CONTRATAPA › MURIO CARLOS CAJADE, DEL MOVIMIENTO DE CHICOS DEL PUEBLO

La última pulseada del Curita

 Por Luis Bruschtein

Le decían Carlitos o el Curita, pero su verdadero nombre era Carlos Cajade. Toda la semana que pasó entre el ajetreo de la campaña electoral, la gente de La Plata vio desfilar columnas de gente humilde, sobre todo muchos chicos y adolescentes con pancartas que decían “Fuerza Carlos Cajade”, pero Carlitos no era un candidato. Nadie sabe cómo se enfrenta a la muerte o cómo se la detiene o cómo se le explica que es injusta, cómo se la convence de que pare, que dé marcha atrás. Entonces la gente hizo manifestaciones contra la muerte y misas por el Curita, que se murió de una muerte sorda el sábado y fue velado el domingo en su Hogar de la Madre Tres Veces Admirable, para chicos en situación de calle.
Carlos Cajade había fundado ese hogar, en 643, entre 12 y 13 de La Plata, y fue secretario general del Movimiento de Chicos del Pueblo, enrolado en la CTA. “Hay una niñez que se está criando en un clima muy salvaje –decía en los ’90–, el niño se hace salvaje en condiciones salvajes y se hace humano en un clima humano.” Para eso tenía un remedio: “El insumo básico de la niñez es la ternura. Entonces siempre decimos: que tengamos siempre la posibilidad de devolver con ternura lo que la pobreza le robó al nacer”.
Había nacido 55 años atrás en un hogar humilde de Ensenada y creció en Villa Argüello, de La Plata. A los 14 años empezó a trabajar como obrero del frigorífico Swift, donde conoció a viejos militantes de la Resistencia Peronista y se metió a la JotaPé. “Soy de la juventud de los ’70 –decía– y vivencié todos los ideales de un mundo más humano, más justo, más fraterno. Yo creo que todo eso que fui aprendiendo se canalizó en esa Nochebuena del ’84.”
Porque esa Nochebuena, el párroco Cajade, de la iglesia San Francisco de Asís, de Ensenada, terminó la Misa de Gallo y cuando fue a cerrar la puerta había tres pibes sentados en la escalinata. Les dijo que era Nochebuena, que tenían que ir a sus casas a festejar. Los chicos le dijeron que no festejaban porque no vivían en sus casas sino en un baldío. No les creyó y lo desafiaron a que fuera con ellos. El cura fue y se encontró con que había más chicos y chiquititos. Entonces fue al almacén, compró todo lo que pudo y pasó la Nochebuena con ellos en el terreno baldío. Allí empezó con la idea de crear el hogar. Esos chicos ahora son adultos y algunos son educadores en la Madre Tres Veces Admirable.
Carlitos tenía la pinta de un galán de telenovelas y en las marchas del Movimiento, con ropa de paisano o no, a más de una muchacha se le iban los ojitos detrás del cura. Cuando estaba en la JotaPé tenía una novia en el barrio. Después le tocó la conscripción militar, allí terminó de decidir su vocación religiosa y le escribió una carta de despedida. Recordaba aquella carta con nostalgia, sabía que había hecho una elección difícil.
En el ’99, un McDonald’s echó a cuatro chicos que pedían las sobras de comida. El cura llevó a sus pibes con carteles frente al comercio y armó un escrache con un escándalo padre. “No hay que perder el sueño de que ser pibe tiene que ser un privilegio”, dijo a los gritos en la puerta del McDonald’s, ese día que salió en todos los diarios. “No es mentira –explicaba–, ser niño fue un privilegio en este país, más allá de la postura política que uno tenga, llegamos a tener una tasa de mortalidad infantil bajísima, como la que hoy tienen Suecia, Cuba o Canadá.”
Era un tipo entrañable, como un buen amigo, y no había que dejarse engañar por ese aire ingenuo y soñador, porque era cabeza dura, consecuente en lo que se proponía, y no era tan ingenuo porque sabía a qué se enfrentaba. Le incendiaron un galponcito del Hogar y cuando llegó monseñor Héctor Aguer a La Plata empezó a tener problemas y diferencias, e incluso llegó a temer por la suerte de la obra. A pulmón empezó a publicar La Pulseada, una revista en la trinchera contra la pobreza y la marginalidad, mandaba columnas de opinión al diario y escribía letras de canciones.
“Más de una vez se nos murió un chico acá y nos costó meses levantarnos –contaba–; entonces yo le decía a Dios: mirá que acá me hacés pomada amí.” Sufrió otras muertes injustas y ahora le tocó a él, con la suya. En septiembre le detectaron un cáncer fulminante en el intestino, que lo mató el sábado. Sin dar tiempo a nada, sin poder acostumbrarse a la idea. La gente hizo manifestaciones en el hospital, quiso detener a la muerte como si fuera un patrón, quisieron que Carlitos los viera desde la ventana para darle un poco de vida y se dejara de joder con la muerte. Y desde la ventana los vio a todos, a los pibes del hogar, a los de ahora y a los que ya crecieron, a los educadores, a sus compañeros del Movimiento, a los trabajadores de La Pulseada y a los vecinos que lo ayudaban con lo que podían. No sé si será un consuelo, pero fue lo último que vio.

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