora asumió la presidencia: integraban el Frente de Lisiados Peronistas, Los Rengos de Perón, como los bautizó El Tío.

Más o menos por esos días, un quinceañero ciego llamado Alejandro Alonso y su amigo del barrio Aníbal Perón (sobrino nieto del general: su madre había tenido que usar el apellido de soltera para que la dejaran parir a su hijo en 1956) llegan a una casa en Belgrano a encontrarse con dos chicas. Unos días antes, en la Biblioteca para No Videntes de Almagro, Alonso había oído hablar de una chica hermosa que iba a la biblioteca, acompañada de una amiga igual de linda que le hacía de lazarillo. Aníbal consiguió el teléfono y partieron los dos a la cita en casa de Mónica Brull. Efectivamente, Mónica y su amiga Trudy Hlaczik eran preciosas, pero Aníbal no alcanzaba a darse cuenta de cuál era la ciega porque ambas se movían con la misma soltura por la casa. Los padres de Mónica Brull la habían convencido de que, para estudiar y estar a la par de los “normales”, no tenía que salir a la calle. Alejandro Alonso no era ciego de nacimiento como ella: hasta los doce años jugó a la pelota en la calle, a pesar de los anteojos culos de botella que debía usar, y cuando un desprendimiento de retina lo dejó ciego se negó a vivir encerrado. Le contó a Mónica que estudiaba en la nocturna, que pertenecía al centro de estudiantes, que sus padres habían sufrido persecución por peronistas, que su amigo Aníbal era sobrino nieto del General y que había escuchado en la tele que un grupo de discapacitados pedían por una ley laboral para personas con problemas físicos: ahí tenían que ir los dos. O los tres, porque Trudy quiso ir con ellos.

Así llegaron al Instituto Nacional de Rehabilitación, en la calle Dragones y Mendoza, Bajo Belgrano, y a su escuela de oficios para discapacitados llegados de todas las provincias y de países vecinos. Así conocieron a José Poblete, el dínamo de esta historia, un chileno sólo tres años mayor que ellos, que había perdido las dos piernas en un accidente ferroviario y había llegado hasta Buenos Aires para volver a caminar aunque fuera con piernas ortopédicas. Pepe Poblete luchaba para que se aprobara la ley 20.923, que obligaría a toda empresa privada, estatal o mixta a tener un 4 por ciento de personal discapacitado. Pepe Poblete quería trabajar para traer a sus seis hermanos de Chile. No quería trabajo de lástima: quería un trabajo de verdad, de persona “normal”. Pepe Poblete tenía una energía y una convicción contagiosas. Les contó a sus nuevos amigos que por eso había sido la protesta en el túnel de Libertador, y que ahora que la ley iba a ser aprobada, tenían que ir a pelear por esos trabajos “normales”.

Y eso hicieron. Mónica consiguió trabajo en una fábrica de cueros, Pepe en Alpargatas, Alonso en el Banco Provincia (donde lo pusieron en una oficina de subsuelo con los “impresentables”, desde discapacitados a homosexuales). Pepe los convenció de que siguieran reuniéndose en el Instituto donde formaron la Unsel (Unión Socioeconómica del Lisiado) y el Frente de Lisiados Peronistas, para el que donaban parte de su sueldo, con eso compraron un mimeógrafo y empezaron a militar. Había paralíticos, rengos, mancos, ciegos, sordomudos y hasta un parapléjico campeón de ajedrez. Hacían un taller de lectura, iban juntos al cine, iban a bailar a Chelovesco, un boliche secreto en Lanús de gays y travestis, donde dejaban entrar a los “diferentes”. Cuando López Rega los hizo echar del Instituto, se unieron al grupo Cristianos para la Liberación. Ya usaban nombres de guerra, ya practicaban técnicas de fuga por si les caía un operativo. Con el golpe militar y la derogación de la ley 20.923 perdieron sus trabajos y salieron a vender tarjetas de Navidad en los trenes. Además de vender, hacían obleas a mimeógrafo en un taller clandestino y después las pegaban en los baños de bares y estaciones, en los respaldos de los asientos de colectivo, en las ventanas de los trenes, en los postes de las paradas.

Trudy formó pareja con Pepe Poblete y tuvieron una bebé. Mónica, Trudy y Alonso habían hecho el ingreso a la facultad, a psicología, pero los milicos cerraron la carrera. Ya habían descubierto a Alfredo Moffatt, leyeron su libro Psicoterapia del oprimido y lo fueron a ver para estudiar con él. Moffatt les contó que, en los bombardeos de Londres, los ciegos eran los que guiaban a la gente en los refugios subterráneos. Les decía que el peronismo podía darles cabida precisamente porque era “el aluvión zoológico”, les daba vuelta los conceptos (“Me cuesta ser normal sin ser un empobrecido existencial”), les contaba que su madre era paralítica y que él de chico ya decía: “¿Cómo va a ser discapacitada si hace todo en mi casa?”.

La historia de Pepe y Trudy y Mónica es conocida: los chuparon en 1978 y los llevaron al Olimpo, a Trudy la violaron y la separaron de su bebé; a Pepe le daban doble máquina por chileno y por tener una mina tan linda (lo llamaban El Cortito, lo subían a una escalera y lo tiraban al suelo desde dos metros de altura). A Mónica (que estaba embarazada) la violaban por judía y por ciega. Videla había dicho poco antes, hablando de Claudia Grumberg, la primera desaparecida lisiada: “Que tenga una dificultad física no la inhibe de ser una terrorista ideológica”. A la hora de trabajar no tenían los mismos derechos, pero a la hora de la tortura, sí.

Alejandro Alonso se salvó de aquella redada, durmió tres días en plazas hasta que logró subirse en Retiro en un tren a Santiago del Estero, sin pasaje (lo acompañaba Miguel, un compañero rengo: el guarda no se animó a bajarlos). A los pocos meses logró volver a Buenos Aires y, vendiendo en los trenes, logró ubicar a los que quedaban del Frente. Se juntó y tuvo dos hijos con una de las hermanas de Pepe, Patricia. En 1983 se reencontró con Moffatt, quien le contó que en Brasil había leído un informe de Amnesty sobre el Olimpo donde se hablaba de un lisiado con insólita habilidad para moverse sin piernas cuya silla de ruedas un día apareció vacía en el patio y se supo que había sido trasladado, es decir ejecutado.

Con Moffatt acudió Alonso al juicio a las juntas y con Moffatt estudió hasta recibirse: fue el primer psicólogo social ciego que tuvo la Argentina. También ubicó a Mónica Brull y la incitó a recibirse ella también y a participar en la movida de El Bancadero con Moffatt. Los padres de Mónica habían conseguido su liberación y la de su bebé en 1982. Pepe y Trudy no tuvieron esa suerte: continúan desaparecidos. Pero su hija, Claudia Victoria Poblete Hlaczik, fue restituida a sus verdaderos familiares en el año 2000 y su caso sirvió para que en 2005 la Corte Suprema declarara inconstitucionales las leyes de obediencia debida y punto final y comenzaran los juicios de la memoria. Leila Guerriero contó la historia de Pepe y Trudy y su hija Claudia en su libro Frutos extraños; Alejandro Alonso cuenta su historia y la de todo el grupo en su libro Los rengos de Perón, publicado hace muy poquito.

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