DIALOGOS › MIGUEL GAZZERA, PROTAGONISTA DEL GREMIALISMO DE LOS AÑOS ’60 Y ’70

“Vivíamos la táctica sin conocer la estrategia de Perón”

Miguel Gazzera dirigió el gremio de los fideeros durante décadas. Pero además actuó como ideólogo de las 62 Organizaciones en la época más turbulenta del peronismo y del país.

 Por Andrew Graham-Yooll

–Usted es un testigo de las últimas décadas y referente de momentos dramáticos del país. ¿Cuándo comenzó todo?

–Mi iniciación sindical fue en el año 1942, cuando volví del servicio militar. En San Francisco, Córdoba, fundamos el sindicato de los trabajadores ocupados en la empresa Tampieri y Cía., entonces la más importante del país. Un año después el sindicato de Buenos Aires programó la formación de la Federación del gremio. En mayo de 1943 se realizó un congreso donde se decidieron las autoridades, allí fui elegido secretario general adjunto, por lo cual debí quedarme en la Capital Federal.

–Al margen de los dirigentes y de los hechos políticos, ¿cuál es el cambio, si es que lo hubo, más dramático en el sindicalismo?

–Desde el punto de vista ideológico, se ha desarraigado la lucha de clases, y en cuanto a la organización de los trabajadores, también se desarraigó el enfrentamiento entre el marxismo, liderado por Moscú por un lado y la Asamblea de la Federación del Sindicalismo Libre (AFL) y el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO), de los Estados Unidos. Ambas denominaciones influyeron, normalmente, en la lucha de clases. Finalmente, la revolución de la justicia social iniciada por Juan Domingo Perón desde el 17 de octubre sustituyó las influencias y denominaciones éstas que mencioné.

–Desarraigo de la lucha de clases... Concepto bastante extremo.

–Sí. Para nosotros, y en nuestros términos, fue una concepción que inspiró Perón. El hablaba de etapas y decía que era entonces un león herbívoro. En largas conversaciones, que tuvimos en Madrid, me decía, “Ustedes están inspirando una lucha armada para mi retorno. Yo, la única forma de volver es por la acción política”. Tenía razón, finalmente lo fueron a buscar para que frenara la lucha armada. Le pidieron que volviera los mismos que lo habían derrocado y exiliado.

–Perón en cierto momento autorizó la lucha armada.

–Es cierto. Para nosotros, que no conocíamos el pensamiento interior de Perón, nos pareció una contradicción. Es que vivíamos el día a día de la táctica con el desconocimiento de la estrategia de Perón, del “juego de desgaste del enemigo”.

–Eso ya es muy posterior a 1955.

–Sí, en realidad eso sigue hasta cuando surge Frondizi, que rompe la Unión Cívica Radical y Ricardo Balbín se queda con la nueva denominación: Unión Cívica Radical del Pueblo. Arturo Frondizi forma la UCR Intransigente (UCRI). Para entonces, 1957, Perón decidió una estrategia a cumplir sin plazo de tiempo. Aplicó aquello de “la organización vence al tiempo”. Allí hubo un cruce: de un lado Frondizi, representado por Rogelio Frigerio, y Perón, representado por John William Cooke. Había votos de por medio, el dueño de esos votos era Perón. Mientras Frondizi, con su equipo de asesores, preparaba su plan de gobierno, Perón cambiaba de delegados para representarlo: Campos, Paladino, y otros de menor escala. Con los votos del peronismo que Perón decidió a favor de Frondizi, éste gana en las elecciones de 1958. Asumió el 1º de mayo de ese año.

–¿Usted qué pensó en ese momento?

–Que había que comerse el sapo y evitar ser fotografiado.

–¿Qué pasó en los comienzos de la lucha armada?

–Un sector de la Juventud tomó la iniciativa. Se formaron grupos. El de mayor iniciativa fue comandado por Dardo Cabo, hijo de Armando Cabo, un excelente militante metalúrgico. Más tarde, el Ejército, ya en función represiva lo tomó prisionero a Dardo y lo torturó hasta la muerte. Su padre, Armando, soportó el dolor que también a él lo llevó a la muerte

–Como decía, en cierto momento Perón autorizó la lucha armada.

–Fueron las circunstancias. Perón dijo, y lo repitió, “yo no quiero volver a ser presidente, pero quiero morir en mi tierra”. Esto es emocional, de Perón, en conversación. Desconfiaba mucho de cómo los políticos transmitían sus dichos y creyó poder apoyarse en la juventud. Pero las presiones que se ejercían y sobre todo desde la juventud, mezcló mucho la gente que lo iba a ver... de Smata (Córdoba), por ejemplo, luego del Cordobazo se tergiversó cada vez más su opinión y sus aspiraciones.

–Pero la gente del Cordobazo era más bien de Sitrac-Sitram.

–Sí, era una lucha interna, de los que estaban contra José Rodríguez. A partir de ahí, del Cordobazo, en mayo de 1969, cambia el mensaje que trae la gente que lo visitaba en Madrid. Hubo un proceso de violencia, que coincidió también con la inconsistencia de los propósitos del sindicalismo. No se discutía la interpretación de lo que decía Perón. Por otra parte ya antes de esa fecha (1969) hubo visitantes con directivas para tratar de desinformar. También se adoptaron, a lo largo de los años sesenta, decisiones para tratar de restringir al sindicalismo, como en la época de Juan Carlos Onganía, con la Ley de Asociaciones Profesionales. Esto llevó a una etapa muy álgida, llena de imprevistos, donde ocurrieron asesinatos, no sólo de dirigentes sino también de trabajadores y delegados en las asambleas. Fue una cosa muy dolorosa.

–Ahora ya está hablando de fines de los años sesenta.

–Sí, claro. Perón y el sindicalismo estaban en un mismo camino.

–Sin embargo, en los años sesenta, y mirando el libro que usted está leyendo (El poder sindical, de Santiago Senén González. Editorial Plus Ultra, 1978) a partir de los sesenta surge un cambio en la dirigencia sindical, como ser en la persona del textil Framini.

–¿Qué? ¿Con Andrés Framini? Ese era un discurso que, a partir de la época de Arturo Frondizi, le hacían algunos compañeros intelectuales que lo rodeaban. Senén González es un buen periodista, pero no es un historiador.

–¿Usted dice que no era otro estilo?

–No. Era algo configurado por un trío que tenía a su lado. Los ideólogos que lo frecuentaban a Andrés le prepararon un discurso de izquierda. Eran ideólogos conceptuales, y no hombres de lucha.

–Hace unos diez años se argumentó que se terminaba la era de los viejos dirigentes que ejercían un dominio hegemónico. Esto ya se hablaba unos años antes de la muerte del metalúrgico Lorenzo Miguel. La diferencia con el estilo de hoy la marcan claramente los conflictos en el Hospital Garrahan, en los subterráneos, en Telefónica, entre otros.

–Bueno, primero, Augusto Timoteo Vandor y Miguel en la UOM eran personalidades muy diferentes. Después, yo opino que lo que usted refiere como antigua dirigencia era mucho más legítima y más sólidamente formada que la que usted cita como ejemplos. Veamos el conflicto en los subtes, que viene de lejos. La representación gremial aparece allí como la representación de base. La forma de encaminar la protesta es muy diferente ahora que antes. El sindicalista hoy ha ido pautando la forma de presentarse y de presentar el objetivo social. Demos gracias que ya no son esos enfrentamientos con expresiones violentas que crecían en beligerancia. Hoy hay más conversación, más trato social y laboral, trato de más consideración a las relaciones con los que pueden aparecer como contrincantes. Pero ya no tememos la eliminación física de la persona, como sucedió en aquella época en que salíamos de casa y no sabíamos si volvíamos.

–Pero usted logró evitar esas situaciones, si bien ya había ido a la cárcel...

–Claro. A la cárcel sí, pero hasta parecía parte del desarrollo del juego de poder e intereses. Aunque parezca raro, la cárcel era parte de la acción, cosa que no eran los secuestros y los asesinatos, como ocurre hasta hoy. Cuando fui a la cárcel, luego del derrocamiento de Perón, primero me llevaron a la comisaría décima, de ahí me pasaron a donde estaba la penitenciaría de Avenida Las Heras, de ahí a Esquel, y después a Tierra del Fuego. Ahí nuestro reclamo era que nos dieran abrigos por el frío aunque estábamos en diciembre (1955). Dos años después me soltaron, el 23 de diciembre de 1957 (poco antes de las elecciones de febrero que ganó Frondizi). Aquella época coincidió con la fuga de Río Gallegos de Héctor Cámpora, junto con Patricio Kelly y Jorge Antonio. Estaba con ellos también el secretario general de los petroleros del Estado, Pedro Gomis. Se escaparon en un taxi.

–Si usted tuviera que elegir una personalidad sindical del último medio siglo, ¿a quién nombraría?

–El que tuve más cerca, y que fue diputado nacional, sería Juan Rachini, de Aguas Gaseosas (hombre de la Resistencia y uno de los primeros promotores del turismo sindical). Es el más antiguo de los compañeros, y por su edad estuvo en toda la historia del sindicalismo de los tiempos que hablamos, en gran número de conflictos y problemas y las asambleas, que se hacían en las 62 Organizaciones. Si usted es parte de un suceso histórico, está implicado en lo que sucede en todo el país, de una forma u otra. Rachini buscó estar en el lugar adecuado, donde había más posibilidades de actuar en forma legal. Pero esto que le digo es parte de los recuerdos personales. Si alguien es recordado es porque se sabe lo que ha hecho. Se puede estar de acuerdo con él, o discrepar.

–En los años sesenta usted era percibido como uno de los intelectuales del sindicalismo.

–Yo soy de mayo de 1922. Tengo 85 años, y me incorporé al sindicalismo, como le dije, después del servicio militar, en 1942. Por lo tanto tuve la experiencia de toda una generación de la época sindical. Como estudio escolar tengo primaria. Debo reconocer que el padre Ismael Quiles, en el Colegio del Salvador, me ayudó mucho, invitándome a seminarios y reuniones y conferencias. De ahí que elaboré mi pensamiento a partir de esos encuentros. Más recientemente fui a muchos encuentros en la Universidad de Belgrano, porque me hice amigo de Porto, el rector. Antes escribí textos para publicaciones varias. Mi desarrollo intelectual es consecuencia de mi interés por el conocimiento. En la cárcel aprendí a conocer a la gente. Allí no hay disimulo, no hay engaño, moralmente somos nuestra realidad. En aquella época también estaba la amenaza del pelotón de fusilamiento, como lo recordó Antonio Cafiero en un libro o en declaraciones.

–¿Usted era amigo de Vandor?

–Yo he sido amigo de muy pocos dirigentes sindicales de aquella época. Y sí, del que he sido muy amigo era de Vandor. Además la sede sindical metalúrgica está muy cerca de nuestro sindicato. Yo siempre dije, si usted tiene fuerza pero no tiene pensamiento es un peligro. Y si usted solamente tiene buen pensamiento, pero no tiene fuerza no es suficiente. Vandor y yo teníamos un pacto cumplido en los hechos. El tenía la fuerza y yo contribuí con el pensamiento. Vandor se cruzaba de la UOM y venía a nuestro sindicato a charlar y reflexionar sobre la situación sindical y política.

–¿Cuán concreta era la idea de Vandor de que se podía hacer un peronismo sin Perón?

–Así lo llamaban, “peronismo sin Perón”. No creo que fuera lo que buscaba Vandor pero sí pienso que lo que quería era salir de la duda de si Perón quería volver al país. Esa duda estaba presente en el pensamiento de muchos dirigentes políticos. Vandor, en realidad, lo presionó con el intento de regreso en 1964. A la larga eso llevó a la muerte a Vandor. A partir de ese proyecto fallido le propuse a Vandor que se fuera del país por un tiempo. Tenía invitaciones, por ejemplo, de sindicatos árabes. Yo quería sacarlo de acá por un tiempo. Solamente me dijo: “Dejámelo pensar”. Y pasó el tiempo. Unos años después, un domingo, nos encontramos en la casa de él, de la calle Emilio Mitre, de esta Capital. Estuvimos desde las ocho de la mañana hasta las dos de la tarde. Repetimos varias veces el desayuno. Me llamó la atención el amor con que se dirigía a sus chicos, cuando venían y se le sentaban en la falda. Me dijo que él había tratado de ver si Perón quería volver, y si él, Vandor, era capaz de organizar su regreso. Fue el tema obsesivo de aquel domingo. Finalmente me dijo que no se iba a ir, pero me agradeció el ofrecimiento. Días después lo mataron (30 de junio de 1969). Su decisión fue un desafío que lo llevó a la muerte. Tiempo antes con Armando Cabo, dirigente metalúrgico, con quien éramos amigos, habíamos viajado a España y nunca voy a olvidar la orden de Perón: “A la víbora hay que cortarle la cabeza”. No se imagina lo duro que fue escuchar eso de Perón, y después tener que decírselo a Vandor: él era “la víbora”. Cabo fue testigo de eso también. Se lo dijo a políticos amigos de Vandor, gente que entre ellos se disputaban el favor del líder. Yo lo veía con frecuencia a Perón, aprovechando la oportunidad de los viajes por mis cargos internacionales. Tengo cartas y fotografías de él que conservo. Recuerde que yo era dirigente internacional y viajaba mucho, no sólo para verlo a Perón. En 1953 aterricé en Moscú. Estuve en Turquía, en la India. Tengo cinco y medio pasaportes llenos de visas y sellos. También tengo fotos de aquellos años, con Perón, antes de eso tengo fotos con Evita, y más tarde con la Chabela.

–¿Se ha propuesto escribir sus memorias?

–No puedo. Tropiezo con cosas que no quiero ni puedo publicar. El problema es que no puedo sentirme bien si no digo todo. Si no, no digo nada. Alguno que otro que he consultado me ha dicho: “Pero ya está, ya pasó, ¿quién te pide que escribas todo eso?” Nadie me lo pidió, pero sí hay quienes me preguntan por qué no relato mi relación con Perón y todo de esa época. He tenido tantas reuniones y almuerzos... pero para relatarlo digo: “Hasta aquí llegué”.

–¿Cómo lo tomó a usted el golpe de marzo de 1976? Le pregunto porque hubo dirigentes, entre ellos Miguel, que lo negaron hasta una hora antes de la partida de María Estela Martínez de Perón en el helicóptero.

–De Lorenzo Miguel no sé. Muchos dijeron que no querían que sucediera, fue una expresión de deseos. Para mí no hubo ninguna duda. A veces hago mi propio ejercicio de la memoria, uno sabe aquello que recuerda. Y en esa gimnasia recuerdo a muy pocos que negaban el golpe. También tengo mis apuntes y recortes de diarios guardados, en un archivo. Pero de ahí a llevarlo todo a un folleto, o un libro, es difícil. Sé hasta dónde sirvo.

–¿Cómo se vivió en el sindicato el día después del golpe?

–La verdad es que no hubo grandes problemas en nuestro sindicato, pero era evidente que nos tenían vigilados. Yo lo veía tan confuso a eso. Mezclaron tantas cosas... Creo que hubo defección entre los propios militares. Entre ellos estaban los que querían vestirse de Perón. Sin embargo, Perón, si bien era militar, no tenía mentalidad de militar en lo político y social. Una vez (Perón) me invitó a almorzar en Puerta de Hierro, a las 12. Para mí era un honor, si bien me pareció temprano para el almuerzo. El me respondió: “Mire, si es inconveniente lo dejamos. Piense que yo soy militar. Los militares no hacemos nada, pero lo hacemos siempre temprano”. En un momento, antes del golpe, vinieron al sindicato los Montoneros en un ómnibus. Querían una contribución. En realidad yo los conocía a casi todos. Era amigo de Dardo Cabo, hijo de Armando Cabo, el dirigente metalúrgico. Lo capturaron, pobrecito, qué horror lo que le hicieron (a Dardo). Lo torturaron, lo hicieron pedazos, y lo fusilaron. Eso llevó a la muerte a la madre, Blanca, y lo afectó profundamente a Armando. Estábamos acostumbrados a la lucha, pero no a ese tipo de acto horrendo. Bueno, supongo que cada uno de nosotros ha elegido su camino.

–¿Qué siente usted ahora?

–Fue mi generación, y si bien no compartía su metodología de lucha, a muchos los conocía antes de que optaran por la lucha armada y con muchos había un gran afecto.

–¿Qué se va a decir de los años de Carlos Menem?

–El problema son las opciones que uno puede tener. Y en la política eso es una situación constante. El dirigente sindical es un dirigente social, un político, por lo tanto hay que buscar la opción conveniente. No siempre uno va a decir lo que otros esperan que uno diga. La dificultad que tengo yo al revisar diferentes etapas es que no siempre puedo hablar de los hombres que conocí y traté. Perón en una oportunidad, en Madrid, me dijo: “Miguel, usted trata a hombres, conózcalos”. No es fácil, ¿cómo se hace? A veces las palabras vienen empujadas por lo emocional. Pero también vienen presionadas por los intereses. Yo tengo la suerte de haber estado bien con Perón, y tratado a Carlos Menem también. Estuve con Menem, pero es otra cosa.

–¿Usted piensa que el peronismo puede seguir siendo partido?

–En las urnas, donde le va bien, tiene que ser partido. Como expresión política y social tiene que ser un movimiento. Es decir, digo, tiene que ser, pero difícil saber cómo se mantiene eso al no estar encuadrado por la ley. Yo prefiero el movimiento, nunca me sentí hombre del partido. Eso a pesar de que estuve, en las 62 Organizaciones, con el partido (Justicialista) y con dirigentes de otros sectores. Y cuando estuvo intervenido el partido estaba en la actividad partidaria. En esos momentos, hablo de los años sesenta, hubo mucha lucidez y mucho compromiso. La lucidez señala el camino, pero eso solo no construye. Eso fue en una época que se la puede ver lejana, pero hay que verla como la vivimos, antes del regreso de Perón, en noviembre de 1972. Fue nuestro destino. Yo creo en el destino mío y en las circunstancias vividas, que deciden los hechos. Lo digo por las cosas que me han tocado, lo que me ha pasado, las oportunidades de todo tipo, incluso salvarme del fusilamiento. Siempre supe que no moría.

–¿Qué pasó en Rosario el 30 de noviembre de 1960?

–Hace muchos años participé de una acción civil comandada por el general Miguel Angel Iñíguez (1909-1989). Nunca me pude sacar la duda de si él peleaba por la vuelta de Perón, o si quería reemplazarlo. El 30 de noviembre de 1960, en Rosario, en el regimiento 11 de Infantería, participé de lo que se llamó un movimiento cívico militar con el fin de precipitar las condiciones para la vuelta de Perón. Nuestro jefe era el coronel (luego general post mortem) Julio Barredo (1906-1960), con mando de tropas en Rosario. Con Armando Cabo íbamos para un lado y para otro en la preparación. Los preparativos llegaron, para mí y para Armando Cabo, hasta la puerta del 11 de Infantería, en Rosario, con una avenida ancha al frente. Para cuando llegamos se suponía que la guardia de la unidad se había entregado, pero hubo un enfrentamiento donde murió Julio Barredo, según me comentó ahí Cabo. En el casino de oficiales había siete o nueve oficiales en camiseta y calzoncillos que no estaban en rebeldía. Se armó un tiroteo de la puta madre. Finalmente, tres suboficiales hicieron rendir el casino de oficiales. Recuerdo que había uno de los muchachos de Rosario, que lo habían puesto para que vigilara a los capturados. Le dieron un FAL y andaba apuntando a todos con las manos temblando. Ahí llegó el general Iñíguez y le sacó el arma y puso un suboficial. Ibamos convencidos de que iniciábamos el retorno de Perón. Pero después Perón repudió el intento por las consecuencias luctuosas. Eso luego lo dijo por carta. Después de eso uno no sabe si es o no responsable, la finalidad era la vuelta de Perón, pero él dijo que si volvía sería por la vía política. Nunca antes lo había dicho tan claramente. Claro, no podía ser por las armas porque no las tenía. Razón tenía.

–No recuerdo ese alzamiento.

–Armando Cabo y yo tomamos un ómnibus de la empresa Chevallier para ir a Rosario. Salimos de Retiro. Armando estuvo en silencio por mucho tiempo. Para superar el silencio le pregunto: “¿En qué estás pensando?”, y él responde: “¿Y a vos qué mierda te importa?”. Al rato me pregunta: “¿Volveremos?” Yo le dije que estaba seguro que íbamos a volver, pero vaya uno a saber en qué condiciones. En Rosario, en una ambulancia, con un dirigente de la carne, salimos a buscar refuerzos. En un momento me pareció ver un reflejo, algo metálico, empujé a mi compañero y dejamos la ambulancia y corrimos. Escuchamos cómo pegaban las balas por encima de nuestras cabezas. Saltamos una pared justo cuando una granada estallaba en la ambulancia, que quedó destruida. En la ambulancia había quedado mi saco, con la cédula y dinero. No sabe usted el amor que uno siente por la vida cuando tiene miedo. El miedo salva. De ahí corrimos. Entonces, en el hospital estaba internado un compañero y amigo, Jaime Demarchi, que trabajaba en Vías y Obras, y se le había volcado y caído encima una zorra descarrilada. Cama 242, Segundo Piso. El dato era muy importante. Le pedí al compañero rosarino dinero para comprar un pasaje para Buenos Aires. Pero la terminal estaba tomada por la policía. Esperé hasta último momento y cuando voy a subir al ómnibus me piden documentos, tenía la libreta de enrolamiento, y me preguntan qué hacía en Rosario. Claro, había heridos y muertos en el fracasado intento. Entonces le dije a la policía que me interceptó el paso que estaba en Rosario visitando a mi amigo Jaime Demarchi, internado en el hospital en la cama 242 en el segundo piso. Chequearon, y me dejaron viajar. Me escapé. Iñíguez y Armando (Cabo) lograron salir de Rosario en un camión de verduras. No fue fácil. Había que pasar los retenes policiales que requisaban los vehículos. Los tipos con coraje que vi ahí eran el general Iñíguez y el capitán (Héctor Guillermo) Mackinlay, que estaba al mando de la tropa que tenía que reprimirnos. Nos salvó diciéndonos que nos fuéramos aunque después sería castigado. Después de eso había que esconderse. Vandor nos había dado plata a Cabo y a mí para poner a resguardo nuestras familias, por si fracasábamos. Yo la mandé a mi mujer a casa de una tía cerca de Morón. Estaban rezando cuando volví y las encontré, porque la radio hablaba de muchos muertos, exagerando. Habíamos quedado con Cabo en encontrarnos en Buenos Aires con una mujer para intercambiar mensajes con Armando, en una confitería en la avenida Corrientes, El Faro, creo, cerca de la boca del subte. Cuando llegué estaba la chica. Ella enseguida me dice que la siguiera a una esquina, y yo me demoré para tomar un refresco. Hacía calor. Ella insistió. Enseguida me di cuenta y me levanté. Y se acercó un jovencito que se identificó como policía de civil, y me dijo que me sentara. Yo estaba armado. Le dije: “Me vas a tener que correr para agarrarme”, y abrí el saco y le mostré el mango de una Colt. El muchachito, de unos 23 años, se quedó blanco. Le dije que se quedara sentado hasta que yo pudiera entrar en el subte. “¿No me va a matar, no?”, me dijo el pibe. Y le digo: “No seas pelotudo”. Son momentos de vida o muerte, uno los recuerda vivamente precisamente por la encrucijada. Ya todo lo que tuve que jugar está jugado. El tiempo limpia las cosas. La tragedia ya no parece tan dramática.

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