DIALOGOS › FERNANDO HENRIQUE CARDOSO, SOCIóLOGO Y EX PRESIDENTE DE BRASIL

“Las líneas divisorias entre izquierda y derecha son diferentes de las del pasado”

Cuarenta años después de la publicación del libro Dependencia y desarrollo en América latina, el ex presidente brasileño señala las diferencias entre el proceso de privatización que encabezó en su país y el de la Argentina y defiende el rol regularizador del Estado.

 Por José Natanson

El Instituto Fernando Henrique Cardoso está ubicado en el corazón de ese infierno de hormigón y autos que es San Pablo, pero apenas uno ingresa en sus oficinas, la pesadilla del smog y las bocinas queda atrás y prevalece el silencio de una recepción amplia, elegantemente decorada con un jarrón chino, un cuenco con inscripciones en árabe y un reloj de pie que da las campanadas puntualmente. El despacho, a una puerta de distancia, también es grande y de decoración despojada, con una elegante mesa de reuniones, pinturas modernas y unos sillones blancos. Cardoso saluda amablemente y apaga su computadora, en la que le estaba dando los toques finales a su próxima conferencia. En cualquier caso, hoy se lo ve tranquilo al ex presidente brasileño, con su vida de seminarios intelectuales e intervenciones políticas meditadas y puntuales. Saluda con amabilidad y se predispone para la entrevista.

Izquierda y Estado en la globalización

–¿Cómo cree que impactó la globalización en el imaginario y la praxis de la izquierda, sobre todo teniendo en cuenta que la globalización implica, entre otras cosas, un debilitamiento de las capacidades del Estado, y que la izquierda siempre enfatizó un rol fuerte del Estado?

–Al principio, la izquierda quedó un poco perpleja con lo que pasaba en el mundo a partir de que se desataron los procesos de globalización. No entendió qué ocurría, y soñó el sueño de poder parar las fuerzas de la globalización, un poco como los ludditas, los obreros que en plena Revolución Industrial destruían las máquinas para oponerse a la tecnificación. Por momentos, parecía que se actuaba como si la globalización fuera una conspiración de los poderosos y no el resultado de un cambio estructural. Se creó un ambiente donde se impuso la idea de que la globalización necesariamente provocaría un daño a la sociedad. Pero los datos no confirman eso. La pobreza en el mundo ha disminuido. La participación ciudadana, lejos de estancarse, se ha intensificado. Las mismas fuerzas que desataron el proceso de globalización, básicamente la evolución acelerada de las tecnologías de información, comunicación y transporte, abren posibilidades inéditas para una ampliación de los espacios de conexión de la sociedad y de otras formas de actuación y participación política. Sobre la base de esta evidencia, últimamente algunos sectores de la izquierda se reposicionan respecto de la globalización. Pero si hubo una forma errada de entender la globalización por parte de la izquierda, también la hubo por parte de la derecha: la ilusión de asociar globalización con neoliberalismo, de lo cual se derivaba la idea de que era necesario desarticular el Estado y dejar que todo se solucionara gracias al mercado. Esa visión también se está desmitificando.

–¿Usted cree, entonces, que la izquierda entiende que la globalización es inevitable?

–Creo que conceptualmente la izquierda no ha asumido esta evidencia, pero que sí lo ha hecho en la práctica. Miremos si no lo que pasa en Chile, en Brasil, los cambios ocurridos en partidos como el socialismo o el PT, que ya no pelean más contra las fuerzas de la globalización. Por el contrario, buscan cómo aprovecharlas. Pero eso es en la práctica: conceptualmente no se ha dado la misma evolución, lo que implica una desfase entre la ideología y la vida, entre las formas de teorizar y de actuar.

–Es curioso, porque la izquierda siempre se ha caracterizado por un desarrollo teórico muy denso, siempre tendió pensarse a sí misma, incluso excesivamente.

–Eso era en el pasado. Pero hoy yo creo que la izquierda ha perdido su capacidad de ser la vanguardia del pensamiento. Quedó desconectada por lo que pasó en el mundo en los últimos años.

–¿Cuál debería ser el rol del Estado en un contexto de globalización?

–Yo no creo que las fuerzas del mercado deban prevalecer totalmente. A los países les conviene que el Estado mantenga cierta presencia, que fortalezca su lugar como agente de regulación, pero incluso que desarrolle una acción productiva para garantizar la competencia. Lo malo no es ni el Estado ni el mercado, sino el monopolio. Normalmente, la visión estatizante, a la que se inclina un sector de la izquierda latinoamericana, es monopolista. Yo no me opongo a la intervención estatal, incluso en la producción, con la condición de que no sea a través de un monopolio. El Estado puede y debe actuar como contrapeso, justamente para evitar el monopolio privado.

–¿Y cuál debería ser su función?

–Garantizar la ley y el estado de derecho, por supuesto. Mantener su rol tradicional en la seguridad de las personas y proveer educación y salud. Estas últimas dos funciones son claves sobre todo en los países en desarrollo, pero no sólo en ellos: miremos si no el problema del sistema de salud de Estados Unidos ante la falta de un rol activo del Estado. Ese va a seguir siendo un espacio para que el Estado actúe.

–¿Los Estados latinoamericanos van en ese camino?

–Pocos. Chile lo entendió bien: no sólo el Estado, sino también el país, la clase política, todos se han adaptado eficazmente a las nuevas condiciones globales, un poco como ocurrió en España. Pero tomemos otros casos: Costa Rica, por ejemplo, que es un país parecido a Chile en muchos aspectos, que se ha modernizado mucho, aún no ha definido totalmente el rol del Estado. Persisten muchas dudas. En México, el Estado jugó siempre un rol central, luego se inició un proceso de integración, vía mercado, con Estados Unidos, pero que no fue acompañado, a mi modo de ver, con una transformación estatal. El Estado mexicano actúa monopólicamente en algunos sectores de la economía, sobre todo en temas de energía vía Pemex, pero en otras áreas muestra muchos problemas. En la Argentina, en cambio, el Estado se ha debilitado demasiado. Uruguay puede seguir el camino de Chile: tiene un Estado grande, es cierto, pero que no parece que pueda ser un obstáculo para su desarrollo. En Brasil avanzamos mucho. Aunque todavía persisten algunos rasgos dirigistas, el país ha cambiado mucho: la sociedad, las fuerzas de mercado, la prensa, las universidades, la sociedad civil, se han transformado.

Populismo y socialdemocracia

–En una reciente conferencia a propósito de los 40 años de la Teoría de la Dependencia, usted dijo que América latina adoptó la maquinaria, pero no el alma de la democracia. ¿Qué significa exactamente?

–Vivimos todavía en sociedades de privilegios, en las que la ley no tiene el mismo valor para todos. De ahí deriva el sentimiento de impunidad y la corrupción. Se ven aspectos de modernización, desde luego, pero también movimientos de retroceso. La ley, en América latina, no es igual para todos. Y para que una democracia funcione plenamente debe haber igualdad ante, por lo menos, la ley. Si no hay igualdad ante la ley, menos todavía habrá igualdad frente al mercado.

–¿Es una herencia colonial?

–Hasta cierto punto sí. Es una marca patrimonial, pero también hay que reconocer que ni en España ni en Portugal es así ahora, por lo que sería injusto responsabilizarlos a ellos. Hace mucho tiempo ya que nos independizamos. El problema es que mucha gente cree que el liberalismo es siempre de derecha, pero se ignora que hay una raíz popular en el liberalismo, que descansa en la idea de igualdad ante la ley. El liberalismo no es sólo sinónimo de libertad, de que los poderosos pueden hacer lo que se les da la gana. Significa también que todos somos iguales ante la ley. Ese liberalismo de cariz popular siempre estuvo ausente en América latina. La izquierda siempre criticó cualquier tipo de liberalismo, como si todos fueran de derecha, lo cual debilitó sus cuestionamientos a los privilegios y el patrimonialismo. La izquierda siempre tuvo problemas para pelear por una sociedad en la que la ley prevalezca para todos, por esta consideración de la ley como sinónimo de explotación de clases. Siempre percibió la ley con la nariz tapada, con la idea de que la ley es monopolio de los poderosos, un instrumento de la burguesía. Pero la ley, si es igual para todos, es una garantía para el pueblo: una garantía frente a los poderosos y, lo que es igual de importante, frente al Estado.

–Si uno compara a la izquierda de hoy con la de los ’60 y ’70, que tenía una visión netamente instrumental de la democracia, la situación cambió mucho. ¿No cree que la izquierda hoy asume la democracia como algo sustancial más que como una mera concesión táctica?

–Sí, claro. Aun cuando no existe un sentimiento profundo y arraigado acerca del valor de la ley, no se puede decir que persista el desprecio por la democracia que se veía en el pasado. La izquierda hoy cree en las elecciones. Pero a veces eso lleva a otra confusión: que la elección legitima todo. Y no es así: la elección es una parte muy importante de la vida en democracia, pero no suficiente. No alcanza con tener la mayoría para luego hacer lo que quiero.

–¿Usted percibe una tendencia al mayoritarismo en América latina?

–Sí.

–¿Y comparte la idea de que algunos países de la región registran un revival del populismo?

–Hasta cierto punto sí. Pero depende del país. En Brasil, por ejemplo, Lula, como persona, como líder político, tiene ciertos rasgos populistas, de conexión directa con el pueblo, de utilización de su carisma para ir más allá de la ley. Pero en general respeta las instituciones democráticas. Por otra parte, desde el punto de vista económico no se lo puede calificar de populista. En el caso de Hugo Chávez, no sé si se lo podría calificar de populista. Es un populismo más militar. Su fuerza radica más en su propia convicción que en el pueblo, y creo que se orienta sobre todo por su antinorteamericanismo y su visión estatizante. Tiene en común con los populismos clásicos, tipo Perón o Vargas, el énfasis en la redistribución, pero tiene un enfoque antimercado y antinorteamericano que los populismos de antes no tenían.

–En Europa se habla mucho del giro al centro, de que todas las fuerzas políticas convergen en una misma dirección. Algunos creen que esto es justamente lo que ocurre en algunos países de América latina, como Chile, Uruguay y Brasil, donde partidos de izquierda han asumido posiciones moderadas una vez que llegaron al poder. ¿Se han borroneado las líneas ideológicas que tradicionalmente separaban izquierda de derecha?

–Las líneas tradicionales sí. En el pasado, con diferentes matices, la izquierda proponía una ruptura con el orden establecido y la construcción de un sistema alternativo a partir del liderazgo del Estado y de la acción de una clase social particular. Hoy ése ya no es el programa de ningún partido de izquierda. Pero eso no quiere decir que no haya líneas divisorias. Lo que ocurre es que son otras líneas, menos estructurales, diferentes de las del pasado. Usted mencionó el caso de Europa. Ahora vemos allí una fuerte corriente en favor de la criminalización de la migración, una tendencia claramente de derecha. Los que se oponen están a la izquierda. Esa es una frontera. En América latina, una división importante entre izquierda y derecha se da en la cuestión de la seguridad: es un tema que atañe a todos y donde se ven claramente posiciones de derecha y de izquierda. Hay otros temas que afectan a toda la sociedad, que la cortan transversalmente, que no son propios de una clase. La ecología, por ejemplo. Hay posiciones de derecha en temas de ecología, propuestas que no quieren avanzar, que no se dan cuenta de que hay que preservar el medio ambiente. Eso marca diferencias importantes. Las líneas de separación entre izquierda y derecha son otras, pero eso no significa que no existan.

–En su famoso libro Derecha a izquierda, Norberto Bobbio afirmaba que lo que separa a una de otra es la búsqueda de la igualdad.

–Estoy de acuerdo, siempre que se entienda como igualdad de oportunidades, de acceso a la educación, la salud, la seguridad social y, por ende, menos desigualdad económica. Esa idea de igualdad de oportunidades, que en realidad no se origina en la izquierda sino en la democracia occidental, sigue vigente.

–¿Puede haber una socialdemocracia en América latina?

–Sí. Pero para eso habría que preguntarse qué significa una política socialdemocrática en América latina. Evidentemente, no puede ser lo mismo que en Europa. Pero hay todo un conjunto de políticas sociales, de salud, de educación, que se están desarrollando en Brasil, Chile, México, que tienen un cariz socialdemócrata. Son políticas que tienden a generar igualdad de oportunidades, incluir a los ciudadanos más pobres. Y creo que hay también una visión de la fiscalidad que puede ser calificada como socialdemócrata. Eso sí: nosotros tenemos nuestra especificidad, es absurdo pensar que en algún momento podemos ser Noruega.

La Teoría de la Dependencia hoy

–El año pasado se cumplieron 40 años de la publicación de Dependencia y desarrollo en América latina. Allí se diferenciaban dos tipos de situaciones de dependencia: la de aquellos países con economías de enclave, sustentadas en las exportaciones de recursos naturales, minerales e hidrocarburos, con una fuerte presencia del capital extranjero y una industria nacional débil. Esto generaba estructuras económicas poco diferenciadas que excluían a la gran mayoría de la población de los beneficios del crecimiento. Por otro lado, los países con cierto capital nacional, primero orientado a la agricultura y luego volcado a la industria, que lograron ampliar los sectores medios y fortalecer el Estado. Entre los primeros se encontraban, entre otros, Bolivia y Ecuador; entre los segundos, Brasil y la Argentina. Hoy vemos que el primer grupo de países es el que ha sufrido los sacudones políticos e institucionales más fuertes y donde prosperan líderes que tienden a calificarse de populistas, mientras que en el segundo los cambios parecen más graduales. ¿Hay una relación entre la situación de dependencia del pasado y la coyuntura política actual?

–Sí. Hay una cierta relación que se explica por razones estructurales. En aquel trabajo partimos de un análisis bastante abstracto del modo en que funcionaba el capital, cómo operaban los ciclos capitalistas internacionales y cómo se estructuraban las relaciones centro–periferia. Señalamos las diferencias que usted menciona y agregamos que, en casos como Brasil, la Argentina y en menor medida Chile, se produjo una alianza entre el capital nacional y el extranjero. En estos casos, el Estado intervino, vía impuestos, en la ampliación de los sectores medios, que obtuvieron una mayor participación en la distribución de la renta. Esto disminuye las chances de que emerjan alternativas políticas populistas o paternalistas.

–El enfoque del libro no era determinista, es decir que dejaba abierta la posibilidad de que los países rompieran la relación de dependencia y se relacionaran de otra forma con el mercado mundial.

–Claro. Nuestra idea era justamente discutir con estas visiones deterministas. Pero el libro muchas veces se leyó desde la óptica de André Gunder Frank o desde la visión del Che Guevara. Se lo puso dentro de la teoría del imperialismo, como si la dependencia fuera una imposición de los poderosos. Nos englobaron en esa corriente y ahora me cobran algo que en realidad nunca fui. Lo que hicimos fue analizar las razones estructurales que generan esa dependencia como paso previo para la construcción de alternativas. Dijimos que los Estados que habían logrado cierto desarrollo del mercado interno, como la Argentina y Brasil, debían buscar la forma de comenzar a exportar no solo materias primas, sino también bienes manufacturados. Ya pensábamos que era necesario orientar la economía al mercado externo para que los países siguieran creciendo. Esto implicaba dar vuelta el razonamiento inicial de que el Estado debía volcarse a fortalecer el mercado interno. En suma, destacamos las condiciones y las alternativas, pero no cerramos ninguna posibilidad.

–Cuarenta años después, ¿qué país latinoamericano logró superar más exitosamente estos escollos?

–Probablemente Chile. Antes dependía crucialmente de las exportaciones de cobre. Hoy, aunque sigue exportando cobre, tiene una economía mucho más diversificada. El ajuste se hizo durante el gobierno de Pinochet, aunque sin el éxito económico del que siempre se habla. Luego, con la democracia, Chile consiguió construir una agenda consensuada entre gobierno y oposición, algo que muy pocos países lograron. Esto permitió reformar las instituciones democráticas y consolidar un alto crecimiento. En el caso de Brasil, lo interesante es que, a diferencia de Chile, donde se construyó una política consensuada en la Concertación, las discrepancias entre mi partido y el PT no impidieron la continuidad del proceso de modernización. Las diferencias tenían que ver más con la lucha por el poder que con la ideología.

–¿Y qué ocurrió con los países con economías de enclave?

–Tuvieron muchas dificultades para compatibilizar los ajustes económicos con la continuidad democrática. Esto produjo las crisis de fines de los ’90 en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Hubo un desfase entre las presiones modernizadoras provenientes de la economía globalizada y la escasa diferenciación productiva, que derivó en crisis económicas muy profundas. Esto se sumó a los problemas de las instituciones políticas. Y a ellos se suma el fenómeno indigenista, que no tiene nada que ver con el populismo.

–Pero que a veces se superpone...

–Sí, aunque no son lo mismo. Hay enormes poblaciones indígenas social, política y culturalmente no integradas. Es lo que ocurre en Bolivia, Ecuador, Guatemala, Perú, el sur de México. Es muy distinto de lo que ocurre con la población negra en Brasil, donde no hay una cultura específicamente negra, ni una cultura no negra. Hay una asimilación cultural en Brasil que marca una diferencia muy importante con el fenómeno indigenista. Que, por otra parte, no es, como piensan algunos, un fenómeno propio del pasado. Son movimientos muy actuales, que nacieron en plena globalización y que en parte se explican por ella. Recuerdo que hace tiempo viajé a Bolivia a una reunión de presidentes en Santa Cruz de la Sierra. El entonces presidente de Bolivia, Carlos Mesa, sufría muchas presiones de los movimientos indígenas que reclamaban poder expresarse en esa reunión, una Cumbre Iberoamericana en la que estaba el rey de España, las autoridades de Portugal y los presidentes de América latina. Finalmente, Mesa le dio la palabra a un representante de los pueblos indígenas. Cuando habló, criticó la colonización, el rol de los españoles, reivindicó la mita como forma de ocupación de la tierra y además defendió... el matrimonio homosexual. Eso demuestra que los movimientos indígenas no son apenas un reflejo del pasado sino un fenómeno bien actual.

–¿Cómo analiza la situación de Brasil en este contexto?

–Brasil ya sobrepasó el riesgo de no poder marchar hacia adelante. Los motores de la economía son muy potentes. La modernización del Estado ha avanzado mucho, lo mismo ocurrió con la sociedad. Esto se ve en los desarrollos tecnológicos: se busca petróleo en áreas profundas con tecnología brasileña, nos hemos transformado en una gran potencia agrícola también con tecnología propia. Las nuevas comunicaciones, Internet, todo eso ha avanzado mucho. Innovamos en la fabricación de aviones, progresó la fabricación de cemento, celulosa. Y, algo que es central, una diferencia muy grande con otros países de la región, es que tenemos un sistema financiero. El ahorro aquí se hace fundamentalmente en moneda nacional. Durante mi gobierno abrimos el sistema financiero y entraron muchos bancos extranjeros, pero cuando se ve la nómina de los bancos se comprueba que la mitad de los depósitos está en manos de bancos estatales. El banco más grande es el Banco de Brasil, el segundo es la Caja de Ahorro, también estatal. Y los que siguen, aunque privados, son brasileños, como Itaú, Bradesco.

–¿No se privatizaron bancos durante su gobierno?

–Sí, pero los estaduales. Lo importante es que hicimos cambios en la gestión de los bancos estatales. El Banco de Brasil comenzó a funcionar como una verdadera corporación. En Brasil, muchas empresas estatales tuvieron desde siempre accionistas privados, incluso Petrobras, desde Vargas. Lo que hicimos nosotros fue privatizar algunas compañías, como Vale do Rio Doce, hoy una de las empresas mineras más grandes del mundo. Pero lo central es que aquellas empresas que no privatizamos fueron transformadas en una corporación. Es el caso de Petrobras: tiene un CEO, cotiza en la Bolsa de Nueva York y funciona de manera transparente. El Banco de Brasil estaba copado por los partidos políticos e hicimos un esfuerzo por modernizarlo y desburocratizarlo. Nuestro objetivo era modernizar, volver eficientes, mejorar estas empresas, no venderlas. Eso marca una diferencia importante, por ejemplo con Argentina. Nosotros no privatizamos Petrobras ni los bancos nacionales y además mantuvimos el Banco de Desarrollo Económico y Social, cuya cartera de préstamos es más grande que la del Banco Mundial. Entonces, creo que Brasil tiene mucha fuerza económica, un desarrollo del mercado interno importante, ha dado un impulso a las exportaciones, aunque todavía falta mucho, tiene una buena posición energética, una oportunidad demográfica. Si Brasil logra construir una estrategia que tenga en cuenta sus posibilidades y sus límites en el mundo actual, entonces tenemos chances de dar un salto de desarrollo. Pero, volviendo a la idea de dependencia, no alcanza con mirar la situación estructural. Es necesario construir una estrategia. Y eso depende de nosotros.

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