CONTRATAPA

El año en que conocí al Che

 Por Manuel Justo Gaggero*

Corría el año 1962, las Fuerzas Armadas habían dado un golpe derrocando al presidente Arturo Frondizi y desconocían el resultado de las elecciones que le habían dado el triunfo al peronismo en alrededor de siete provincias, entre ellas la de Buenos Aires, en las que se había impuesto la fórmula Framini-Anglada. El año anterior se habían producido grandes movilizaciones e importantes huelgas obreras; la más representativa, la de los trabajadores ferroviarios que se oponían al llamado Plan Larkin, que apuntaba al cierre de numerosos talleres y a la privatización del servicio.

Yo estudiaba en Santa Fe y militaba en una organización integrada por jóvenes peronistas y marxistas revolucionarios que acompañaron a Rodolfo Puiggrós en una escisión del Partido Comunista en 1948. El “sastre” Guido Agnellini y el pintor de “brocha gorda” Crescencio Gutiérrez eran los principales referentes.

Simpatizábamos con la Revolución Cubana y logramos que en la plataforma que levantara el Frente Justicialista para las elecciones de 1961 hubiera un claro pronunciamiento a favor de la misma. Pensábamos que la única forma de liberarnos del imperialismo norteamericano y lograr una sociedad más justa era mediante la lucha armada y, por eso, cuando recibimos una invitación para trasladarnos a Montevideo de Alicia Eguren, la compañera de John William Cooke, no dudamos en concurrir. Ya sabíamos que ella y su compañero se habían radicado en la isla del “largo lagarto verde”.

Para nosotros, Alicia era una mezcla de Simone de Beauvoir –la compañera de Sartre– y Rosa Luxemburgo. Brillante, apasionada y de una gran belleza, nos recibió en la capital uruguaya en el hotel Liberty. Habíamos ido el Gringo y yo, en representación del grupo, y en ese lugar nos encontramos con un abogado Miranda de Rosario, que luego sería nuestro compañero de viaje.

La Flaca nos hizo un análisis de la situación nacional e internacional y de los cambios que en América latina se producían a partir del triunfo revolucionario en Cuba. Insistió en que empezaban a aparecer diferentes grupos armados en todo el continente y, en particular, en Centroamérica. Los embriones del Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua y del Ejército Guerrillero de los Pobres en Guatemala eran una muestra de ello.

Por otra parte, el avance de los revolucionarios en Argelia y Vietnam, la segura derrota de los franceses en esos dos países, la revolución en el Congo liderada por Patrice Lumumba y los movimientos emancipadores en el Medio Oriente que tenían a Ben Barka como uno de sus máximos dirigentes eran una muestra de que el Tercer Mundo vivía un momento histórico especial.

En ese marco, el Bebe Cooke y Ernesto Guevara –el Che– convocaban a diferentes organizaciones que en nuestro país adherían a la lucha revolucionaria a concurrir a Cuba para forjar un Frente de Liberación.

Aceptamos el convite y empezamos a prepararnos para viajar. Cada uno lo hacía por diferentes rutas para evitar la acción de la CIA y de los servicios de inteligencia nacionales.

Tenía 21 años, por lo que tuve que conseguir la autorización de mi madre para salir del país. Le dije, además, que no le podía decir a qué lugar iba y que no le escribiría por un largo año. A la Vieja le costó firmar el permiso, pero la ayuda de Susana, que empezaba a militar en Palabra Obrera, fue clave.

Luego de un largo viaje, de múltiples desencuentros, de situaciones tragicómicas, llegué a La Habana. Cuando viajaba desde México a la capital cubana pensaba cómo sería. Me imaginaba una ciudad de casas bajas, muchas palmeras y mucho calor. Grande fue mi sorpresa al encontrarme con una metrópoli de más de un millón de habitantes, con grandes avenidas, edificios altos y una zona colonial muy extendida, la llamada hasta hoy Habana Vieja.

De sorpresa en sorpresa llegué al Hotel Riviera. Una construcción imponente realizada por la mafia de Al Capone cuando esa ciudad era el refugio del juego, de la prostitución y de la droga manejada por los Estados Unidos con la complicidad de políticos corruptos y de Batista, el dictador depuesto por el Movimiento Revolucionario que encabezaba Fidel Castro.

En el hall me esperaba el Bebe, con uniforme verde oliva, un cigarrillo en la boca y una gran sonrisa. Me dijo que esa noche quedaría alojado en el hotel pero que, a la mañana siguiente, me trasladarían al campamento donde estaban los otros compañeros.

Hice un paseo por el Malecón habanero. Al otro día, con las luces del alba pasaron a buscarme dos cubanos en un destartalado jeep. En la “finca” me encontré con diferentes compatriotas, provenientes de distintas organizaciones. Allí estaba Elías Semán, abogado y dirigente de una fracción del Partido Socialista que encabezaban los hermanos Massi; el Vasco Bengochea, de Palabra Obrera; integrantes de un Frente que dirigía el Gallego Guillén y numerosos militantes de la resistencia peronista que habían conformado los comandos Coronel Perón organizados por Cooke y Alicia en 1955.

A los pocos días llegó ella al lugar y nos planteó que debíamos ser pacientes ya que había numerosos grupos en la misma situación que nosotros y que los instructores no daban abasto. Permanecíamos en el lugar discutiendo, conversando, jugando largas partidas de ajedrez o leyendo. Las diferentes concepciones salían a flote y mostraban lo difícil que iba a ser confluir en un sólido frente que iniciara la lucha revolucionaria en la Argentina.

Una noche llegó al lugar el Che con un pequeño grupos de cubanos. Me impresionó tanto que me quedé sin habla y lo escuché con una mezcla de admiración y devoción. El explicó cómo se había desarrollado la guerra revolucionaria en Cuba; insistió en la necesidad de converger, admitiendo la unidad en la diversidad y consideraba que el centro o la dirección debían estar en el monte, priorizando la lucha en el campo. El único que se atrevió a discrepar con él fue Angel Bengochea. Sostuvo que nuestro país era diferente, ya que tenía una clase obrera muy organizada; una identidad política común, que era el peronismo, y su composición geográfica –grandes ciudades y más de dos millones de kilómetros cuadrados de superficie– hacía que, sin duda, las grandes batallas se librarían en las ciudades.

Siguió la charla hasta la madrugada, el Che había revalorizado el papel del peronismo por su estrecha relación con el Bebe y la Flaca y entendía que pese a los vaivenes y su política pendular, había que contar con el respaldo del General Perón para cualquier intento organizativo.

La intolerancia, muy común en la política nacional, la incapacidad de unirnos a pesar de las diferencias, hizo que ese intento naufragara. Un grupo pequeño nos integramos a la organización que armara Cooke, denominada luego ARP (Acción Revolucionaria Peronista). Seguimos hasta nuestro regreso compartiendo muchos momentos con el Che. La austeridad, el rechazo a todo privilegio, la fuerza en las convicciones lo hacían el “Hombre nuevo” por el que luchábamos.

Recuerdo en especial una anécdota que lo retrata absolutamente. Estando en su casa, desayunando con la compañía de su madre Celia –a la que habíamos conocido en Santa Fe en 1961– y varios compañeros más, llegó un cubano integrante de su custodia. Muy contento le dijo: “Comandante, he traído un costillar de vaca para que usted agasaje a sus compañeros argentinos, que sabemos les gusta el asado”. El Che lo miró perplejo y con voz serena y firme le respondió: “A usted le parece que mis amigos van a comer esa carne mientras en nuestros hospitales, los enfermos almuerzan y cenan ‘moros y cristianos’ –frijoles negros y arroz–. No, de ninguna manera, lleve al Hospital Calixto García esa carne para que la repartan entre los internados”.

* Abogado y director de Diciembre 20.

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