CONTRATAPA

Gracias y desgracias

 Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO La muerte de un grande suele, inevitablemente, afectar la vida de los pequeños. Su onda expansiva, su efecto residual, pueden permanecer o extenderse con más o menos tiempo con una mayor o menor intensidad. Pero difícil mantenerse indiferente ante la luz que se apaga y la puerta que se cierra y, de pronto, la espontánea presencia de ese súbito ausente que parece modificarlo todo. Es como si una de las virtudes y privilegios de ese último aliento fuera la de soplar sobre todas las cosas de este mundo y, de algún modo, hacerlas suyas.

Pensaba en esto el pasado martes por la noche cuando –bailando el zapping– me encontré con la noticia del fallecimiento del director de cine norteamericano Robert Altman. De golpe y sin aviso, sentí que todo a mi alrededor se altmanizaba, se volvía multitudinario y coral, se disgregaba para unirse en un nuevo orden. El resto de las buenas y malas nuevas en los noticieros parecían protagonizadas por sus elencos de mil cabezas donde nadie destaca pero todos tienen su instante de gloria o infamia. El libro de O. J. Simpson retirado por la editorial y titulado Si lo hubiera cometido, así es como sucedió, el presidente alternativo y mexicano López Obrador, el ex agente ruso envenenado en Londres, todas eran posibles pantallas sobre las que proyectar tramas altmanianas que contuvieran multitudes. Y uno ahí, en el medio, esperando sus quince minutos no de fama pero sí de protagonismo. Porque ésa era una de las muchas grandes cosas del cine de Altman: todos gozaban de su momento, a cada perro le llegaba su día, la estrella de Hollywood no dudaba en rebajarse a esas pocas escenas que intuía más trascendentes que varias películas juntas y el actor de reparto sabía que, inevitablemente, aquí recibiría primeros planos y parlamentos de primera. Y todos –se nota en cualquier título de su filmografía– parecían muy felices y estar pasándosela muy bien y rogando porque se demorara lo más posible el cortante grito de “¡Corten!”.

Me acordé entonces de mi primera conciencia del raro genio de Altman, a los 12 años, viendo Nashville en un cine casi vacío de Caracas y, sin esperarlo, no sólo sintiendo que el cine podía ser otra cosa sino que, además, la vida podía ser otra cosa y, al mismo tiempo, ser exactamente igual a como yo la conocía. Esta vida que acaba de dejar Robert Altman no sin antes habernos dejado su muy particular forma de ver –y de filmar– la vida. Y me gustaría pensar que en sus funerales (Meryl Streep y Lily Tomlin se burlaron y homenajearon el síntoma en la última ceremonia de los Oscar, cuando Altman experimentó la honorable injusticia de recibir recién entonces una primera estatuilla a toda su carrera) los muchos oradores que allí serán convocados hablarán todos al mismo tiempo.

DOS Tiene su gracia, también, que Robert Altman –un “artista problema”, percibirlo en el desconcierto de varias de las necrológicas que le han dedicado, alguien difícil de sintetizar por la lápida– haya muerto casi en vísperas de ese feriado tan raro y tan norteamericano: el Día de Acción de Gracias. Una ocasión inequívocamente altmaniana que –tal vez me equivoque– no aparece retratada o atrapada en ninguna de sus películas. Hay, sí, película de Jodie Foster sobre la cuestión. Y está esa otra con Steve Martin. Y aquella con la flamante Mrs. Cruise. Y The Last Waltz de The Band suena su adiós un Día de Acción de Gracias. Y esa gran canción, “Thanksgiving Day”, en el último disco de Ray Davies cantándole al inalterable continuum de un rito privado y a la vez público donde todos se juntan, como en el Mondo Altman, sin saber muy bien por y para qué.

En cualquier caso, la festividad que los norteamericanos celebran el 23 de noviembre y que conmemora la leyenda colona (y no aún urbana) de una comida en 1621 (institucionalizada a partir de 1623), en Massachusetts, entre peregrinos separatistas de la Iglesia de Inglaterra y nativos americanos de la tribu Wampanoag, quienes les ayudaron a pasar el invierno del año anterior en Massachusetts y todo eso. Obsesivos del asunto postulan fechas anteriores como originales Días de Acción de Gracias: el festejo organizado por Francisco Vázquez de Coronado junto a los indios Tejas el 23 de mayo de 1541 en Palo Duro, Texas; o la juerga Don Juan de Oñate con los indios Manso del 30 de abril de 1598; o la farra que montó Pedro Menéndez Avilés junto a los originales habitantes de Florida el 8 de septiembre de 1565. Pero, aquí y ahora, la que vale –legitimada por el presidente Roosevelt en 1939 para aumentar las ventas de los melancólicos comerciantes de la Depresión– es la que viene con las primeras nevadas y se traduce en masacre de pavos a rellenar con oscuras y celosamente guardadas recetas familiares.

TRES Y hace pocos días terminé de leer The Lay of the Land, flamante novela de Richard Ford y última parte de la trilogía que tiene como protagonista al agente inmobiliario –y alguna vez escritor deportivo– Frank Bascombe. Esta novela –así como las anteriores, El periodista deportivo y El día de la independencia– podría haber sido una gran película de Robert Altman y gira siguiendo las inescapables órbitas del feriado nacional en la que transcurre. Y así habla Frank Bascombre en The Lay of the Land: “Mientras uno puede argumentar que este feriado conmemora ritos antiguos de fecundidad y honra a la Gran-Madre-Que-Está-En-La-Tierra, en realidad lo que siempre ha festejado ha sido la idea de vaciar vidrieras con productos en liquidación. A menos, claro, que uno sea un indio de la tribu de los Wampanoag y sepa que lo que en verdad se celebra es el engaño, el genocidio y la indiferencia del hombre en cuanto a quién es el verdadero dueño de estas tierras. El Día de Acción de Gracias, por supuesto, también marca el comienzo de la lóbrega temporada navideña, ese valle de corazones dolidos y esperanzas irreales contenedor del mayor número de suicidios exitosos, abandonos, infidelidades, robos de autos, disparos de armas de fuego y cirugías de emergencia, sólo superados por lo que sucede al día siguiente de la Super-Bowl. Los días se vuelven efímeros. Nadie se acostumbra a la súbita ausencia de la luz. Son muchas las almas que compran pasajes a cualquier destino con tal de mantenerse en movimiento. Las preocupaciones y una súbita conciencia de uno mismo enrarecen el aire”. Y a pesar de todo, el Día de Acción de Gracias no puede ser ignorado. Los norteamericanos están conectados a la idea de sentirse agradecidos por algo. Nuestro ser nacional se alimenta de la gratitud inventada.

Desde aquí, y en lo que a mí respecta, vaya mi gratitud verdadera: gracias a Robert Altman y gracias por Robert Altman. Lo demás lo discutimos después del entierro.

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