CONTRATAPA

Yo, consumidor

 Por Sandra Russo

Las viejas fotos familiares a veces guardan secretos políticos. Es increíble aunque usted no lo crea. Pruebe a encontrar y revolver la vieja caja con fotos de la infancia. Si usted pertenece a la clase media que, gorila o peronista, conoció la Bristol y tuvo el primer autito en los ‘50, pruebe a ver las viejas fotos de sus abuelos, sus padres, sus tíos, aun aquellas que pertenecen a una época en la que usted no había nacido. Verá, probablemente, algún casamiento celebrado en el salón de la casa, con parientes emperifollados y platos decorados con canapés caseros de huevos rellenos con paté. No mire los primeros planos, mire los fondos. Verá paredes tal vez descascaradas, aparadores aparatosos, acaso alguna bombita de luz desnuda de su lámpara. Verá la torta de tres pisos y, más allá, la inconveniencia de una cortina matamoscas. Verá, en fin, cierto vaivén social entre la casa en la que vivían y celebraban sus acontecimientos esas personas y el ímpetu festivo de sus caras, el brillo de sus ojos, el satén de los vestidos de las mujeres, la elegancia de esos sombreritos que se usaban, la impostura con la que los hombres llevaban puestos sus trajes, el inocultable almidón en los cuellos de sus camisas.
Los fondos de esas viejas fotos familiares delatan el salto que estaba dando este país. El de una clase trabajadora que aspiraba a algo más. En el brillo de los ojos de esas mujeres y en los trajes baratos de esos hombres ya podía leerse el destino de sus hijos: estudiarían. Durante varias décadas eso estuvo claro: los hijos estudiarían. Y así fue que estudiamos, porque cuando éramos chicos no nos dieron a elegir. Estaba escrito en el ánimo de aquellos hombres y mujeres que habían crecido en conventillos o en casas precarias, que a duras penas habían terminado la escuela primaria, que sus hijos sabrían más, entenderían más, se defenderían más. No soñaban con hijos millonarios, sino con hijos doctores. No soñaban con hijos poderosos, sino con hijos preparados.
Dime con qué sueñas y te diré quién eres. Podría haber sido una frase fileteada en la parte trasera de un camión. Aquel país de padres que soñaban cultura e instrucción para sus hijos confiaba en que la cultura y la instrucción abrían las puertas del bienestar económico, claro, pero también del bienestar anímico y espiritual. Era un valor ser de bien.
Después ya sabemos. Ese valor se fue rallando como una zanahoria que siempre quedaba a dos metros de distancia de nuestras narices. Y de la mano de un país que se fue corrompiendo, se corrompió también el sueño del imaginario social. Apareció, como un valor, la trampa. El atajo.
Y junto con ese disvalor empezaron a cambiar las fotos familiares. Ya eran fotos color. Cuadradas. El mundo del mercado había hecho su ingreso en esas instantáneas. Primero se aspiró a cambiar el auto cada dos años, y después se aspiró a una cuatro por cuatro. Primero se aspiró a tener dos televisores color, y después a alcanzar una notebook. Primero se aspiró a conocer Cancún, y después a ir de shopping a Miami. El mundo del consumo nos deslumbró en los ’90 como un efecto especial de la vida: hubo incluso patologías mentales y sociales encausadas a través del consumo. Nuestros chicos han heredado ese tic y sus defensas bajas lo retroalimentan. Quieren ropa de marca, los juguetes que salen en la tanda de su programa favorito, el merchandising de absolutamente todo. Como consumidores, los ’90 nos volvieron bocas abiertas e insaciables, pozos sin fondo, insatisfechos crónicos. Como consumidores, hemos abolido el pensamiento crítico y el sentido de realidad. Un vestido de marca en un shopping cuesta dos planes Jefas y Jefes de Hogar.
Hemos llegado a pensarnos a nosotros mismos como consumidores antes que como ciudadanos. Hemos votado candidatos como consumidores y no como ciudadanos. Pero en tanto consumidores hemos sido, en rigor, blandos, necios, imbéciles: el consumidor perfecto que reclama el mercado. Atontado, despersonalizado, dócil. Hemos reclamado a los sucesivos dirigentes de turno que nos defiendan, que nos representen, que litiguen con los grupos de poder en nombre de sus representados, pero es en ese punto en el que nuestra autoconciencia y la conciencia del conjunto debería virar, sea quien fuere el que llame a un eventual boicot ante un aumento de precios injustificado. La palabra consumidor está bañada de una falsa asepsia, de una falsa neutralidad: lo que gastamos no es neutro. Es dinero. El usuario, el cliente y el consumidor son ciudadanos a quienes les fue cercenada su condición política. Hoy se abre la posibilidad de repolitizar esa palabra, en un sentido amplio pero profundo. Comprar, consumir son esencialmente acciones políticas. Puede pasar que no nos hayamos dado cuenta, pero los que armaron el frenesí de los ’90 y se resisten a abandonar el festival de sus ganancias lo supieron siempre. Han ganado fortunas de a diez o veinte centavos en facturas, comisiones, sobreprecios, deslices ante los que nadie oponía resistencia. ¿Continuará?

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