CONTRATAPA

Cámara encendida, micrófono abierto

 Por Rodrigo Fresán

UNO Tengo un joven amigo actor que no consigue trabajo y, entonces, todas las noches se mete en un cajero automático y actúa durante una hora o dos –monólogos de Shakespeare, chistes de Seinfeld, improvisaciones autobiográficas– para sentir que, por lo menos, hace lo suyo, lo que le gusta, lo que no puede vivir sin hacer, porque si no se muere, dice.

DOS El reciente sainete fronterizo que tuvo como protagonista al presidente Uruguayo Jorge Batlle y que todos pudimos ver cortesía de la cadena de televisión Bloomberg no hace más que poner de manifiesto –más allá de las implicaciones diplomáticas– que hubo un tiempo en que las cosas eran diferentes y que ese tiempo ya pasó. Desconozco la edad exacta de Batlle pero está claro que es un señor mayor y que –incluso a la hora de comunicar sus ideas sin saber que las están grabando– obedece más a la estética y método actoral de uno de los integrantes de la troupe de Polémica en el bar en vivo y en directo que a la generación de mi amigo actor de cajeros criado y crecido en tiempos del RECORD y de la lucecita roja arriba de la lente de la cámara.
Es evidente que Batlle jamás pensó que podían seguir grabándolo no porque se acogiera a ciertas reglas de buenas costumbres y de protocolo periodístico básico sino porque, pobrecito, estaba seguro que lo que se dice afuera de la entrevista no existe, no se dijo, es off the record.
Otra vez: pobrecito.

TRES El off the record se acabó. No existe más. Los micrófonos están siempre abiertos y las cámaras están siempre encendidas ya sea para captar aquel hipotético –¿alguien lo vio?, ¿alguien lo oyó?– pedo aeróbico de María Amuchástegui, la súbita visión de la novia besando al hermano del novio durante la gran festichola nupcial o la conversación privé y fascinada de los presidentes de Brasil y de México durante la última de esas llanas cumbres iberoamericanas intercambiando elogios para con la política española. Se hace evidente que Amuchástegui no quería que la oyeran y la novia que la vieran pero... ¿quién puede asegurar que Cardoso y Fox no buscaban exactamente lo contrario? En cualquier caso, el episodio fue comentado –y emitido– por todos los canales de por aquí y hasta mereció la agradecida pulla de Aznar quien, días antes o después, había lanzado un bufido autocrítico luego del recitado de uno de esos discursos ante foro europeo que dan ganas de salir corriendo. Contrario a lo que cabría esperar, el exabrupto de Aznar lo hizo parecer simpático y decontracté para ese espectador acostumbrado a verlo siempre tan perfectamente feliz de ser tan perfecto. Insisto: ¿No existe la posibilidad de que Aznar fuera plenamente consciente de que las cámaras seguían apuntando y el micrófono seguía en on y entonces pensara “vamos a ponerle un poquito de salero a todo esto para los muchachos de la tele, joder”?

CUATRO Hay algo imposible de negar, vivimos rodeados por cámaras y micrófonos. Y están siempre despiertos y vigilantes como aquel HAL 9000 de 2001: Odisea del Espacio con la única diferencia de que nosotros no podemos hacer nada para desactivarlos. La transgresión de Andy Warhol en aquellos larguísimos largometrajes verité como Sleep o Empire State (donde se mostraba a un hombre durmiendo o el paso del día sobre la superficie de un edificio de Manhattan y no pasaba nada) han mutado a la cotidianidad ocurrente a la fuerza de Gran Hermano o esa imagen de Rivaldo agarrándose la cabeza como si Zeus le hubiera arrojado un relámpago luego de que una pelota le golpeara en las rodillas. Así estamos y ya casi cuesta acordarse–yo sí me acuerdo– de los tiempos en que los tímidos transeúntes huían de cámara y micrófono callejeros a la hora de preguntarles alguna pavada. Ahora todos se acercan y –de acuerdo, el idiota ése que aparece al fondo saludando con la manito no va a aprender nunca, va a estar siempre ahí– se comportan a la perfección conociendo trucos, tics, manejo del tempo dramático y de la cadencia video y del involuntario humor blooper. Todos son actores: sólo les falta ser descubiertos por un productor o descubrir un cajero con iluminación que les haga justicia. Batlle, sí, es viejo actor de teatro y piensa que al caer el telón la función ha terminado.
Una vez más, todos juntos: pobrecito.

CINCO Tengo muy pocas fotos mías de cuando yo era chico. Una o dos. Me alcanza y me sobra. No quiero más. No hay nada más terrible que el terror de lo que ya pasó y de lo que, indefectiblemente, ya no volverá a pasar. De ahí que me cause cierto pánico la idea de gente cuyas infancias -incluso sus nacimientos, sangre y placenta– fueron cuidadosamente filmados y preservados para el eterno rewind a voluntad. Debe ser raro eso de poder verse –con sonido y movimiento– cuando uno era un enano y el mundo era gigante. ¿Será sano? ¿Será bueno? En cualquier caso, hoy vi el momento ese en que Batlle le pedía disculpas a Duhalde y Duhalde le daba disculpas a Duhalde y todos felices –conscientes de la cámara encendida y el micrófono abierto– y qué mal que actúan Batlle y Duhalde. La verdad que yo hubiera repetido la toma. Total, lo que no sale bien se borra, se olvida, va de nuevo, a ver, cada vez más cerca de un mundo donde la gente solo no dirá algo inconveniente cuando experimente el raro y exquisito temor a que las cámaras estén apagadas y los micrófonos cerrados.

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