DEPORTES › OPINION

Mis Leonas II (antes de la final)

Por Eduardo Pavlovsky

Cuando llegué el viernes a las seis y media de la mañana a ver el partido de Las Leonas en el bar de Cucha Cucha y Juan B. Justo me llevé una enorme sorpresa. Una extensa cola de jubilados daba la vuelta a la manzana, esperando ansiosamente que el bar abriera sus puertas. Por qué tantos me pregunté. “Salió en un diario que en este bar un grupo de jubilados seguía los partidos de Las Leonas, se corrió la voz y llegaron de todos lados. Hay camiones de Quilmes y Berazategui”, me informó un pelado de sesenta años. El dueño del bar gritaba: “Hay lugar para todos, hay lugar para todos, se sientan en el suelo y pueden entrar hasta doscientos. Lo único que les pido es el documento de certificación de la jubilación”. Me pareció reconocer en la cola a Dal Masetto. ¿Qué hacés aquí? ¿Vos no parás en otro bar? Antonio me contestó: “El Gallego no quiso abrir el bar a las seis y media y allí a nadie le gusta el hóckey”. Nos acomodamos como pudimos. Entramos todos. Cuando aparecieron Las Leonas se produjo en el bar una estruendosa ovación: “Y sí señores yo soy leonero...”, gritaba la gente de Berazategui. Cuando la negrita García pasó frente a la cámara la gente de Quilmes replicaba: ¡Ma-Ra-Do-Na! ¡Ma-Ra-Do-Na! Fue escalofriante. No hubo una sola grosería tan común en los grupos de hombres. Sólo hubo un atisbo. Fue cuando Dal Masetto le comentó a un desdentado que tenía al lado: “Es que Las Leonas saben transpirar la camiseta” y el desdentado replicó: “Si fuera sólo la camiseta”. Se produjo un denso silencio como diciendo que ese tipo de comentario podía dar lugar a todo tipo de vulgaridades. El desdentado se sonrojó y comenzó a gritar: “¡Argentina! ¡Argentina!”, su grito patrio marcó el límite epistemológico. Cuando la García hizo el gol se produjo la primera avalancha. La gente que estaba sentada en el suelo predominantemente de Quilmes se levantó de golpe al grito de “¡Gol!” empujando las mesas de los que estaban sentados. Fue un momento difícil parecido a las avalanchas de las tribunas de fútbol. “¡Otra vez la García!”, repliqué yo, con un entusiasmo que bordeaba la admiración y la sensualidad. Los últimos minutos fueron terribles. El famoso “cuánto falta” se empezó a oír entre nosotros y cuando terminó el partido nos abrazamos todos gritando: “El que no salta es holandés” y todos saltábamos en emocionante abrazo donde nos confundíamos en una ola rítmica y sincrónica.
Cuando salíamos del bar Dal Masetto me saludó alegremente. “Hasta el domingo” me dijo y yo con gran tristeza tuve que contestarle que mi cardiólogo el Dr. Raúl Levy me prohibió ver la final. Tengo un problema de extrasístoles y le pareció prudente que no viniera al bar por las emociones intensas que se podían desplegar.
Me alejé caminando por J. B. Justo mientras pensaba: será tal vez que a cierta edad uno sólo puede llegar a ver semifinales. Yo estuve en la cancha de Independiente cuando jugamos con Boca. Pero no fui a la cancha de San Lorenzo. Ahora veo el partido con Australia pero tengo prohibido ver la final con Holanda.
Tenía una alegría incontenible y susurré caminando por J. B. Justo. “Y sí señores yo soy leonero, y sí señores de corazón” mientras ensayaba en el aire la jugada de la García cuando metió el gol del campeonato. Fue el gol de Pusineri contra Boca. “Y sí señores somos campeones, y sí señores de corazón” y seguí susurrando. Encontré un teléfono público y la llamé a Susy: “Susy, ¿vos me seguís queriendo? –le dije asustado–. Ya voy corriendo para verte”, y tomé el primer taxi para Belgrano.

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